sábado, 29 de abril de 2023

SAN PEDRO DE VERONA, PROTOMÁRTIR DOMINICO. —29 de abril.


   Nació como Pedro Rosini el 29 de Junio de 1205 en Como (Italia), de padres que profesaban la herejía albigense. A los siete años, fue enviado a la escuela en Lombardía, donde aprendió la Fe Católica y se convirtió a ella, a pesar de los halagos y amenazas de su familia. Un tío suyo le preguntó qué aprendía allí, y respondió: «El símbolo de la Fe Católica. Quien no crea esta primera verdad de la fe, no tendrá parte en la vida eterna»

 

   A los 16 años fue a estudiar Leyes en la Universidad de Bolonia, donde conoció al Angélico Padre Santo Domingo de Guzmán, y le pidió el hábito de su Orden. Ordenado sacerdote, predicó en Milán (donde fundó el convento de San Pedro del Camposanto) y Venecia, llegando a ser prior del convento de Asti y luego de Piacenza, dando gran ejemplo a sus hermanos religiosos. Catequizaba a los fieles, fundó cofradías para propagar la devoción del Santo Rosario, predicó contra herejes y malos católicos, obteniendo grandes conversiones (como Desiderio de Concorezzo, que rechazó en 1235 el libro “La cena secreta” de los herejes; o Raniero Sacconi, que en 1245 compiló una “Suma de herejías”) y obrando grandes milagros (una vez, predicando a pleno sol, hizo que una nube diera sombra al auditorio). En Florencia (donde también estuvo, como también en Génova, Roma y su natal Como) fue director espiritual de los Siete Santos Servitas.

 



   Cierto día, en su celda de Como se aparecieron Santa Inés, Santa Cecilia y Santa Catalina de Alejandría y platicaron con él. Los demás frailes, al oír la plática, pensaron que había violado la clausura introduciendo mujeres en el convento, por lo que el prior lo apresó en Ancona. Un día, San Pedro se quejó diciendo ante el Crucificado: «¡Qué he hecho yo, bien mío, para que me traten así!», y la respuesta no se hizo esperar: «¡Y yo, Pedro, qué hice para que me pusiesen aquí! Aprende de Mí a sufrir con alegría». Nunca más volvió a quejarse de nada, y en 1229 se reafirmó su inocencia y fue liberado, restablecido como predicador.

  

   Sus combates contra el demonio fueron de gran renombre: Un día mientras predicaba en Florencia, el demonio se le apareció en forma de caballo negro que corría desbocado para aplastarlo, y nuestro Santo le hizo la señal de la Cruz, desapareciendo en el acto (a San Vicente Ferrer le ocurrió algo parecido en Murcia). Y en la iglesia de San Eustorgio de Milán, desenmascaró con la Sagrada Forma a un demonio que se había disfrazado de una imagen de la Virgen María (episodio que Vicenzo Foppa hará pintar en la capilla Portinari).

  




     Celebraba con mucha devoción el Santo Sacrificio de la Misa (para el cual se preparaba no bebiendo vino y comiendo solamente un plato de verduras apenas cocinadas), y durante la Elevación, oraba diciendo: «Concédeme, Señor, que pueda morir por Ti, que por mí padeciste la muerte».

  

   En 1232, Gregorio IX le nombró Inquisidor general para Lombardía, y el 12 de Junio de 1251 a través de la bula “Miséricors et miserátor” Inocencio IV le confirmó como Gran Inquisidor de Lombardía junto a Viviano de Bérgamo, para contrarrestar al obispo albigense de Tolosa Bernard Marty, que se refugió en Cremona de la Cruzada que en su contra movió el rey de Francia.

 

   El Domingo de Ramos (31 de Marzo de 1252), San Pedro profetizó (aparte de la guerra en Lombardía por los alemanes, y que el castillo de Gaettado caería hasta sus cimientos y que los restos de dos obispos herejes serían quemados en la hoguera), su propia muerte, diciendo:

   «Sé con certeza que mi muerte ya ha sido decretada por los herejes, y que están preparando el dinero para ello. Que hagan lo que quieran, porque voy a luchar más contra ellos estando muerto que estando vivo».




   Así sucedió el Sábado Santo 6 de Abril: mientras se dirigía a Milán, aún aquejado de fiebres cuartanas, con el Beato Domingo para el juicio a un hereje (el domingo 7 terminaban las dos semanas de gracia), mientras cantaban la secuencia “Víctimæ Pascháli láudes”, fueron asaltados en el bosque de Barlassina por Pedro Carino de Balsamo, un mercenario que recibió 25 milaneses (40 libras) de plata del obispo hereje Daniel de Giussano (que posteriormente se convertiría al catolicismo y entraría a la orden dominica) y los nobles milaneses Stefano Confalonieri, Giacomo della Clusa, Manfredi Chrono y Guidotto Sachella, a los que San Pedro fustigaba por sus herejías, tropelías y desmanes. San Pedro recibió un hachazo en la cabeza y una puñalada en el pecho, mientras que su compañero (que le sobrevivió cinco días en Meda) recibió varias puñaladas de Manfredo Clitoro de Giussano (Albertino Porro, otro de los sicarios, se dio a la fuga antes del crimen). Antes de morir, San Pedro escribió con su sangre el Credo.

  

   Inocencio IV lo canonizó el 24 de Marzo de 1253 con la bula “Magnis et Crebris”, por los muchos milagros que sucedían en su tumba en la iglesia de San Eustorgio de Milán (primero fue sepultado en la iglesia de San Simpliciano). Pero el primero de ellos fue la conversión de su asesino: Estando en espera de su ejecución en la horca, Pedro Carino pidió a San Pedro Mártir le perdonara y le diera la libertad. Las puertas de la cárcel se abrieron y él se dirigió a Roma para que el Papa le absolviera (aunque el podestà de Milán, Oldrado de Tresseno, fue destituido tras ser acusado de complicidad). De camino a Forlí, cayó enfermo y siendo atendido por los monjes dominicos en el hospicio de San Sebastián, reveló quién era y lo que hizo, prometiéndole al Santo que si le otorgaba la salud, se haría monje. Dicho y hecho, tomó el hábito dominico e hizo penitencia en el convento de Santiago hasta su muerte en 1293, dirigido por el beato Santiago Salomoni de Venecia. Antes de morir, pidió que su cadáver fuera arrojado a la fosa común de los ajusticiados en la Plaza Santo Domingo, pero al obrarse tantos milagros, sus restos fueron trasladados al convento de Forlí diez años después. Pedro Carino fue beatificado en 1822.

     

   En el verano de 1253, en el Capítulo provincial dominico, el Arzobispo de Milán León de Perego hizo colocar al santo mártir en un sarcófago de mármol en la nave izquierda de la iglesia de San Eustorgio. No obstante, eso, los dominicos hicieron una colecta y en 1336 encargaron al escultor Giovanni Balduccio construir un monumento similar al de Santo Domingo en Bolonia. El encargo fue terminado en 1339, y el 4 de Junio del año siguiente, en ocasión del Capítulo General, sus restos fueron trasladados al arca monumental, y el cráneo fue trasladado a la capilla Portinari de la iglesia de San Eustorgio. Santa Catalina de Siena lo elogió así en sus Diálogos: «Él odió la herejía tanto que estuvo pronto a dejar la vida. Y mientras vivió, su cuidado continuo fue la de orar, predicar, disputar con los herejes y confesar, anunciando la verdad y propagando la fe sin temor alguno».


 

ORACIÓN (del Misal dominico)

   Concédenos te suplicamos, Dios Omnipotente, que podamos seguir prontamente y con devoción la fe de tu bienaventurado Mártir San Pedro, que por la propagación de esa misma Fe mereció obtener la palma del martirio. Por J. C. N. S. Amén.



viernes, 14 de abril de 2023

SAN TIBURCIO, VALERIANO Y MAXIMO, MÁRTIRES. —14 de abril.


 

   Era Valeriano un joven caballero romano que, cautivado de la extraordinaria hermosura y raro mérito de Cecilia, se declaró pretendiente de su mano, poniendo en práctica cuantos medios le sugirieron su amor y su pasión para merecerla por esposa.

 

   Asustaron a Cecilia las diligencias de Valeriano, porque siendo ocultamente cristiana, sin que lo hubiesen llegado a entender aun sus mismos padres, había consagrado a Dios su virginidad desde el día en que recibió el Bautismo. Mientras tanto se concluyó el tratado, y se señaló el día de la boda. En estos apurados términos recurrió Cecilia a la oración, al ayuno, al cilicio y a otras muchas penitencias, mereciendo que el Señor se rindiese a sus lágrimas, y oyese benignamente sus deseos. Se efectuó el matrimonio, y se celebró la boda con ostentación y regocijo; pero animada Cecilia de una viva confianza en la bondad del Señor y en el poder de su omnipotente brazo, hallándose sola con Valeriano, le habló de esta manera: —Yo tenía un secreto muy importante que comunicarte, con tal que me jures Fe a ninguno se lo has de revelar.

— Yo te lo juro, respondió Valeriano.

—Pues sábete, continuó la Santa, que tengo en mi compañía un Ángel del Señor, guarda fiel de mi virginidad; y lo mucho que te amo me obliga aprevenirte que si no me correspondieres con un amor puro y casto serás funesto despojo de su ira, pues te costará infaliblemente la vida cualquiera licencia o libertad menos honesta que quisieres usar conmigo.

 

   Á los principios enmudeció sorprendido Valeriano; pero volviendo en sí, y comenzando a hacer su efecto la gracia, la dijo: —Si quieres que te crea, hazme ver a ese Ángel que te guarda, porque mientras no debiere a mis ojos el desengaño, me persuadiré a que tienes puestos los tuyos en otro hombre con agravio de mi fineza y de mi honor.

— Harélo, respondió la Santa; pero antes es menester que te laves en cierto sagrado bañó, sin cuya diligencia no es posible ver al Ángel que me defiende. Creciendo más y más en Valeriano el ansia de ver al Ángel, le preguntó dónde estaba aquel misterioso baño, y qué diligencias debía practicar para ser admitido en él. —Ve, dijo Cecilia, hasta tres millas de aquí por la vía Apia, y encontrarás ciertos pobres a quienes yo tengo costumbre de dar limosna: llévales esta de mi parte, y pídeles que te conduzcan a donde está el santo viejo Urbano, el cual sabe el secreto del divino baño, te instruirá, y te pondrá en estado de que veas a mi Ángel.

 

   Partió al punto Valeriano: se vio con el santo papa Urbano, y quedó presto instruido en todo el misterio. Supo que Cecilia era cristiana, y que el sagrado baño, que le haría capaz de ver a los santos Ángeles, era el Bautismo de los Cristianos. Le pidió con instancia; y deteniéndole el santo Pontífice siete días para instruirle en los misterios de la fe, le administró el santo Bautismo, y le despachó a su casa.


   Apenas entró en ella, cuando se encaminó al cuarto de Cecilia, abrió la puerta, y vio que estaba en oración de rodillas con un Ángel a su lado, cuyo semblante era más resplandeciente que el sol, y tenía en su mano dos guirnaldas tejidas de rosas y azucenas de exquisita hermosura, que exhalaban una celestial fragancia. Dio el Ángel a cada uno de los dos su guirnalda, diciéndoles, al presentarlas, que era regalo del Esposo de las vírgenes, como prenda de la corona eterna que les disponía en el cielo; y dirigiendo después la palabra al neófito Valeriano, le dijo: —Pues has resuelto ser virgen como tu casta esposa, me ordena Dios te diga de su parte que le pidas lo que quisieres, porque está pronto a concedértelo. Al oír estas palabras se postró en tierra Valeriano, y exclamó diciendo: —¡Ah Señor! la gracia que os pido es la conversión de mi hermano Tiburcio, porque siempre nos hemos amado tiernamente los dos; y así haced que logre la misma dicha que yo. —No podías pedir cosa más agradable al Señor, respondió el Ángel, —que la conversión de tu hermano, y su Majestad te la ha concedido. Dicho esto, desapareció.

  

   No bien habían acabado su oración los dos esposos Valeriano y Cecilia, colmados de un gozo celestial, y rindiendo al Señor mil bendiciones de gracias, cuando entró Tiburcio en el cuarto, y sintiendo la fragancia, preguntó de dónde podía nacer aquel suavísimo olor de rosas y azucenas, no siendo tiempo de ellas: —A mí me debes ese gusto, respondió Valeriano sonriéndose: —ahora no percibes más que el olor; pero en tu mano está tener también una guirnalda de azucenas y de rosas como yo la tengo. Y echándole los brazos al cuello transportado de alegría, añadió: —Sábete que soy cristiano, y espero que presto lo serás tú también. Le contó después todo lo que le había pasado, y pidió a Cecilia que le explicase brevemente los misterios de nuestra Religión.

 

   Como la gracia obraba poderosamente en el alma de Tiburcio, abrió los ojos a la verdad, y exclamó diciendo: —Pues ¿qué es menester que yo haga? —Es menester, respondió la Santa, —que sin la menor dilación busques al santo pontífice Urbano para que te instruya, y recibas de su mano el santo Bautismo.

 

   No se puede explicar el gozo que recibió el santo Pontífice cuando vio a Tiburcio postrado a sus pies, pidiendo le hiciese cristiano. Era Tiburcio un joven de gallarda disposición, de nobles y muy despejadas potencias, de singular vivacidad, y de una intrepidez increíble. Le detuvo san Urbano algunos días en su compañía para catequizarle; y habiéndole después administrado el santo Bautismo, le volvió a enviar a su casa lleno de alegría, y tan abrasado en ardiente celo por la Religión, que ya todo su anhelo era dar la vida en defensa de ella.

 


   No fue estéril ni ociosa la conversión de los dos santos hermanos: los pobres sintieron presto su efecto, pues muchos se vieron libres de sus miserias con sus cuantiosas y caritativas limosnas. Pero su caridad y su misericordia se explicó principalmente, así en dar sepultura a los cuerpos de los santos Mártires que morían durante la persecución, como en consolar y alentar a los que estaban encarcelados en odio de la fe.

 

   No podía dejar de hacer gran ruido en la ciudad una virtud tan sobresaliente en personas de aquella edad, de aquel mérito, y de aquella calidad. Llegando a noticia de Almaquio, prefecto de Roma, y grande enemigo de los Cristianos, mandó comparecer ante su tribunal a los dos santos hermanos. Y habiéndose presentado:

—Admirado estoy, les dijo, que unos hombres de vuestra distinción se hayan mezclado con esos miserables Cristianos, aborrecidos y despreciados de toda la tierra. ¿Es decente a personas de vuestra calidad juntarse con esa canalla? Si queréis hacer bien, ¿faltarán pobres honrados en quienes expendáis vuestras limosnas?



   —Bien se conoce, señor, respondió Tiburcio, —que conocéis poco a los Cristianos. Solo el título de siervo del verdadero Dios, en la única religión verdadera, vale más que todas las riquezas y toda la nobleza. Hasta ahora no ha habido en el mundo pueblo tan discreto, nación tan prudente como la de los Cristianos. Ellos desprecian lo que parece algo a los ojos de los hombres, y en la sustancia es nada; y ellos estiman lo que parece nada a nuestros ojos, y es todo en la sustancia. — Y bien, replicó Almaquio, ¿qué viene a ser eso, que en sí es nada, aunque parece algo? —Este mundo, respondió Tiburcio, —que solo es una figura fugaz y pasajera; esas honras vanas de que se apacientan los mundanos; ese fantasmón de gloria, esa quimérica felicidad de esta vida, tras la cual tan ciegamente se corre.

—¿Y cuál es la otra cosa, le preguntó Almaquio, —que pareciendo nada a vuestra vista, en la realidad vale por todo?

—Es la vida eterna, respondió Tiburcio; — vida feliz para las almas justas, que no tiene fin, y aquella vida miserable para los pecadores, que jamás se acaba.

—¿Quién te enseñó todos esos sueños y delirios? le volvió a preguntar Almaquio.

—No los llames así, dijo Tiburcio; —llámalos verdades eternas, y te responderé que me las enseñó el Espíritu de mi Señor Jesucristo.

—¿Quién fue el que le llenó la cabeza de tantos disparates? insistió otra vez el Prefecto: —¿cuánto tiempo a que loqueas, que perdiste el juicio, y que diste en esas extravagancias?

—Con vuestra licencia, señor, respondió modestamente Tiburcio, —la locura y la extravagancia es adorar por Dios a una estatua de piedra o de madera: la extravagancia y la locura es preferir un puñado de días llenos de trabajos, cuidados y amarguras, a una felicidad llena y eterna. Cuando yo vivía ciegamente en el error en que vos estáis ahora, entonces sí que era verdaderamente loco y extravagante; pero después que mi Señor Jesucristo me abrió los ojos por su infinita misericordia, discurro con juicio, y hablo con prudencia.

—Según eso tu eres cristiano, replicó el Prefecto.

—Sí, señor, respondió Tiburcio, —esa dicha tengo, y me precio mucho de ella.

 

   Irritado Almaquio de unas respuestas tan firmes, tan animosas y tan prudentes, mandó arrestar a Tiburcio; y volviéndose a Valeriano, le dijo: —Ya ves que tu pobre hermano ha perdido la cabeza.

—Mucho os equivocáis, señor, respondió el Santo; —nunca le he visto con mayor juicio.

—Á lo que veo, replicó Almaquio, —tan loco estás tú como él: en mi vida he visto mayor extravagancia.

—No siempre hablaréis ni discurriréis de esa manera, respondió Valeriano; —algún día conoceréis, aunque tarde, que la mayor de todas las locuras era creer que unos hombres embusteros, malvados y deshonestos en vida se convirtiesen en dioses después de muertos. ¿Qué idea formáis de la Divinidad? ¿Puede imaginarse que hay más que un Dios quien no haya perdido el uso de la razón? ¿Hay en el mundo extravagancia más risible que esa multitud de dioses y de diosas?

 

   No sabiendo Almaquio qué responder, entró en una especie de furor; y sin respetar la ilustre calidad de los dos santos confesores, los mandó apalear tan cruelmente, que faltó poco para que espirasen en aquel suplicio. En medio de él se les oía exclamar llenos de fervorosa alegría: —Seáis, Señor, eternamente bendito por la gracia que nos hacéis de que derramemos nuestra sangre por Vos, que os dignasteis redimirnos derramando primero la vuestra.

 

   Llevaron después a los dos santos hermanos a la cárcel, cuando Tarquiniano, asesor del Prefecto, le representó que, si no quitaba presto la vida a aquellos dos caballeros, se aprovecharían del tiempo para repartir todos sus ricos bienes a los pobres, y nada se encontraría para el fisco. Le hizo fuerza este dictamen, y mandó que al punto fuesen llevados al templo de Júpiter para que le ofreciesen sacrificio, y, en caso de resistirse, que les quitasen la vida.

 

   Luego que se pronunció esta sentencia fueron entregados los dos santos Mártires a un ministro, llamado Máximo, para que los condujese al suplicio. Admirado Máximo de verlos tan alegres, les preguntó la causa de aquella extraordinaria alegría. Pues ¿no quieres, le respondieron los dos fervorosos hermanos, no quieres que no quepa el gozo en nuestros corazones, viéndonos ya en el término de esta triste vida, que propiamente es un miserable destierro, para dar principio a otra vida colmadamente feliz, que jamás se ha de acabar?

—Pues qué, replicó Máximo, ¿hay otra vida más que esta?

—Y como que la hay, respondió Tiburcio, —nuestra alma, que sola siente la alegría y la tristeza, es inmortal, y después de esta vida tan corta, tan llena de miserias y trabajos hay otra que no tiene fin. Esta es dichosa y feliz para los Cristianos que mueren santamente; y al contrario es eternamente desgraciada para los que no fueren cristianos.

 

   Penetrado Máximo de esta verdad, dijo a Tiburcio: —Pues a ese precio yo quiero ser cristiano; y desde luego hago voluntariamente sacrificio de esta mi corta y miserable vida.

— En esa suposición, le dijeron los dos Santos, —haz que se suspenda hasta mañana la ejecución de la sentencia; llévanos a tu casa, y esta noche recibirás el santo Bautismo, para que en el mismo punto de nuestra muerte veas por tus propios ojos un rayo dé la gloria que gozaremos. Se hizo todo así. Aquella noche concurrió secretamente a casa de Máximo la misma santa Cecilia, y con sus fervorosas exhortaciones excitó en todos aquellos nuevos cristianos más vivos y más encendidos deseos del martirio. Al día siguiente, en el mismo punto en que fueron degollados los dos santos Valeriano y Tiburcio, vio Máximo sus dos resplandecientes almas como dos luminosos astros, conducidas en manos de Ángeles a la gloria, de donde se desprendía un brillante resplandor que le deslumbraba. No pudiendo contenerse ni reprimir las lágrimas, prorrumpió en estas exclamaciones: —¡Oh generosos siervos del verdadero Dios! ¡oh qué dichosos sois! ¡oh quién pudiera comprender la gloria que gozáis, y yo estoy viendo con mis propios ojos! ¡oh si pudiera yo lograr la misma suerte que vosotros, ya que tengo la dicha de ser también cristiano! Á esta ruidosa conversión de Máximo, uno de los principales ministros del Prefecto, se siguió la de otros muchos cristianos, y presto fue premiada con la corona del martirio. Porque noticioso Almaquio de lo que pasaba, mandó que al punto fuese molido a palos con bastones gruesos y nudosos; lo que se ejecutó con tanta crueldad, que el santo Mártir espiró en aquel tormento.


   Sucedió el martirio de estos grandes Santos al principio del siglo III. Sus cuerpos fueron enterrados a cuatro millas de la ciudad, cerca del lugar donde fueron martirizados. Desde el siglo IV fueron venerados con público culto en toda la Iglesia. El año 740 el papa Gregorio III renovó su sepulcro, y hacia el fin del mismo siglo Adriano I mandó edificar en honra suya una iglesia. En el año de 821 fueron trasladados sus santos cuerpos a Roma, juntamente con el de santa Cecilia, por el papa Pascual, quien los colocó todos en una iglesia dedicada a esta santa virgen.

 

AÑO CRISTIANO

POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).

Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.


lunes, 10 de abril de 2023

SAN EZEQUIEL, PROFETA Y MÁRTIR. —10 de Abril.


 

 

   Ninguno antes que el venerable Reda insertó en su Martirologio la memoria y nombre del profeta Ezequiel en orden a su festividad en la Iglesia, cuyos vestigios siguieron después Floro, Adon, Rábano y otros. En el Martirologio romano se lee que fue muerto en Babilonia por el juez del pueblo hebreo, y sepultado en el sepulcro de Sem y Arfaxad.

 

   Si es oscura la profecía de Ezequiel por sus alegóricos é inescrutables misterios, no lo es menos la historia de su vida. Solo sabemos ciertamente lo que él mismo testifica en el principio de aquella; a saber, que fue hijo de Buzo, sacerdote de la ley antigua, existente entre los caldeos en tiempo que Jeremías profetizaba en Jerusalén, constándonos en orden a sus profecías o revelaciones que le habló el Señor cerca del rio Cobar o Éufrates, a los treinta años de su edad, cinco de la transmigración, o cautiverio del rey Joachín con el pueblo judío a Babilonia, tres mil cuatrocientos cuarenta de Ia creación del mundo, seiscientos trece antes de nuestra era, según los cálculos de Saliano, aunque otros computan de diferente manera. Pero, como se nota en el capítulo XXIX que fue el año veinte y siete de la transmigración, se infiere que a lo menos profetizó veinte y dos años, pues la duración cierta del tiempo que ejerció este ministerio es cosa oscura, como lo es su vida.

 

   El Padre san Jerónimo en el prefacio a este Profeta contesta la filiación dicha, y que principió a profetizar en el año quinto del cautiverio del rey Joachín en Babilonia; y añade, que sus admirables visiones comprensivas de muchos misterios las dijo, no en estilo sublime ni infinito, sino en un medio capaz de que las entendiese el pueblo, observando con sabia industria este método, a fin de que no pudiesen percibir los de Babilonia las reprensiones que hacía a los judíos, para que no les afligiesen más duramente. El mismo santo Doctor escribe que se significa por el nombre de Ezequiel la fortaleza de Dios, mediante a que predicaba al pueblo incrédulo y contumaz con mucho valor y espíritu, procediendo con igual valentía contra los profetas falsos que solicitaban seducir a los hebreos en el cautiverio, en contraposición de sus oráculos.

 

   El autor del libro de la vida y muerte de los Profetas y Santos del Antiguo y Nuevo Testamento escribe que fue la causa de su muerte el haber reprendido con celo vehemente las impías supersticiones de las tribus de Israel; y san Atanasio en el libro de la Encarnación del Verbo dice que padeció por su pueblo, porque les profetizaba las cosas futuras.

 

   En las sagradas Letras no nos consta cosa alguna acerca del lugar de su sepulcro; y aunque se dice fue en el que antiguamente se enterraron Sem y Arfaxad, progenitores de Abrahán, sospechan algunos críticos que esta asignación y otros milagros que se atribuyen a este Profeta han sido ficciones de los rabinos, supuesto que Daniel, Baruc, Esdras, Josefo y Filón, versados entre los caldeos, no escriben semejantes hechos.

 

AÑO CRISTIANO 

POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864). 

Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.