martes, 22 de noviembre de 2022

SANTA CECILIA VIRGEN Y MARTIR. (+ Aproximadamente Hacia el año 180) — DIA 22 DE NOVIEMBRE.

 






—Virgen y mártir purísima


—Patrona de músicos y cantores

 



   Según el Líber pontificalis y el Martirologio romano, el martirio de Santa Cecilia acaecería hacia el año 230, durante el gobierno del emperador Alejandro Severo y siendo papa Urbano I. Sin embargo, como consecuencia de los descubrimientos llevados a feliz término por Juan Bautista de Rossi, la arqueología moderna nos dice que Santa Cecilia alcanzó la palma del martirio reinando Marco Aurelio y durante el pontificado de San Eleuterio, es decir, entre los años 177 y 180. El pontífice Urbano, tan nombrado en la vida de la Santa, era por entonces obispo auxiliar del mismo Papa.

 

   Urbano habitaba en una cripta o gruta debajo de un templo de los ídolos, a las puertas de Roma, no lejos del sepulcro de Cecilia Metela, donde los fieles, que veían llegar una nueva persecución, acudían a oír las exhortaciones del Pontífice y acompañar a los neófitos. Mientras duraban estas reuniones y entretanto se celebraban las ceremonias religiosas, solían cubrir los caminos, de trecho en trecho, algunos cristianos disfrazados de mendigos. Su misión consistía en guiar a los creyentes forasteros y en avisar a los reunidos, o a los que llegaban, caso de existir alguna amenaza.

 

 

 

LA JOVEN PATRICIA

 

 

   Entre los muchos que participaban de aquella arriesgada romería, llamaba la atención una tierna doncella, de nombre Cecilia, descendiente ilustre de los Metelos romanos. Sus virtudes eminentes hacían la aún más admirable por el riesgo que suponía entonces la persecución.

 

   El martirio era en aquella época el fin probable e inminente de los cristianos. Cecilia lo sabía y de todo corazón se alegraba de ello. Mientras esperaba el llamamiento de Cristo, vivía íntimamente unida a Él y oraba sin cesar. Para asegurarse más la codiciada dicha de derramar su sangre por Jesucristo, le consagró su virginidad.

 

   Correspondiendo a esta generosa entrega, el Señor le hizo gozar de la vista de su ángel custodio y le dio a entender que aceptaba su ofrenda y guardaría su virginidad. Sin embargo, la prometieron sus padres a Valeriano, joven noble y de bellísimas prendas, que la amaba apasionadamente, pero que no era cristiano. Cecilia profesaba a Valeriano cariño de hermana y deseaba ganarle para Dios. Decidida a ello, se preparó para el combate. Bajo su vestido, bordado de oro y seda, llevaba ya un cilicio; aumentó entonces sus ayunos y oraciones y, por fin, movida por la gracia interior, prometió su mano. Se celebraron las bodas según el rito pagano y aunque probablemente se prescindió de algunos ritos supersticiosos, es de suponer que se cumplirían las demás ceremonias. Así, le presentarían agua, símbolo de la pureza que debe adornar a la esposa; le entregarían una llave, emblema de la administración confiada a su cuidado; la harían sentar un momento sobre un vellón, alegoría de los trabajos domésticos, y durante el banquete oiría cantar el epitalamio. Cecilia cantaría también, pero desde lo íntimo de su corazón y a sólo Dios.


 


 

CONVERSIÓN DE VALERIANO

 

 

   Cuando por fin se hallaron solos los dos esposos, Cecilia, fortalecida con la virtud del cielo, habló así a su marido:

 

   —Mi queridísimo Valeriano, tengo un secreto que confiarte; júrame que lo sabrás respetar.

 

   Hízolo así Valeriano, y añadió Cecilia:

 

   —Escucha: un ángel de Dios vela por mí, porque pertenezco a Jesucristo. Si mi ángel ve que no me amas con amor santo, me defenderá y morirás; pero si respetas mi virginidad, te amará con el mismo amor que a mí y obtendrás también su gracia y protección.

 

   Valeriano, turbado, contestó:

   —Si quieres que crea en tus palabras, hazme ver ese ángel de Dios y entonces haré lo que me aconsejas; pero, ten en cuenta que si se trata de otro hombre a quien tú amas, os mataré a ti y a él.

 

   Replicó Cecilia:

   —Si consientes en ser purificado en la fuente que mana eternamente, si quieres creer en el Dios único y verdadero que reina en los cielos, podrás ver al ángel que vela por mí.

 

   — ¿Quién —repuso Valeriano— me purificará, para poder merecer tan extraordinario favor?

 

   —Hay un anciano —replicó Cecilia— que purifica a los hombres. Toma por la vía Apia hasta el tercer miliario; allí encontrarás algunos pobres que piden limosna a los transeúntes; yo siempre los he socorrido y ellos saben mi secreto. Los saludarás de mi parte y les dirás: Cecilia me envía al santo anciano Urbano para transmitirle un mensaje secreto. Cuando estés en presencia del anciano, le dirás nuestra conversación; él te purificará y te revestirá con nuevo traje. A tu regreso verás, en este mismo sitio donde estamos, al ángel santo, el cual se hará también tu amigo y te concederá muy gustosamente cuanto quieras pedirle.

 

   Llegó Valeriano hasta el Pontífice. Éste, después de haber escuchado su mensaje, exclamó con santo entusiasmo:

   —Señor Jesús, sembrador de castas resoluciones, recibid el fruto de la semilla que habéis depositado en el corazón de Cecilia. Jesús, buen pastor, ¡bien servido habéis sido por vuestra elocuente oveja! Este esposo que ella había recibido era parecido a indómito león y en un instante le ha convertido en manso cordero. ¡Aquí le tenéis! ¡Abrid, Señor, la puerta de su corazón a vuestras santas palabras, y haced que conozca que sois su Criador y que renuncie al demonio!

 

   Mientras Urbano permanecía en oración, otro anciano de muy venerable aspecto, recubierto de vestiduras más blancas que la nieve, apareció allí con un libro de letras de oro. San Pablo —que tal era el noble anciano— presentó su libro al joven y le dijo:

    —Lee y cree, para que merezcas contemplar al ángel según te lo ha prometido la virgen Cecilia.

 

   Valeriano leyó estas palabras: Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; un solo Dios, Padre de todas las cosas, que está sobre todo lo creado y en cada uno de nosotros.

 

   El anciano añadió:

   — ¿Crees que es así?  

 

   Y Valeriano contestó con espontáneo acto de fe:

   —No hay nada más verdadero debajo del cielo.

 

   El santo Apóstol desapareció en seguida.

 

 

SAN VALERIANO

 


 

GOZOSA APARICIÓN

 

 

   Cecilia había quedado orando en el cuarto nupcial. Cuando vio entrar a Valeriano con la túnica blanca de los neófitos, conoció en seguida que la causa de Dios había triunfado. Valeriano, a su vez, hubo de reconocer la fidelidad de Cecilia, a cuyo lado vio a un ángel hermosísimo que tenía en las manos dos coronas de rosas y azucenas.

 

   El ángel puso una corona en la cabeza de Cecilia y la otra en la de Valeriano y les dijo:

   —Os traigo estas flores de los jardines del cielo. Conservadlas guardando vuestra pureza; son inmortales y nunca se marchitarán ni perderán su perfume; pero no las verán más que los que sean puros como vosotros. Y ahora, ¡oh Valeriano!, pues te has conformado con el voto de castidad de Cecilia, Jesucristo, Hijo de Dios vivo, me envía a ti para recibir cuantas peticiones tuvieres que hacerle.

 

   Después de un momento de natural estupor, se postró el santo mancebo y respondió al ángel:

   —La dicha y consuelo de mi vida es la amistad de Tiburcio, mi único hermano. Ahora que yo me encuentro a salvo, me parecería cruel dejarle a él expuesto al peligro. Así, pues, todos mis deseos se reducen a uno solo: conseguir de mi Señor Jesucristo que libre a mi hermano Tiburcio como me ha librado a mí, y que nos haga perfectos en la confesión de su nombre y en la fidelidad a su amor.

 


 

   Amanecía cuando Tiburcio entró en el aposento. Se acercó a Cecilia como a su hermana, la saludó con ósculo fraternal, y exclamó:

   — ¿De dónde viene en esta estación ese perfume de rosas y azucenas que me embriaga y parece como que renueva todo mi ser?

 

   — ¡Oh Tiburcio! —Dijo Valeriano—, es porque Cecilia y yo llevamos dos coronas que tú no puedes ver todavía. Ellas son las que perfuman el ambiente. Si deseas creer, las verás.

 

   Con el fervor de un neófito, empezó Valeriano a instruir a su hermano, mientras le animaba a renunciar a los ídolos y a convertirse al verdadero Dios. Pero Tiburcio no comprendía bien lo que quería decirle, pues sólo por mera costumbre había seguido el culto público, sin darle más cuidado el conocer a sus dioses que el conocer a Jesús. En esto intervino Cecilia y le mostró la bajeza del culto de los ídolos.

   «¡Sí —exclamó Tiburcio—, así es!» Cecilia, enajenada por aquella sinceridad, exclamó mientras le abrazaba: «Ahora sí que te conozco por hermano mío...»

 

 

TIBURCIO, SANTA CECILIA Y VALERIANO

 


   Cuando dijeron a Tiburcio que era preciso ver al jefe de los cristianos, se acordó de haber oído hablar de él y preguntó:

   — ¿No ha sido condenado dos veces? Pues si le descubren, le entregarán a las llamas y todos correremos igual suerte. De este modo, por haber querido buscar una divinidad oculta, encontraremos un gravísimo peligro.

 

   —No temamos perder una vida pasajera por ganar la que durará eternamente —respondió Cecilia—. La vida de este mundo, no puede llamarse tal, pues se halla expuesta a todo género de penas y acaba con la muerte; concluye cuando apenas ha empezado. La otra, en cambio, es una vida de delicias sin fin para los justos y de penas eternas para los pecadores. El Criador del cielo y de la tierra y de todas las cosas visibles e invisibles —prosiguió— ha engendrado a un Hijo de su propia substancia desde toda la eternidad y ha producido por su propia virtud al Espíritu Santo; al Hijo para crear por él todas las cosas, y al Espíritu Santo para vivificarlas.

 

   — ¡Cómo! —Exclamó Tiburcio—, hace poco decías que no se debía creer más que en un solo Dios, ¿y ahora me hablas de tres dioses?

 

   Cecilia le explicó el dogma de la Santísima Trinidad y seguidamente le expuso el misterio de la pasión de Jesucristo, su muerte en la cruz por salvar las almas, su sepultura y descendimiento a los infiernos y su gloriosa resurrección al tercer día, triunfante de la muerte, del sepulcro y del pecado.

 

   Tiburcio, profundamente conmovido, escuchó la invitación de Dios.

 

   —Hermano mío —dijo a Valeriano—, llévame ante el Pontífice.

 

   Y ambos se dirigieron al instante a ver a Urbano. Le bautizó éste luego de completar la instrucción, y siete días después le consagró por soldado de Cristo con la unción del Espíritu Santo. Desde entonces Tiburcio, rebosante de alegría y amor de Dios, se dio enteramente a la vida cristiana, estimulado a ello por los mismos ángeles del Señor a quienes veía y con quienes conversaba frecuentemente. Los dos hermanos fueron muy pronto denunciados como cristianos y, después de una heroica confesión de su fe que convirtió a muchos paganos, fueron decapitados. Se celebra su fiesta el 14 de abril.

 

SANT. CECILIA, VALERIANO, TIBURCIO 
Y EL PONTÍFICE URBANO.


 

EN PRESENCIA DEL JUEZ

 

 

 

   EL prefecto Almaquio trató de incautarse de los bienes de Valeriano y Tiburcio, pero ya Cecilia los había distribuido entre los pobres. Después del martirio de su santo esposo, manifestaba públicamente su fe, lo cual, por causa de su distinguida posición social, llamó la atención del prefecto. No pudo éste simular que lo ignoraba y decidió proceder contra ella. Se abstuvo, sin embargo, de citarla a su tribunal y se contentó con proponerle que ofreciera sacrificios a los dioses sin ostentación pública. Los agentes del prefecto se presentaron avergonzados de su misión y movidos de profundo respeto y de sentida pena. Cecilia les dijo:

   —Conciudadanos y hermanos míos: es evidente que en el fondo de vuestros corazones detestáis la impiedad de vuestro magistrado; id y decidle que deseo muy ardientemente padecer todo género de tormentos por confesar a Jesucristo y que lo tendré a muchísima honra.

 

   Se quedaron los emisarios íntimamente conmovidos viendo como señora tan noble y virtuosa deseaba morir, y le suplicaron no expusiera tan a la ligera su juventud, nobleza y felicidad. Cecilia les respondió:

   —Morir por Cristo no es sacrificar la juventud, sino renovarla; es dar un poco de barro por oro puro; es dejar una morada estrecha y mezquina por un espléndido palacio. Lo que se ofrece a Jesucristo, nuestro Dios, Él lo paga con creces y da por añadidura la vida eterna.

 

   Y, observando entonces la emoción de sus interlocutores, exclamó con fervoroso entusiasmo:

   — ¿Creéis lo que acabo de decir?

 

  —Sí, creemos —contestaron—; porque el Dios que tiene semejante sierva, ha de ser el Dios verdadero.

 

   —Id, pues —repuso Cecilia— y decid al prefecto que le pido difiera un poco mi martirio. Volved luego y encontraréis aquí al que os hará partícipes de la vida eterna.

 

   Cecilia mandó avisar a Urbano de que en breve iba a confesar a Jesucristo, y que muchas personas, movidas por la gracia divina, deseaban recibir el bautismo. El Pontífice quiso ir personalmente a bendecir por última vez a Cecilia y a recibir de sus manos virginales aquella multitud, que su sangre, próxima a ser derramada, conquistaba de antemano para el Señor. En aquella ocasión, recibieron el bautismo cuatrocientos neófitos.

 

   Así pasaron algunos días. Por fin, mandó Almaquio llamar a Cecilia. Se presentó ésta con la arrogancia de una patricia y la majestad de una esposa de Cristo. El prefecto le preguntó su nombre y condición. Respondió ella que se llamaba Cecilia delante de los hombres, pero que su nombre más ilustre era el de cristiana; y en cuanto a su condición, que era ciudadana de Roma, de noble e ilustre familia.

 

   Quedó Almaquio asombrado de aquella firmeza, y entró sin rodeos a hablarle de la ley decretada por los emperadores contra los cristianos, ley de muerte para los confesores de Cristo; de gracia o perdón para quienes renuncian a ella en favor del culto idolátrico.

 

   —Esa ley —respondió Cecilia— prueba que sois crueles e injustos. Si el nombre de cristiano fuera repudiable, a nosotros nos tocaría renegar de él; pero porque conocemos su grandeza nos honramos en confesarle públicamente como el que más nos honra.

 

   —Sacrifica a los dioses o niega que eres cristiana y te dejaré en libertad —dijo Almaquio con intencionada dulzura.

 

   Y Cecilia sonriente, repuso:

   — ¡Quieres que yo reniegue del verdadero tituló de mi inocencia! Si admites la acusación, ¿por qué quieres obligarme a negar? Si tu intención es perdonarme, ¿por qué no mandas que se haga la información?

 

   —Los acusadores —replicó el prefecto— declaran que tú eres cristiana; niégalo y la acusación no será tenida en cuenta; si persistes en ello habrás de ver a lo que te llevará tu locura.

 

   —El suplicio —dijo Cecilia— será mi victoria. Acúsate a ti mismo de loco, si has llegado a creer que puedes hacerme renegar de Cristo.

 

   —Pero, desdichada —exclamó Almaquio—, ¿ignoras acaso que por la autoridad de los príncipes se me ha conferido poder de vida y muerte?

 

   —Poder de vida, no —replicó tranquilamente Cecilia—. Tus príncipes no te han otorgado más que el poder de matar. Tú puedes quitar la vida a los que viven, pero no se la puedes devolver a los que la han perdido. Di, pues, que tus emperadores te han hecho ministro de muerte.

 

   Comprendió Almaquio que perdía el tiempo y, señalando las estatuas del pretorio, ordenó a Cecilia:

   —Sacrifica a los dioses.

 


 

   — ¿Dónde tienes tú los ojos? —contestó ella apaciblemente—. Esos objetos que llamas dioses, no son más que piedras, bronce o plomo.

 

   —Atiende a lo que dices —exclamó el prefecto—; porque si he despreciado las injurias dirigidas a mí personalmente, no consentiré de ningún modo que insultes a los dioses.

 

   —Prefecto —replicó la Santa—; no has dicho una sola palabra cuya injusticia o sinrazón no haya yo demostrado, y ahora te expones tontamente a que el pueblo se ría de ti. Nadie ignora que Dios está en el cielo. Esos simulacros, que estarían mejor convertidos en cal, son incapaces de librarse por sí mismos de las llamas; así que mucho menos podría librarte a ti. Sólo el Dios a quien adoro, puede salvar de la muerte y librar del infierno.

 

 

MUERTE Y SEPULTURA

 


   No dijo más. Había conquistado la palma y sólo le faltaba recogerla. Almaquio decidió pronunciar sentencia de muerte; pero no se atrevió a mandar que ajusticiasen en público a dama de tan alta alcurnia y socialmente tan considerada. Mandó, pues, que la llevasen a su casa y que allí la hiciesen morir sin ostentación de lictores y sin efusión de sangre, asfixiada por las emanaciones del vapor en la sala de baño de su propio palacio. Un milagro vino a desbaratar aquella precaución. Un rocío celestial semejante al que había refrigerado el horno en que fueran arrojados los tres jóvenes de Babilonia, templó el ambiente de la habitación. Al cabo de muchas horas, cansados los verdugos de alimentar el fuego y sin esperanza de conseguir dar término a su misión, acudieron al prefecto para comunicarle aquel inexplicable y rotundo fracaso: no obstante haber pasado muchas horas en el empeño, la virgen cristiana se mantenía en su pleno vigor.

 

 


 


   Se despidió entonces Almaquio y envió en su lugar un lictor para que diese muerte a la Santa. Lo recibió ella con grandes muestras de alegría porque esperaba que al fin habría de concederle el Señor la ansiada corona. Se arrodilló, pues, a su lado, descubrió levemente el cuello como para quitar estorbos a la espada y, después de muy breve oración, inclinó la cabeza como para recibir el golpe decisivo.


 


 

   El soldado asestó tres golpes; pero sólo consiguió hacer brotar un poco de sangre, y hubo de dejar la cosa allí por no quebrantar la ley que prohibía pasar de aquel número.


 


 

   Entraron al punto los cristianos que afuera esperaban, y Cecilia, casi exánime, reconoció a sus queridos pobres y a los neófitos, y tuvo para ellos muy amables y cariñosas palabras. Todos se le acercaban para encomendarse en sus oraciones y empapar lienzos en la sangre de sus heridas. A cada instante parecía que su alma purísima iba a romper las últimas ligaduras y los que la rodeaban comprendieron que sólo vivía por milagro; Cecilia, en efecto, esperaba algo muy importante que había pedido a Dios. Así pasaron tres días, durante los cuales no dejaba de exhortar a los cristianos, admirados de aquella extraordinaria fortaleza.

 



 

   Al tercer día, se presentó en la casa de la mártir el santo Pontífice, que por prudencia no había ido aún. Cecilia le estaba esperando. «Padre —le dijo— he pedido al Señor el plazo de tres días, para recomendar a vuestro cuidado los pobres que yo mantenía y para legaros esta casa, a fin de que sea convertida en iglesia.»

 



    Al terminar estas palabras, la mártir, que estaba reclinada sobre el costado derecho con las rodillas juntas, dejó caer sus brazos uno sobre otro y se inclinó contra el suelo mientras su alma volaba a Dios. Llevada de noche al cementerio de Calixto, en la vía Apia, la sepultaron en aquella misma postura y colocaron a sus pies los lienzos ensangrentados. 

 






EL SANTO DE CADA DIA

POR

EDELVIVES —1946.


lunes, 14 de noviembre de 2022

SAN SERAPIO, DEL ORDEN DE NUESTRA SEÑORA DE LA MERCED, MARTIR. —14 de noviembre.


 

   Nació el glorioso mártir san Serapio, según la más corriente opinión, en la famosa ciudad de Londres, corte del rey de Inglaterra, año de 1178. Fue su padre Rothlando, llamado de Escocia, por ser su casa originaria de la noble y clara estirpe y familia de los Escotos de dicho reino, y deudo muy propincuo de su rey Guillermo. Su madre, si bien se ignora el nombre como el de su apellido, pero según se colige de lo que las mismas historias refieren, fue de sangre nobilísima, igual y correspondiente en todo a la esclarecida de su esposo. Le impusieron en el bautismo por nombre Serapio, pronóstico y claro indicio de que sería pio, lo que comprobó la experiencia en las heroicas acciones que practicó su gran piedad en todo el curso de su vida, y que desde su niñez e infancia cuidaron sus nobles padres con los actos de devoción, educación y ejemplo imprimir y radicar entre las demás virtudes y loables costumbres en el corazón de su amado y querido hijo.

 

 

   Hallándose aun Serapio en los primeros ardores de su juvenil edad, ya manifestó los puros quilates de su católico celo: pues llegando a sus oídos los lastimosos estragos y raras crueldades que ejecutaban los bárbaros infieles en Palestina, así en los templos de Dios, sus ministros, altares, imágenes, reliquias y demás cosas sagradas, como en las vidas, honras y bienes de los míseros cautivos, dijo a su padre: Señor y padre mío, ¿no sería de grande gloria de Dios de que fuésemos a morir para restaurar los Santos Lugares de Jerusalén? y si bien procuró disuadírselo proponiéndole lo tierno de su edad, sus pocas fuerzas para sufrir las incomodidades de la guerra, y el dolor y pena grande que ocasionaría a su madre el privarse de él en su ausencia; oída su discreta y cristiana réplica, y para suavizar en algún modo su desconsuelo, hubo de condescender a su instancia ofreciéndole partir juntos siempre y cuando llegase la ocasión.

 

   Logró está felizmente el Santo, año de 1190, pasando a la Palestina con su padre, general del ejército de Inglaterra, y su rey Ricardo. Allá asistió al sitio y rendición de Tolemaida y otras muchas plazas, venciendo y triunfando valerosamente de sus enemigos; y en la célebre batalla de Assur dio singulares muestras no solo de su heroico valor, destruyendo y poniendo en precipitada fuga a un sinnúmero de sarracenos y turcos del formidable ejército de Saladino, sí también de su gran piedad, consolando y socorriendo á tanto mísero cautivo que lloraba allí entre aquellos bárbaros su dura esclavitud. Y habiendo en estas y otras gloriosas empresas y piadosos ejercicios empleado algunos años, y muertos sus padres, deseoso de sacrificar su vida en obsequio de la fe, vino con el duque de Austria a España, sirviendo al rey D. Alonso VIII de Castilla en la guerra contra los sarracenos, quienes fueron vencidos y valerosamente sacados de muchas plazas y fuertes de Castilla y Andalucía, nombrándole el rey Alonso, por sus relevantes virtudes y méritos, consejero suyo; con cuyos consejos y dictámenes se prosiguió la guerra hasta quedar del todo humillado el mahometano poder. A impulsos de los mismos deseos de morir por Cristo, volvió otra vez a Palestina, donde batalló con indecible intrepidez y esfuerzo contra el ejército de Conradino, hijo del gran soldán de Egipto y Babilonia, capital enemigo de la santa fe católica.

 



 

   Noticioso después Serapio de la nueva guerra que los reyes don Fernando de Castilla y D. Jaime el I de Aragón intentaron contra los moros, volvió otra vez a España; y aquí, considerando el Santo su partida de Inglaterra, atravesando mares, hollando tormentas, sufriendo desprecios, padeciendo trabajos y peregrinando tantas provincias de la Siria, Palestina, Egipto, Alemania, Italia Francia y España, y entendiendo que el preservarle Dios en tantos riesgos y peligros su vida, que tan ansiosamente había deseado sacrificarla en obsequio de la fe, y el dejarle asimismo libre de los cuidados paternos, y de bienes y honras del mundo, era una prueba de ser su divina voluntad que se retirase del siglo, y entrase en una Religión; con especial ilustración del cielo resolvió abrazar el instituto sagrado y caritativo de redimir cautivos en el Real Orden de la Virgen santísima de la Merced: a cuyo fin enterado de la gran santidad del glorioso san Pedro Nolasco, fundador de aquella, fué a él, pidiéndole con profunda humildad el hábito que vistió en la ciudad de Barcelona con demostraciones de singular alegría, y ternura grande de su corazón, de mano del mismo santo Patriarca. Pasó su noviciado bajo la dirección del V. P. Fr. Bernardo de Corbera, grande dechado de perfección; y concluido por Serapio el año de su probación, en que fue un señalado ejemplo de toda virtud y edificación, hizo la profesión solemne de los tres votos, de castidad, obediencia y pobreza, y el cuarto de quedarse en rehenes por los peligrosos cautivos, con inexplicable devoción y muy especial consuelo de su espíritu.

 

   El olor suave y fragante de las heroicas virtudes en que tanto resplandecía el Santo, hizo que la obediencia presto le destinase y ocupase en diferentes ministerios; y si bien los desempeñó todos, satisfaciendo enteramente a la confianza que de su experiencia y méritos se prometían sus prelados; pero donde parece que más principalmente se explayaron los fervorosos afectos de su amor y caridad, fue en el de recoger las limosnas para el rescate de los cristianos cautivos; pues de manera supo su gran paciencia, aplicación y afabilidad exponer con tal ternura a los fieles las miserias de aquellos pobres, que inclinándolos a piedad y conmiseración les socorrían con larga mano; y aumentándose en breve por este medio los caudales de la redención, era ocasión de que ellas fuesen más frecuentes y copiosas. Era muy grande su santo ejemplo, a cuya dirección y cuidado estuvo el riego de las nuevas y tiernas plantas de la Religión, y con su prudencia, vigilancia, humildad y mansedumbre crecieron y fructificaron tanto, que dieron tan copiosos y abundantes frutos de observancia, oración y santidad, que fueron esplendor hermoso de la Iglesia y ornamento precioso del paraíso.

 



 

   Infestaban de tal forma los mares y costas de Cataluña los moros de Mallorca, que sus habitantes no podían, sin riesgo y peligro evidente de ser presos y cautivos, navegar aquellos mares, ni gozar de alguna paz en sus casas y pueblos; y como para remedio de estos daños y de los continuos estragos que ejecutaban los moros contra los que rendían, inclinase Dios, siempre piadoso de nuestras aflicciones, el ánimo del invicto rey D. Jaime a la conquista de aquella isla; pasó Serapio con él a tan santa expedición, a la felicidad dé la cual fueron sin duda gran parle las humildes súplicas y ruegos fervorosos de Serapio para con Dios: el cual, apenas ganada Mallorca,  deseoso de propagar y dilatar su Religión en Inglaterra, Escocia e Irlanda, pasó a dichos reinos, padeciendo muchos trabajos e incomodidades en sus viajes; y en particular en este, en que siendo preso el navío en que iba por un capitán pirata, fue el Santo grandemente atropellado, de manera que, atado a un palo de fornidos nudos, le azotaron sin piedad alguna; y considerándole ya difunto, fue su cuerpo impíamente arrojado desnudo en un arenal en las costas de Inglaterra; pero dispuso la Providencia divina, que encontrado de unos pescadores, se compadeciesen de él, y cubriesen con una capa sus ensangrentadas carnes, y que llegando a Londres, su patria, fuese prontamente curado, y asistido con hábitos religiosos.

 

 

   Aunque Serapio, por su rara y profunda humildad, procuraba encubrir los preciosos quilates del oro de su mucha virtud, tanto más el Señor disponía que fuese a todos más patente: pues apenas llegado Serapio (como dijimos) a Londres, noticioso de su mucha santidad el rey de Escocia Alejandro, envió por él, para que procurase que un grande rebelde suyo y sus secuaces se redujesen a su obediencia y real servicio; y fue el Santo tan mal recibido de estos, que habiéndole rigorosamente azotado, le dijeron: Dirás a tu rey, que en tus espaldas hallará la respuesta: desacato, que sentido de él agriamente Alejando, juntó numeroso ejército, y los persiguió, hasta quedar vencidos, y tomar de ellos la debida satisfacción y venganza; y quiso Dios, para manifestar claramente la inocencia de Serapio, que el terreno en que derramó la sangre, habiendo sido antes seco é infecundo, quedase después milagrosamente florido, verde y abundante. Le escribió san Pedro Nolasco que se restituyese a España, a fin de sacar del poder del demonio a muchas mujeres cuya vida y tratos eran solamente la torpeza y sensualidad, como lo consiguió: por lo que irritados fuertemente con él los que vivían con ellas escandalosamente, le injuriaron, y diciéndole muchos baldones y dicterios le abofetearon; más la paciencia, constancia y mansedumbre con que en esta ocasión sufrió el Santo tan afrentosos oprobios fueron tales, que después de haberles concedido amorosamente el perdón que por su desatención y delito le pidieron, los redujo también a penitencia de sus culpas, y a que sirviesen en adelante al Señor.

 



   Hizo algunas redenciones, y entre estas una en Murcia con su compañero Fr. Pedro de Castellón, redimiendo noventa y ocho cautivos, y en todas fue indecible el incendio de su ardiente caridad que mostraba con los pobres esclavos que no podía redimir, pues a los que juzgaba más necesitados suministraba algún socorro con que pudiesen aliviar de algún modo sus trabajos; a los que no lo eran tanto los animaba a la tolerancia de sus penas y a la conformidad en ellas en el Señor, esperanzándoles la libertad en otra redención, para que así quedasen todos fortalecidos y constantes en la fe católica que profesaban; y a fin de conseguir por todos modos algún alivio a los cautivos, impedido de la compasión y amor que les tenia, se postraba rendido a los pies de los dueños de los mismos esclavos, y rogándolos con sus lágrimas, procuraba con palabras llenas de dulzura y caridad persuadirles alzasen la mano de su rigor contra los pobres y míseros esclavos, que fuesen tratados más blandamente; y era tanta la eficacia y virtud que en estas exhortaciones santas y rendimientos humildes infundía Dios en Serapio, que redujo aquellos corazones obstinados de los moros a que fuesen más compasivos, y no tan duros e inhumanos con los míseros cautivos, logrando estos quedar así en gran parte consolados.

 



 

   Otra redención hizo Serapio en Argel con Fr. Berengario de Bañeres, en la cual el glorioso san Ramón Nonatto, del mismo Real Orden, a quien comunicaba y profesaba Serapio muy estrecha amistad, le anunció, al tiempo de partir, su feliz y deseado martirio. Siendo en ella los redimidos ochenta y siete, y no pudiéndose redimir, por falla de dinero, a algunos cautivos puestos en evidente peligro de renegar, ni pudiendo tolerar el inextinguible fuego de su ardiente caridad, que ardía en su magnánimo pecho, de que aquellas pobrecillas almas, redimidas con el infinito precio de la sangre preciosísima del Salvador, fuesen torpe pasto y víctima a aquellos insolentes bárbaros, discurrió y practicó su grande amor el arbitrio y medio de quedarse en rehenes por ellas; y aquí fue donde enardecido del celo de la honra y gloria de Dios, y del bien y salvación de aquellos infieles, se opuso públicamente a la falsa y abominable seda de Mahoma: por lo que por mandato del bárbaro y tirano rey de Argel fue preso, y puesto en  una hedionda y oscura mazmorra, azotado con crueldad inaudita, y con la misma atado de pies, apaleado en el vientre, entregado después su llagado cuerpo a una dura y pesada cadena, manteniéndole con solo pan de perro y salvado; y viendo el rey la invicta constancia de Serapio, que ni el rigor de tantos y tan crueles tomentos como había padecido, ni las amenazas de los que intentaba ejecutar su furor con el Santo, pudiesen no solo rendirle, pero ni menos atemorizar aquel animoso y valiente corazón del soldado veterano de Cristo; por último resolvió rabioso y airado, que le fuese quitada la vida: á cuyo fin mandó sacarle a la plaza, donde viendo Serapio la aspa, o cruz, en que había de morir, lleno su corazón de un inalterable gozo e inexplicable júbilo, rindió gracias a Dios, en debido reconocimiento del singular beneficio de permitirle sacrificar, a imitación de su santísimo Hijo, la vida en la cruz, y exclamó: Ó dulce y precioso leño, perfecta imagen de aquel en que mi amado Jesús pendió, por ti espero subir a la bienaventuranza; y dichas estas palabras, pasaron a atormentarle cruelísimamente. Desgarraron poco a poco su ya desfigurado cuerpo con acerados garfios y peines de hierro: le introdujeron agudas cañas entre carne y uñas: le cortáron todas las coyunturas y artículos de pies, manos, brazos, piernas y rodillas, añadiendo por último el rigoroso tormento de la rueda o torno, con el cual a violencia de giros le sacaron las tripas, que miraculosamente salieron enteras, y después cortándole la cabeza dio el Santo su espíritu a su Creador el 14 de noviembre del año 1240; y antes del último aliento, dijo: Señor mío, yo os suplico que, por estos tormentos y dolores que gustoso por vuestro amor padezco, tengáis piedad de aquellos que se hallaren afligidos de algún dolor.

 



 

   Fueron innumerables los prodigios que por intercesión del santo Mártir obró Dios, ya en su vida, como después de muerto. Dos niños resucitó, viviendo: el uno en el navío en que el Santo pasaba a reino de Escocia, a quien su mismo padre, irritado por un descuido que cometió su hijo, le había muerto; otro en Irlanda, hijo de un caballero, quien, resucitado, dijo delante de todo el concurso: Una señora vestida de blanco, con corona de oro en la cabeza y una insignia en el pecho, al modo que la trae Serapio, me ha mandado volviese al mundo.

 



 

   En vista de cuyos prodigios, y por muchos siglos continuada veneración de los fieles al Santo, de las declaraciones y sentencias dadas y promulgadas por los Ordinarios de Gerona y Barcelona sobre su culto inmemorial año de 1718, y de las piadosas súplicas del católico monarca de las Españas Felipe Y (que de Dios goce), ruegos repetidos de diferentes eminentísimos cardenales, instancias continuas de los arzobispos y obispos de España, y peticiones humildes de toda la  Religión mercenaria; la santidad del papa Benedicto XIII con su bula dada en Roma a los 14 de abril de 1728 se dignó aprobar y confirmar dichas sentencias, y declaró el referido culto inmemorial del Santo.

 



AÑO CRISTIANO

POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).

Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.