sábado, 2 de noviembre de 2024

LA CONMEMORACION DE LOS DIFUNTOS. —2 DE NOVIEMBRE.

 


   No queremos, hermanos que ignoréis lo tocante a la suerte de los muertos, para que no os aflijáis como los demás que no tienen esperanza. (I Tes., IV, 13). Este era el deseo del Apóstol escribiendo a los primeros cristianos; y el de la Iglesia hoy no es otro. En efecto, la verdad sobre los difuntos no pone sólo en admirable luz el acuerdo de la justicia y de la bondad en Dios: los corazones más duros no resisten a la misericordia caritativa que esa verdad infunde, a la vez que procura los más dulces consuelos al luto de los que lloran. Si nos enseña la fe que hay un purgatorio, donde las faltas no expiadas pueden retener a los que nos fueron queridos, también es de fe que podemos ayudarlos (C. de Trento, sesión XXV), y es teológicamente cierto que su liberación más o menos pronta está en nuestras manos. Recordemos algunos principios que pueden ilustrar esta doctrina.


LA EXPIACIÓN DEL PECADO.


— Todo pecado causa en el pecador doble estrago: mancha su alma y le hace merecedor del castigo. El pecado venial causa simplemente un desplacer a Dios y su expiación sólo dura algún tiempo; mas el pecado mortal es una mancha que llega hasta deformar al culpable y hacerle objeto de abominación ante Dios; su sanción, por consiguiente, no puede consistir más que en el destierro eterno, a no ser que el hombre consiga en esta vida la revocación de la sentencia. Pero, aun en este caso, borrándose la culpa mortal y quedando revocada por tanto la sentencia de condenación, el pecador convertido no se ve libre de toda deuda; aunque a veces puede ocurrir; como sucede comúnmente en el bautismo o en el martirio, que un desbordamiento extraordinario de la gracia sobre el hijo pródigo logre hacer desaparecer en el abismo del olvido divino hasta el último vestigio y las más diminutas reliquias del pecado, lo normal es que en esta vida o en la otra exija la justicia satisfacción por cualquier falta.






EL MÉRITO.


—Todo acto sobrenatural de virtud, por contraposición al pecado, implica doble utilidad para el justo; con él merece el alma un nuevo grado de gracia; satisface por la pena debida a las faltas pasadas conforme a la justa equivalencia que según Dios corresponde al trabajo, a la privación, a la prueba aceptada, al padecimiento voluntario de uno de los miembros de su Hijo carísimo. Ahora bien, como el mérito no se cede y es algo personal de quien lo adquiere, así, por lo contrario, la satisfacción, como valor de cambio, se presta a las transacciones espirituales; Dios tiene a bien aceptarla como pago parcial o saldo de cuenta a favor de otro, sea de este mundo o del otro el concesionario, con la sola condición de que pertenezca por la gracia al cuerpo místico del Señor que es uno en la caridad (I Cor., XII, 27).
   Es la consecuencia, como lo explica Suárez en su tratado de los Sufragios, del misterio de la Comunión de los Santos, que en estos días se nos manifiesta: “Creo que esta satisfacción de los vivos en favor de los difuntos vale en justicia y que es infaliblemente aceptada en todo su valor y conforme a la intención del que la aplica, de suerte que, por ejemplo, si la satisfacción que me corresponde me valía en justicia, percibiéndola yo, el perdón de cuatro grados de purgatorio, otro tanto se la perdona al alma por quien la ofrezco”.






LAS INDULGENCIAS.


— Sabido es cómo secunda la Iglesia en este punto la buena voluntad de sus hijos. Por medio de la práctica de las Indulgencias, pone a disposición de su caridad el tesoro inagotable donde se juntan sucesivamente las satisfacciones abundantísimas de los Santos con las de los Mártires, y también con las de Nuestra Señora y con el cúmulo infinito debido a los padecimientos de Cristo. Casi siempre ve bien y permite que la remisión de la pena, que ella directamente concede a los vivos, se aplique por modo de sufragio a los difuntos, los cuales ya no dependen de su jurisdicción. Quiere esto decir que cada uno de los fieles puede ofrecer por otro a Dios, que lo acepta, el sufragio o ayuda de sus propias satisfacciones, del modo que acabamos de ver. Tal es la doctrina de Suárez, el cual enseña también que la indulgencia que se cede a los difuntos no pierde nada de la certeza o del valor que tendría para nosotros los que pertenecemos todavía a la Iglesia militante. Ahora bien, las Indulgencias se nos ofrecen en mil formas y en mil ocasiones.

   Sepamos utilizar nuestros tesoros y practiquemos la misericordia con las pobres almas que padecen en el purgatorio. ¿Puede existir miseria más digna de compasión que la suya? Tan punzante es, que no hay desgracia en esta vida que se la pueda comparar. Y la sufren tan noblemente, que ninguna queja turba el silencio de “aquel río de fuego que en su curso imperceptible las arrastra poco a poco al océano del paraíso”. El cielo a ellas de nada las sirve; allí ya no se merece. Dios mismo, buenísimo pero también justísimo, se ha obligado a no concederlas su liberación si no pagan completamente la deuda que llevaron consigo al salir de este mundo de prueba (S. Mateo, V, 26). Es posible que esa deuda la contrajesen por nuestra culpa o con nuestra cooperación; y por eso se vuelven a nosotros, que continuamos soñando en placeres mientras ellas se abrazan, cuando tan fácil nos es abreviar sus tormentos. Apiadaos, apiadaos de mí, siquiera vosotros, mis amigos, pues me ha herido la mano del Señor (Job., XIX, 21).







LA ORACIÓN POR LAS ALMAS DEL PURGATORIO.


—Como si el purgatorio viese rebosar más que nunca sus cárceles con la afluencia de multitudes que allí lanza todos los días la mundanalidad del siglo presente y acaso debido también a la proximidad de la cuenta corriente final y universal que dará término al tiempo, al Espíritu Santo ya no le basta sostener el celo de las cofradías antiguas consagradas en la Iglesia al servicio de los difuntos; suscita la Iglesia nuevas asociaciones y hasta familias religiosas, cuyo fin exclusivo es promover por todos los medios la liberación o el alivio de las almas del purgatorio. En esta obra, que es una especie de redención de cautivos, hay también cristianos que se exponen y se ofrecen a cargar sobre sí las cadenas de sus hermanos, renunciando para ello libre y voluntariamente, no sólo a sus propias satisfacciones, sino también a los sufragios de que se podían beneficiar después de muertos; acto heroico de caridad que no se debe hacer a la ligera, pero que aprueba la Iglesia (En el siglo XVIII propagaron esta devoción los Clérigos regulares Teatinos y la enriquecieron con gracias espirituales los Sumos Pontífices, Benedicto XIII , Pío VI y Pío IX. ); dicho acto da a Dios mucha gloria y, en el caso de un retardo temporal de la bienaventuranza, merece a su autor el estar más cerca de Dios para siempre, desde ahora por la gracia y después, en el cielo, por la gloria.

   Y, si los sufragios de un simple fiel tienen tanto valor, ¡cuánto más tendrán los de toda la Iglesia en la solemnidad de la oración pública y en la oblación del augusto Sacrificio en que Dios mismo satisface a Dios por todas las faltas! La Iglesia, desde su origen, siempre rezó por los difuntos, como antes lo hizo la Sinagoga (II Mac. XII, 46. ). Así como celebraba el aniversario de sus hijos mártires con acciones de gracias, así también honraba con súplicas el de los demás hijos, que quizá no estuviesen aún en los cielos. Diariamente se pronunciaban en los Misterios sagrados los nombres de unos y otros con el doble fin de la alabanza y de la oración; y, así como por no poder recordar en cada iglesia particular a cada uno de los bienaventurados del mundo entero, los incluyó a todos en una fiesta y en una mención común, así de igual manera hacía conmemoración general de los difuntos en todas partes y todos los días a continuación de las conmemoraciones particulares. Tampoco faltaban sufragios, observa San Agustín, a los que no tenían parientes ni amigos; ésos tenían para remediar su desamparo, el cariño de la Madre común.





MUERTE Y RESURRECCIÓN.


— Mientras el alma, al salir de este mundo, suple en el purgatorio la insuficiencia de sus expiaciones, el cuerpo que dejó vuelve a la tierra para cumplir la sentencia lanzada contra Adán y su raza en el principio del mundo (Gen., III, 19). Pero la justicia es amor tanto para el cuerpo como para el alma del cristiano. La humillación del sepulcro es justo castigo de la falta original; más en ese retomo del hombre al polvo de la tierra de que fué formado, nos hace ver San Pablo además la siembra necesaria para la transformación del grano predestinado, que un día ha de volver a vivir en muy distintas condiciones (1 Cor., XV, 36). Es que, en efecto, la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios (1 Cor., XV, 50) ni los que están sujetos a la corrupción aspirar a la inmortalidad. Trigo candeal de Cristo, según la palabra de San Ignacio de Antioquía, el cuerpo del cristiano es arrojado al surco de la tumba para dejar en él lo que tenía de corruptible, la forma del primer Adán con su flaqueza y su pesadez; mas, por virtud del nuevo Adán, que le vuelve a formar a su propia imagen, saldrá completamente celestial y espiritualizado, ágil, impasible y glorioso. Gloria al que sólo quiso morir como nosotros para destruir la muerte y hacer de su victoria nuestra victoria.

   La Iglesia continúa pidiendo con insistencia en el Gradual la liberación de los difuntos.






LA VOZ DEL JUEZ.


— El purgatorio no es eterno. Su duración es infinitamente diversa según las sentencias del juicio particular que sigue a la muerte de cada uno; para ciertas almas más culpables o que, excluidas de la comunión católica, están privadas de los sufragios de la Iglesia, puede prolongarse a siglos enteros, aunque la misericordia divina se dignase librarlas del infierno. Más al fin del mundo y de todo lo que es temporal se ha de cerrar el purgatorio. Dios sabrá conciliar su justicia y su gracia en la purificación de los últimos llegados de la raza humana, supliendo, con la intensidad de la pena expiatoria lo que podría faltar a la duración. Pero, en lo que se refiere a la bienaventuranza, mientras las sentencias del juicio particular son con frecuencia suspensivas y dilatorias y dejan provisionalmente el cuerpo del elegido y del condenado a la suerte común de la sepultura, el juicio universal tendrá carácter definitivo tanto para el cielo como para el infierno, y sus sentencias serán absolutas y se ejecutarán al instante íntegramente. Vivamos, pues, a la expectativa de la hora solemne en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios. El que tiene que venir, vendrá y no tardará, nos recuerda el Doctor de las gentes (Hebr., X, 37); su día llegará rápido y de improviso como un ladrón, nos dicen con él (I Tes., V, 2), el Príncipe de los Apóstoles (II Ped., III, 10) y Juan el discípulo amado (Apoc., XVI, 15.), haciendo eco a la palabra del mismo Jesucristo (S. Mateo, XXIV, 43): como el relámpago sale del oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del Hombre (S. Mateo, XXIV , 27).

   Asimilémonos los sentimientos expresados en el Ofertorio de los difuntos. Aunque las benditas almas del purgatorio tienen asegurada para siempre la eterna bienaventuranza y ellas lo saben bien, con todo eso, el camino más o menos largo que las conduce al cielo, se abre entre el peligro del último asalto diabólico y las angustias del juicio. La Iglesia, pues, abarcando con su oración todas las etapas de esta vía dolorosa, anda solícita para no descuidar la entrada; y no teme llegar para eso demasiado tarde. Para Dios, cuya mirada abarca todos los tiempos, la súplica que hoy hace la Iglesia, estaba ya presente en el momento del paso tremendo y procuraba a las almas la ayuda que aquí se pide. Además, esta misma súplica la va siguiendo a través de los altibajos de su lucha contra las potestades del abismo, de las cuales se sirve Dios como de instrumentos en la expiación reclamada por su justicia, según lo han comprobado más de una vez los Santos. En esta hora solemne, en que la Iglesia presenta sus ofrendas para el augusto y omnipotente Sacrificio, redoblemos nosotros también nuestros ruegos por los finados. Imploremos su liberación de las fauces del león. Supliquemos al glorioso Arcángel, prepósito del paraíso, sostén de las almas al salir de este mundo, su guía enviado por Dios (Antíf. y Responsorio de la fiesta de S. Miguel), que las conduzca a la luz, a la vida, a Dios mismo, que se prometió como recompensa a los creyentes en la persona de su padre Abraham. (Gen., XV, 1.).



“EL AÑO LITURGICO”
DOM PROSPERO GUÉRANGER
ABAD DE SOLESME.

jueves, 31 de octubre de 2024

SAN QUINTÍN, mártir. (287). —31 de octubre.

 



   Fue san Quintín hijo de un senador romano llamado Zenón, muy conocido en Roma por sus grandes riquezas y por su valimiento con los emperadores.

  Desde el día que recibió su bautismo, que fue, a lo que se cree, hacia el fin del pontificado de san Eutiquiano, a quien sucedió san Cayo, prendió en su corazón un fuego de amor de Jesucristo tan ardiente, que hubiera querido abrasar con él todos los corazones y reducir a cenizas todos los ídolos.

   Se ofreció al papa san Cayo para llevar la fe a los idólatras de las Galias, y el santo pontífice alabó su celo y le dio por compañero a san Luciano, y con éste y otros muchos fervorosos fieles que también quisieron acompañarle, partió a aquella apostólica expedición.

   Con san Luciano predicó el Evangelio en los pueblos que halló a su paso hasta llegar a la ciudad de Amiens, a las riberas del Soma.

  Allí se separaron, pasando san Luciano a plantar la fe en Beauvais, y quedándose en Amiens nuestro santo, el cual con su elocuencia y milagros en breve tiempo formó allí una de las más florecientes Iglesias de las Galias.

 De todas partes acudían a él los enfermos, y con sólo invocar sobre ellos el nombre de Jesús les daba la salud del cuerpo y juntamente la del alma.

 Venían al santo los ciegos conducidos por sus guías, y se volvían sin ellos a sus casas: venían los cojos y paralíticos, y se volvían sin muletas ni apoyo alguno.


SAN QUINTÍN. BAUTIZANDO.


                       

   Pero los sacerdotes de los ídolos que veían ya desiertos sus templos, vacías de ofrendas y cubiertas de polvo sus aras, acudieron a Riccio Varo, que acababa de ser nombrado prefecto de las Galias y era encarnizado enemigo de la Iglesia; éste, para satisfacer el odio mortal que tenía al nombre cristiano, pasó a Amiens, donde hizo prender al santo, y ejecutó en él toda su bárbara crueldad: le mandó azotar rigurosamente sin respetar su nobleza, ni el privilegio de ciudadano romano de que el santo gozaba; y como los verdugos que le azotaban cayesen en tierra como muertos, el presidente renegando de la magia cristiana a la cual atribuía aquel suceso, ordenó que encerrasen al mártir en un lóbrego calabozo; pero se llenó de luz celestial aquel lugar oscuro, y hacia la media noche se cayeron las cadenas del santo hechas pedazos, y al amanecer se halló el preso en medio de la plaza de la ciudad, donde comenzó a predicar con tan grande espíritu de Dios; que convirtió a mucha gente, y al mismo alcaide y los soldados de la guardia que le buscaban.  







   Espantado de esto Riccio Varo, pero no convertido, le hizo prender de nuevo, y después de ponerle en la tortura, y desgarrarle las carnes, rociárselas con aceite hirviendo, y abrasarle todo el cuerpo con hachas encendidas, viendo que aquella fortaleza sobrehumana conmovía a toda la ciudad de Amiens y amenazaba tumulto, mandó que cortasen al santo la cabeza. 



TORTURAS DEL SANTO: 






   
   Reflexión: Gran maravilla fue que desde que recibió san Quintín el bautismo, se abrasase en tanto celo de la conversión de los gentiles: pero no es cosa rara, sino efecto ordinario de la gracia de Jesucristo, el sentir un pecador que de veras se convierte, gran deseo de la conversión de los demás, porque queda su alma tan esclarecida con la luz sobrenatural de la fe, y su corazón tan satisfecho y tranquilo en su centro que es Dios, que quisiera que todos los hombres gozasen de esta misma dicha, y así fuese más glorificado Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe.



  Oración: Te rogamos, ¡oh Dios todopoderoso! que cuantos veneramos el nacimiento para la gloria de tu bienaventurado Quintín, mártir, por su intercesión, crezca en nosotros el amor de su santo nombre. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.


MANO DE SAN QUINTÍN. 
 


SEPULCRO DE SAN QUINTÍN- FRANCIA.

                     


FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA- 1949.

miércoles, 30 de octubre de 2024

SAN MARCELO, centurión, mártir. (+ 298) — 30 de octubre.

 


  
   El glorioso centurión y mártir de Cristo san Marcelo fue de nación español y se tiene por tradición que nació en la ciudad de León, que después fue cabeza y corte del reino de su nombre. 



  Floreció en la profesión militar en tiempo del presidente Anastasio Fortunato que gobernaba aquella provincia de España, y celebrándose por este tiempo la exaltación de Maximiano Hercúleo al imperio, para que la función fuese más solemne, el presidente Anastasio Fortunato publicó un edicto por el que se mandaba que todos los pueblos de la provincia concurriesen a León el día señalado para la festividad y regocijo público. Marcelo, estando delante de las banderas de su legión, lastimado de ver tanta gente entregada a la idolatría, a vista de todos se quitó el cíngulo o banda militar y dijo: «Yo solo sirvo a Jesucristo, Rey de reyes y Señor de los señores, por lo que desisto de servir más a los emperadores de la tierra, y desprecio sus falsos dioses.» Diciendo esto arrojó también el sarmiento que llevaba en la mano como divisa de su grado de centurión en la milicia. 



   
   Dio orden el gobernador que luego pusiesen a san Marcelo en la cárcel; y terminadas las fiestas y sacrificios idólatras, le preguntó lleno de ira: «¿Qué causa has tenido para arrojar el cíngulo militar?»
«La causa es, respondió Marcelo, que siendo como soy cristiano no puedo conservar estas insignias que parece obligan a prestar sacrificio a vuestras deidades quiméricas.»

«Yo no puedo disimular tu temeridad, repuso Fortunato; daré parte de ella al César, enviándote por ahora a Tánger a mi principal Agricolano.»
«Haz lo que te parezca, contestó Marcelo; pero entiende que aquí y en todas partes haré la misma confesión de mi Señor Jesucristo.»

   Envió con efecto Fortunato a Marcelo cargado de prisiones a la metrópoli de la Mauritania, donde a la sazón se hallaba Agricolano, y habiendo llegado el santo a aquella ciudad, después de innumerables trabajos que padeció en el viaje, enterado Agricolano del proceso hecho por Fortunato, mandó a uno de sus oficiales leerlo en alta voz, y preguntó después a Marcelo: « ¿Qué furor te ha preocupado para arrojar las insignias militares y blasfemar contra los dioses del imperio?»

Respondió el mártir: «No hay furor alguno en los que temen al Señor»: y en habiendo oído la sentencia de muerte, mostrándose agradecido al prefecto, le dijo: «Agricolano, Dios te haga bien y tenga misericordia de ti.» 




   Fue conducido después al lugar del suplicio el mismo día que entró en Tánger, y puesto en oración fue degollado.
Los cristianos recogieron el venerable cuerpo del ilustre soldado de Cristo en el silencio de la noche, y habiéndole embalsamado le dieron honrosa sepultura.

   Reflexión: ¡Qué heroico vencedor de los respetos humanos se mostró el cristiano centurión san Marcelo, arrojando el cíngulo militar delante de tan grande muchedumbre y en medio de aquella fiesta tan solemne! ¡Cómo podrán leer este ejemplo tan sublime sin cubrirse de vergüenza las miserables víctimas del qué dirán! Pero ¿no es razón hacer más caso del qué dirá Dios que del qué dirán los hombres? Y si llega la alternativa de haber de perder la amistad de Dios o la del mundo, ¿qué amistad ha de preferirse y conservarse a todo trance? ¿La del mundo que es tan mudable, fementida y transitoria, o la de Dios, que es constante, fidelísima y eterna? Mira cuan necios son los que por no desagradar al mundo por un poco de tiempo, no reparan en perder la eterna amistad de Dios.

   Oración: Te rogamos oh Dios omnipotente, que los que veneramos el nacimiento para la gloria de tu bienaventurado Marcelo mártir, por su intercesión crezca en nosotros el amor de tu santo nombre. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.





FLOS SANCTORVM

DE LA FAMILIA CRISTIANA- 1949.

miércoles, 9 de octubre de 2024

SAN DIONISIO AREOPAGITA, OBISPO y sus compañeros, mártires. (+ 119). —9 de octubre.

 




   El divino teólogo san Dionisio Areopagita, fue natural de Atenas, ciudad principalísima de Grecia, y nació de padres ilustres, ocho o nueve años después del nacimiento del Salvador.

   Estudió la filosofía y astronomía en aquella célebre universidad de Atenas a donde concurrían de todas partes los mayores ingenios, y para perfeccionarse en las matemáticas hizo un viaje a Heliópolis de Egipto.

   Allí observó el milagroso eclipse de sol que sucedió en la muerte de Cristo, puntualmente en el plenilunio, y espantado exclamó: «O el Autor de la naturaleza padece, o la máquina de este mundo perece.»

   Vuelto a Atenas resplandeció por su sabiduría, y fue levantado a la dignidad de uno de los primeros jueces del Areópago, que era el más respetable tribunal de toda la Grecia.

   En esta sazón entró en Atenas san Pablo, el cual habiendo predicado a Jesucristo fue delatado a aquel tribunal.

   Estando pues el apóstol en el Areópago, rodeado por todas partes de filósofos, habló altísimamente de la Majestad de Dios, y del juicio universal, y entre los que se convirtieron, uno fue Dionisio Areopagita y Damaris su mujer, lo cual produjo grande asombro en toda la ciudad y dio ocasión a que otros muchos abrazasen la fe de Jesucristo.

   Se hizo Dionisio discípulo de san Pablo y de él aprendió la divina teología que después comunicó en sus libros a toda la Iglesia.




   Tuvo tan grande veneración a la Virgen, desde que la vio, que solía decir que a no saber por la fe que era humana criatura, la tuviera por una divinidad; y en el libro de las lumbres divinas dice que presenció su dichoso tránsito.




   Le ordenó san Pablo de obispo de la Iglesia de Atenas y dejando al cabo de algunos años aquella cristiandad tan floreciente como la de Jerusalén, pasó a Efeso a hablar con san Juan Evangelista recién venido del destierro de Patmos, y por su consejo fue a Roma, donde el vicario de Cristo que era san Clemente le envió a las Galias a predicar el Evangelio, juntamente con Rústico, sacerdote, Eleuterio, diácono.

   Eugenio y otros compañeros.

   Alumbró primero con la luz de Cristo las gentes de Arles, y de allí se dirigió a París, donde hizo copioso fruto y es tradición, que dedicó un templo a la santísima Trinidad, y otro a la Virgen santísima. 



   Finalmente, el prefecto Fescenio Sisinio lo hizo prender con sus compañeros, y los mandó azotar y atormentar con varios suplicios, de los cuales habiendo salido ilesos, los entregó a los verdugos para que fuera de la ciudad, les degollasen. 




   Se ejecutó la sentencia en el monte que hoy se llama Monte de los mártires; y es tradición que el cuerpo de san Dionisio se levantó en pie y tomó su propia cabeza en las manos como si fuera triunfando y llevara en ella la corona, trofeo de victoria, y que así anduvo dos millas, hasta que entregó tan preciosa reliquia a una santa mujer llamada Cátula, la cual dio honorífica sepultura a los cuerpos de todos aquellos santos.




   Reflexión: Muchos oyeron predicar a san Pablo en Atenas, pero muy pocos se convirtieron con su predicación.

   Otro tanto sucede en nuestros días.

   Se llenan los templos de gente que escucha la divina palabra, pero el número de los que la practican es reducidísimo.

   ¿Y esto por qué? Porque se acude a los sermones más con espíritu de crítica, o por mera rutina, que con verdadero deseo de aprovecharse.




   Oración: ¡Oh Dios! que en este día fortaleciste con la virtud de la constancia a tu mártir y pontífice el bienaventurado Dionisio, y le diste por compañeros a Rústico y Eleuterio para evangelizar a los gentiles, te rogamos nos concedas que a su imitación despreciemos por tu amor las prosperidades del mundo y no temamos ninguna de sus adversidades. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.






FLOS SANCTORVM


DE LA FAMILIA CRISTIANA