miércoles, 16 de febrero de 2022

SANTA JULIANA, VIRGEN Y MÁRTIR. —16 de febrero.


 

   En la ciudad de Nicomedia hubo un caballero que se llamaba Eleusio: era senador y muy principal, y amigo de los emperadores, y juntamente muy dado al culto de sus falsos dioses. Queriéndose este caballero casar, puso los ojos en una doncella hermosísima, honestísima y de virginales costumbres, que se llamaba Juliana, hija de Africano, persona muy ilustre, y no menos engañado que Eleusio en la adoración de los demonios. La madre de Juliana era mujer, que ni era bien gentil, ni bien cristiana; mas Juliana desde su niñez lo fue, porque contemplando el orden, concierto y variedad de las criaturas, con su buen entendimiento y luz del cielo vino a conocer que no había sino un Dios, criador de todas las cosas, y le comenzó a amar y desear servir, y se entretenía con él en su oración y lección de los libros buenos, y en visitar a menudo su santo templo. Pues como Eleusio pidiese por sus raras partes por mujer con muchas instancias a Juliana, y sus padres juzgasen que ganaban mucho con aquel casamiento, por la calidad y riquezas de Eleusio, vinieron en ello, y le concertaron muy contra la voluntad y gusto de su hija; la cual, por dar tiempo al tiempo, y tener alguna ocasión para salirse a fuera, dando mucha prisa Eleusio para que se celebrasen las bodas, le envió a decir que ella no se casaría si primero no alcanzaba del emperador la dignidad de prefecto, que era muy grande. Y aunque esta petición parecía nueva a Eleusio, por el encendido amor que le tenía y deseo de casarse con ella, no la desechó, antes procuró que se le diese el cargo de prefecto, y él le compró con gran suma de dinero, y avisó a Juliana que ya él había alcanzado lo que ella deseaba, y se podía casar con el prefecto. Entonces, viendo la santa que este color y achaque no bastaba para impedir el matrimonio, le respondió que ella era cristiana, y que no pensaba casarse, sino con un hombre que lo fuese; y así le rogaba que tomase la fe de Cristo, para que aquel casamiento fuese dichoso y bienaventurado, y los dos pudiesen vivir en una dulce unión y santa conformidad; porque de otra manera, siendo de dos diferentes religiones, con los cuerpos estarían juntos y con los corazones apartados. Se turbó en gran manera Eleusio con este recado, dio luego parte al padre de la santa virgen, y como ambos a dos eran paganos y ciegos, y enemigos de cristianos, no se puede creer el enojo y sentimiento que tuvieron contra Juliana. Le habló el padre primero con dulces y amorosas palabras, y con todo el artificio que el amor de padre y celo de su falsa religión le daban, y procuró atraerla a su voluntad, y que se casase con aquel caballero, y como esto no bastase, usó de espantos y amenazas, y al fin de azotes y golpes, cárcel y prisiones; y finalmente, viendo que perdía tiempo, porque Juliana siempre respondía que no se casaría con él si primero no era cristiano, la entregó a Eleusio para que la castigase e hiciese de ella a su voluntad.

 



 

   La mandó Eleusio traer, como prefecto, a su estrado, y aunque con la cólera estaba inflamado, cuando la vio delante de sí, maravillado de su extremada belleza, se reportó, y el fuego del amor comenzó a pelear con el fuego del enojo, y a reprimirle y sujetarle. Le dijo muy blandas y regaladas palabras, la exhortó a que le tomase por marido, y que, si ella quería ser cristiana, él no se lo estorbaría, y que él también se hiciera cristiano, si no temiera a los emperadores, y perder por ello la vida; y que mirase que él le aconsejaba, como padre y amigo, lo que le estaba bien; y que, si no lo hacía, lo pagaría con la vida, y acabaría con todos los tormentos que le pudiese dar. Todo esto no bastó para que la santa doncella, que ya estaba prevenida y confortada de su celestial esposo, se rindiese; antes cerrando los oídos a los silbos de aquella serpiente infernal, le respondió que no perdiese tiempo, porque, aunque la matase, quemase, despedazase y echase a las fieras, no haría mudanza en lo que había dicho. Entonces el prefecto, furioso por la saña, y como fuera de sí, la mandó cruelísimamente azotar con nervios, diciendo que aquellos azotes eran como principio de los tormentos que había de padecer. Pero ella le respondió que esperaba en Dios que le daría fuerzas para sufrir cualesquiera penas, y que él se cansaría antes en atormentarla que ella en ser atormentada. La mandó el juez colgar de los cabellos, y tenerla así colgada buena parte del día, de suerte que le arrancó el pellejo de la cabeza, y los ojos se le oscurecieron, y las cejas se le subieron a la frente; tras esto mandó quemarle los costados con planchas de hierro encendidas, y atadas las manos traspasarle los muslos con un hierro ardiendo, y de esta manera llevarla a la cárcel. Aquí la santa virgen, viendo despedazado su cuerpo, y hecho un retablo de llagas y de dolores, se volvió a su dulce esposo, y le suplicó que la favoreciese y la librase de aquellas penas, como había librado a Daniel de los leones, y a los tres mozos del horno de Babilonia, y a santa Tecla de las bestias y del fuego.

 



   Haciendo esta oración se le apareció el demonio en figura de un ángel del cielo, y le dijo que el prefecto había aparejado gravísimos y horribles tormentos para ella, y que Dios no quería que los padeciese, sino que en sacándola de la cárcel luego sacrificase. Y preguntándole ella quién era, le respondió que era ángel de Dios, y que él le enviaba para que no pasase tan atroces tormentos. Y como ella viese que aquel consejo no era de ángel de luz, sino de tinieblas, suplicó a nuestro Señor que le descubriese su voluntad, y quién era aquel que con máscara de ángel la quería engañar. Luego oyó una voz del cielo que la dijo: «Confía, Juliana, que yo soy contigo; echa mano y prende a ese que te habla, porque yo te doy potestad para ello, y de él sabrás quién es.»

 



   A la oración de la santa se siguió la voz del cielo, y a la voz el milagro, porque luego Juliana se halló libre de sus prisiones, y sana, y se levantó del suelo, y vio al demonio atado delante de sí, y prendiéndole y asiendo de él como de un esclavo fugitivo, le comenzó a examinar quién era, de dónde venía, y quién lo había enviado. Y el demonio, forzado de la virtud invisible del Señor, con ser padre de la mentira, confesó la verdad, y dijo que él era uno de los principales ministros de Satanás, que le había enviado, y el que había engañado a Eva, é incitado a Caín a la muerte de su hermano, y a Nabucodonosor a levantar la estatua, y a Herodes a la muerte de los niños inocentes, y a Judas a vender a su Maestro y después a ahorcarse, y a los judíos a apedrear a Esteban, y a Nerón a matar a Pedro y Pablo; y finalmente, el que había sacado de seso a Salomón con el amor loco de las mujeres. Todo esto dijo el demonio; y (si dijo verdad) bien se ve, que, aunque es león bravo y despedaza a los que se llegan a él y se fían de sus garras, para los humildes y desconfiados de sí y armados del espíritu de Jesucristo no tiene fuerza, pues una delicada doncella le pudo atar y vencer; porque después que la santa virgen le hubo oído, ató de nuevo al demonio y le dio muchos golpes, los cuales mostraba sentir aquella fiera bestia, y se quejaba gravemente, porque habiendo vencido a tantos era tratado tan vilmente de una, doncella; y se lamentaba de que Satanás le hubiese enviado, sabiendo que no podía resistir a la pureza de aquella virgen y a la fuerza de su sangre.

 



   Mandó el prefecto que si Juliana vivía se la trajesen delante, y ella vino trayendo tras sí el demonio atado, y pareció en los estrados del prefecto sana y entera, como si ninguna cosa hubiera pasado por ella, y con la misma hermosura que antes.




   Quedó atónito el cruel juez, y lo que era milagro y virtud de Dios lo atribuyó, como ciego, a hechizos y malas artes, y mandó encender un horno y echar en él a la santa virgen; y ella, mirando a su dulce esposo con ojos blandos y amorosos, derramando algunas lágrimas, le suplicó que la favoreciese en aquel trance; y luego el fuego se apagó, y con aquel nuevo milagro el pueblo que allí estaba se conmovió y comenzó a dar voces, y a decir que no había otro dios sino el Dios de Juliana, y se convirtieron quinientos hombres, a los cuales mandó luego allí matar el prefecto; y otras ciento y treinta mujeres también abrazaron nuestra santa religión, y no quisieron ser inferiores a los hombres. 





   Todo esto era inflamar más el corazón del prefecto, el cual mandó echar a la virgen en una gran caldera que hervía; más en ella la santa halló refrigerio y alivio, y saliendo, por virtud divina, aquel licor hirviendo, dio en los ministros de justicia y en los otros gentiles que allí estaban, y les quitó la vida. Cuando esto vio el prefecto, no sabiendo más qué hacer, dio sentencia que la cortasen la cabeza. Llevando la virgen al suplicio, el demonio iba tras ella, incitando a los verdugos que la matasen por verse libre de sus manos; y la santa virgen le miró con un aspecto severo y terrible, y el demonio comenzó a temblar (¡oh potencia de la cruz de Cristo!), temiendo que de nuevo no le atormentase; y con esto desapareció, y Juliana con grande alegría y regocijo de su alma hizo oración al Señor, e inclinó su cuello a la espada; y así acabó y subió su purísimo espíritu al cielo, para ser coronado con dos gloriosas coronas, de virgen y mártir.

 




   Después una buena mujer, que iba a Roma, llamada Sofía, pasando por Nicomedia, tomó sus sagradas reliquias, y edificó una iglesia y las colocó en ella; y el malvado Eleusio, prefecto, después fue castigado por la mano del muy Alto, y pagó aún acá en esta vida la culpa de su crueldad; porque navegando por el mar, la nave en que iba, con una gran tempestad pereció, y todos los que iban en ella se ahogaron, y sólo él, para mayor miseria, fue echado de las olas en un lugar desierto para que fuese manjar de las fieras.

 



 

   Murió esta santa virgen de edad de diez y ocho años, a los 290 del Señor, imperando Diocleciano y Maximiano. Escribió su vida Metafrastes, y tráela Surio en su primer tomo. Hacen de ella mención el Martirologio romano, el de Beda, Usuardo y Adón, y ponen su traslación a los 16 de febrero, y el cardenal Baronio en sus Anotaciones, y en el tercer tomo de sus Anales; los griegos en su Menologio, a los 21 de diciembre; y san Gregorio papa, escribiendo a Fortunato, obispo de Nápoles, hace mención de sus reliquias en las epístolas ochenta y cuatro y cinco del séptimo libro.

 

 (P. Ribadeneira.)


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