miércoles, 28 de diciembre de 2022

LOS SANTOS INOCENTES MÁRTIRES (siglo I). 28 de diciembre.


 


   Por tres motivos llamamos Inocentes a los niños betlemitas que fueron víctimas de la crueldad de Herodes. Lo primero porque no conocieron la corrupción de la tierra; en segundo lugar porque fue vertida su sangre injustamente y sin que hubiera culpa alguna de su parte, y también porque su martirio, sufrido por causa de Jesucristo, les confirió la inocencia bautismal, es decir, los limpió de mancha original. 


   La degollación de los Santos Inocentes es uno de los sucesos que juntamente con la adoración de los Reyes y la huida a Egipto, siguieron al nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, y cuyo relato es asunto o materia del segundo capítulo del Evangelio de San Mateo.


   Dice el texto sagrado: «Habiendo nacido Jesús en Belén de Judá, reinando Herodes, he aquí que unos Magos, llegados del Oriente a Jerusalén, preguntaban: « ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque nosotros hemos visto en Oriente su estrella y venimos para adorarle.» Al oír esto el rey Herodes, se turbó, y con él toda Jerusalén. Y, convocando a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les preguntaba en dónde había de nacer el Cristo o Mesías. A lo cual respondieron: «En Belén de Judá; que así está escrito en el Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti saldrá el caudillo que rija mi pueblo de Israel.»








LA SAGRADA FAMILIA EN ESCENA




   Entonces Herodes, llamando en secreto, o a solas, a los Magos, averiguó cuidadosamente de ellos el tiempo en que la estrella les había aparecido; y encaminándolos a Belén, les dijo: «Id, e informaos puntualmente acerca de ese niño; y, en habiéndole hallado, dadme aviso, para ir yo también a adorarle.» Luego que oyeron la respuesta del rey, partieron; y he aquí que la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta que, al llegar sobre el sitio en que estaba el Niño, se paró. A la vista de la estrella se regocijaron por extremo. Y, entrando en la casa, hallaron al Niño con María, su Madre, y postrándose le adoraron; y, abiertos sus cofres, le ofrecieron presentes de oro, incienso y mirra. Y, habiendo recibido en sueños un aviso del cielo para que no volviesen a Herodes, regresaron a su país por otro camino. 







   Después  que ellos partieron, un ángel del Señor apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al Niño y a su Madre, y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise; porque Herodes ha de buscar al Niño para matarle.» Se levantó José, tomó al Niño y a su Madre, de noche, y se retiró a Egipto, donde se mantuvo hasta la muerte de Herodes; de suerte que se cumplió lo que había dicho el Señor por boca del Profeta: «Llamé de Egipto a mi Hijo.» 








   Entretanto Herodes, viéndose burlado de los Magos, irritóse sobremanera, y mandó matar a todos los niños que había en Belén y en toda su comarca, de dos años abajo, conforme al tiempo de la aparición de la estrella que había averiguado de los Magos. 






   Entonces se cumplió lo que predijo el profeta Jeremías cuando dijera: «Una voz se oyó en Ramá, muchos lloros y alaridos: es Raquel, que llora a sus hijos sin querer consolarse, porque ya no existen.»



   Muerto Herodes, un ángel del Señor apareció en sueños a José, en Egipto, y le dijo: «Levántate, toma al Niño y a su Madre, y vete a la tierra de Israel; porque ya han muerto los que atentaban a la vida del Niño.»  Se levantó José, tomó al Niño y a su Madre, y vino a tierra de Israel. Mas, oyendo que Arquelao reinaba en Judea, en lugar de su padre Herodes, temió ir allá; y, avisado en sueños, se retiró al país de Galilea, y vino a morar en una ciudad llamada Nazaret, para que se cumpliera lo que dijeron los profetas: «Será llamado «Nazareno».





VERACIDAD DE ESTE RELATO




   San Mateo es el único evangelista que refiere estos sucesos; los demás no hacen alusión alguna, ni siquiera el mismo San Lucas con ser tan detallista sobre la infancia del Salvador. Los historiadores antiguos, y en particular Josefo, que cuenta muy por menudo la vida de Herodes, tampoco hacen mención de este inhumano degüello. Este silencio ha llevado a muchos exegetas racionalistas a negar o a discutir la veracidad del relato evangélico, y a tildarlo de leyenda o de cuento oriental hábilmente concordado con las profecías. 


   Desconciértanos con razón la inaudita crueldad de Herodes, mas no nos extraña; la conducta del feroz tirano coincide, en este drama sangriento, en esta degollación de inocentes, con lo que nos dice la Historia de su astucia y perfidia, de su desprecio de la vida ajena, de su política insidiosa y de su ambición insaciable. No ignoraba las esperanzas mesiánicas de los judíos; sabía por los doctores de la Ley que las setenta semanas de años predichas por Daniel tocaban a su fin, y que era general la convicción de que nacería pronto el Mesías prometido, el Redentor de Israel, el Rey incomparable y poderosísimo, que, según creían los judíos y por consiguiente Herodes, había de restaurar el reino de David y darle un esplendor nunca conocido.




EL SILENCIO DE LOS HISTORIADORES




   Refiere Josefo un suceso muy parecido al de la matanza de los Santos Inocentes; dice que aquel tirano mandó fuesen muertos cuantos de su corte se habían declarado partidarios de los fariseos cuando éstos anunciaban que cesaría el gobierno de Herodes, y que su descendencia sería destronada y sustituida por otra dinastía. A tales extremos de odio le llevó la pasión de dominar que, por unas sospechas, no perdonó ni a los miembros de su propia familia; cinco días antes de su muerte ordenó que también su rebelde hijo Antipater fuese ejecutado.


   Cuenta Macrobio que, habiendo tenido noticias el emperador Augusto de la matanza que Herodes, rey de los judíos, decretara en Siria contra los niños menores de dos años, incluso su propio hijo, exclamó diciendo: «En la casa de Herodes mejor es ser puerco que hijo»; dando a entender con esto que por ser judío no mataría el cerdo, porque la Ley le prohibía comerlo, pero que por ser cruel había matado al hijo. Muy sospechoso es este dicho del César, porque Herodes no tenía en aquel entonces hijos de tan poca edad, con todo, recogemos la anécdota porque demuestra que en la antigüedad se relacionaba la degollación de los Santos Inocentes con la muerte violenta y criminal de un hijo del tirano coronado.


   El silencio de los historiadores contemporáneos respecto a este controvertido asunto tiene, por otra parte, fácil explicación: el registro de pormenores sólo interesaba cuando ellos se referían a datos de cierto alcance; la muerte de unos cuantos niños a manos de un tiranuelo y en un rincón de Judea, no pasaba de ser un acontecimiento insignificante.




FECHA DE LA DEGOLLACIÓN



   Se sabe que Cristo, Señor nuestro, nació, en cuanto hombre, a fines del reinado de Herodes, y es lo más probable que fuera el último año. Murió el tirano en la primavera del 750 de Roma, poco antes de la Pascua; los sucesos acaecidos desde entonces hasta la vuelta de Egipto se realizaron en corto tiempo; sin embargo, no parece posible poder encuadrarlos dentro de los cuarenta días que transcurrieron desde el nacimiento hasta la presentación del Niño en el Templo. 


   San Agustín pone — como es muy natural— la huida a Egipto después de la Presentación. También fueron posteriores, por consiguiente, la adoración de los Magos y la degollación de los niños de Belén; de otro modo parece casi imposible la Presentación, porque ya de por sí es difícil explicar el hecho de que el desconfiadísimo monarca, que tanto extremaba la vigilancia, no mandase esbirros con los Magos o en su seguimiento.


   En opinión de autores antiguos, como Eusebio, San Epifanio, Teodoro de Mopsuesto, Hipólito de Tebas y otros, la Sagrada Familia habría prolongado su estancia en Belén, y los Magos habrían llegado cerca de dos años después del nacimiento de Jesús; pero es mucho más probable que el Niño sólo tuviese unos pocos meses.





   Sea de ello lo que fuere, los Magos, en vez de ir a dar informes a Herodes, «volvieron a su país por otro camino», según aviso del ángel. En pocas horas podían llegar al alto Jordán — cruzando por el desierto— y pasar de allí al país de los nabateos; más fácil aún les era dar la vuelta por el sur del mar Muerto o cruzarlo en barca. Esta manera de eludir la invitación de Herodes era sencillamente burlarse de él. Poco tardó el astuto rey en mandar mensajeros que le trajesen informes acerca de aquellos opulentos extranjeros, pero cuando llegaron a Belén, los Magos habían desaparecido ya. Ciertamente sabía todo Belén en qué casa habían entrado los Magos: pero ya no estaba allí la Sagrada Familia. Muy lejos no estaría; mas el despechado rey, en vez de ordenar hacer pesquisas, decretó la matanza de todos los niños varones de Belén y su comarca, menores de dos años.




NÚMERO DE VÍCTIMAS. — SU GLORIA




   ¿Por qué incluyó Herodes en la matanza a los niños de dos años abajo?


Si hacía dos años que la estrella había aparecido, inútil era matar a los de menor edad; si hacía pocos meses, ¿por qué englobó a los de dos años? No quiso el impío rey quedarse corto en negocio tan importante para él. Cierto que conocía el tiempo en que la estrella se había aparecido a los Magos, pero no sabía cuánto tiempo antes que la viesen había nacido el futuro rey. Por eso, ciego de furor, y para asegurarse más — como también para apartar el siniestro presagio de desgracia doméstica, que según él anunciaba aquel mensajero cósmico—, juzgó que convenía pasar a cuchillo a todos los niños que en aquellos dos años hubiesen nacido; y no sólo alargó el tiempo señalado por los Magos, sí que también extendió el lugar, incluyendo todos los pueblos y aldeas de la comarca de Belén.

   Acerca del número de las víctimas inocentes del crudelísimo rey, nada dice el escritor sagrado, y sólo puede saberse por cálculos aproximados. La liturgia etiópica y el menologio griego adoptan con muy extremada exageración el número de ciento cuarenta y cuatro mil, pero es por falsa interpretación del texto apocalíptico que se lee en la epístola de la misa de los Santos Inocentes y, en el breviario, el 28 de diciembre. Igualmente cayeron en la exageración algunos autores eclesiásticos al afirmar que Herodes hizo degollar a todos los niños de Belén y sus contornos.


   En aquel entonces tendría Belén, a lo más, unas dos mil almas; contando que por término medio se registran anualmente unos treinta nacimientos por cada mil habitantes y suponiendo que la mitad sean niñas, quedan quince niños; y descontando los que mueren — en número relativamente crecido, se reducen éstos a siete u ocho, lo que da, para dos años y por mil un contingente de catorce a dieciséis varones, o a lo más veinte; por consiguiente podemos contar entre treinta y cuarenta los que cayeron muertos al filo de las espadas de los fieros sicarios de Herodes en la horrible matanza.





DÍAS DE LUTO Y DÍA DE GLORIA



   Se ignora el género de muerte que sufrieron estos bienaventurados. Lo que pasó en aquella cruel jornada no lo puntualiza San Mateo, pero lo dice la imaginación de los hagiógrafos, predicadores y artistas que pintan la ferocidad de los soldados, los alaridos de las madres, y el terror y los gritos de las tiernas criaturas. Se puede creer, con San Vicente Ferrer, que Herodes se daría traza para juntarlos con maña en algún salón o plaza pública, con la promesa de algún premio a las madres que los llevasen; las cuales, ciertamente, estarían muy lejos de pensar que iban a entregarlos a los verdugos. 


   Lo que no deja de referir el historiador sagrado, con palabras emocionantes, son los lamentos y súplicas de las atribuladas madres, en cuyo dolor ve San Mateo cumplido lo que profetizara Jeremías cuando la toma de Jerusalén por los caldeos. Los cautivos judíos que mandaban a Babilonia fueron juntados en Ramá, de la tribu de Benjamín, población situada a dos horas de camino al norte de la ciudad santa. En trance tan doloroso, expresa el Profeta la aflicción del pueblo de Dios con una admirable comparación. Supone que Raquel, madre de Benjamín, sale en aquel instante de su tumba, en los contornos de Belén, y llora a sus descendientes con tan grandes y tan sentidos lamentos que se oyen en Ramá. Así lloraron las madres de estos inocentes corderillos sobre los sagrados despojos. 


   Descríbenos la Iglesia la gloria y la dicha de que gozan los Santos Inocentes en el cielo con las mismas palabras con que refiere San Juan su visión de aquellos ciento cuarenta y cuatro mil vírgenes que siguen por todas partes al místico Cordero. A tan gloriosísima y escogida falange pertenecen éstos que fueron flores y primicias de los mártires que, sin haber conocido la corrupción de la tierra, fueron lavados en la sangre del divino Cordero.





RELIQUIAS Y CULTO











   Desde los primeros días de la Iglesia profesan los cristianos un verdadero culto y gran devoción a los Santos Inocentes; en todas partes ha habido desde muy antiguo ansias por tener reliquias de estos simpáticos cortesanos del Rey de los Cielos. Muchas son las iglesias que se glorían de ser particioneras de tan rico tesoro.


   En Belén, no lejos de la cueva del Nacimiento, se halla una capilla dedicada a los inocentes mártires del Divino Niño; muy justo y razonable es que así sean honrados cerquita de la cuna del que fue ocasión de su muerte, amén de que — según rezan las tradiciones— fue aquel mismo el lugar de sepultura de sus cuerpos mutilados.


   En Roma reciben culto especial en la basílica de San Pablo extramuros, y en la iglesia de los Agonizates. En la primera se guardan varios cuerpecitos y en ella hay estación el 28 de diciembre, en que se conmemora su fiesta. En dicho día los Padres Benedictinos exponen a la pública veneración el santo Cristo milagroso que habló a Santa Brígida.


   Desde muy remota antigüedad, viene honrando la Iglesia con culto especial a los Santos Inocentes convertidos en hermanos de los ángeles. Celebrábase ya su fiesta en el siglo II, y de ello da testimonio una homilía que se atribuye a Orígenes, en la cual se hace de estos bienaventurados una expresiva mención. San Ireneo, San Cipriano y San Hilario hablan de ella. Se atribuyen a San Agustín dos panegíricos que habría predicado el día de la octava, lo que prueba que ésta existía ya en su tiempo. El oficio de la fiesta, compuesto muy probablemente por San Gregorio Magno, se celebró con rito semidoble hasta que San Pío V lo elevó a rito doble.


   Se complace la Iglesia en presentarnos la degollación de estas santas víctimas como una prueba irrecusable de la realeza de Jesucristo; pues si Herodes ve a un rival en ese niño de Belén y lo persigue con tanta saña es porque cree en la palabra de los Magos y la de los príncipes de los sacerdotes que le aseguran que en Belén de Judá ha nacido el caudillo que ha de regir a Israel. Ciertamente no se pudo dar pregón más sonoro ni más eficaz, para declarar por todo el mundo que había venido del cielo un nuevo «Rey de los judíos», que el publicarse y saberse que el rey Herodes, por temor de este Rey recién nacido y de perder su reino, había usado de una crueldad tan extraña y tan fiera.


   En el himno de Vísperas de la Epifanía increpa la Iglesia al impío monarca diciendo: « ¿Qué temes, cruel Herodes, de un Dios que viene a reinar? No arrebata cetros mortales y caducos, quien a dar viene tronos celestiales». A ese Dios Rey «confiesan con su muerte los Inocentes», prosigue Orígenes; y en el tercer nocturno de Maitines se dice que «su pasión fue exaltación de Cristo». La alabanza que a Dios tributan es confusión para los enemigos de Cristo, los cuales no sólo no lograron lo que pretendían, sino que fueron instrumentos de que se valió Dios para dar cumplimiento a las profecías.


  En atención a las madres «que lloran a sus hijos, sin querer consolarse, porque ya no existen», la Iglesia viste el día de la fiesta (28 de diciembre) ornamentos morados y suprime el Gloria in excelsis y el Alleluia; pero el día de la octava usa ornamentos rojos para recordar que conquistaron eterno galardón sufriendo la muerte por Cristo.


   El inspirado himno que en honra de estos Santos Mártires canta la Iglesia en las Vísperas del día, es debido al insigne vate zaragozano Prudencio (348-413). Dice así:


   « ¡Salve, flores de los Mártires! Vosotros a quienes, apenas nacidos, arrebató el perseguidor de Cristo como el huracán a las rosas nacientes. Vosotros, ¡oh tierno rebaño!, las primeras víctimas inmoladas a Jesús; bajo el altar, adornados con vuestro candor, jugáis con vuestras palmas y vuestras coronas».



   La fiesta de los Santos Inocentes daba ocasión en los tiempos medievales a ceremonias infantiles; pero, por haber degenerado en abusos, fueron más tarde suprimidas. Muy celebrada era también en los colegios de la infancia, y esta piadosa costumbre se conserva aún en algunas partes, donde, para regocijo y enseñanza de los alumnos, se invierten las condiciones sociales y las categorías académicas, pasando los párvulos al lugar de los más antiguos y aventajados, y los inferiores a ocupar el puesto de los superiores, consiguiéndose de este modo que los súbditos aprendan a amar a los mayores, y éstos recuerden a su vez que a los ojos de Dios no estriba la verdadera grandeza que pregona el mundo, sino en la inocencia y la humildad.

   



EL SANTO
DE CADA DIA
P O R
EDELVIVES


martes, 22 de noviembre de 2022

SANTA CECILIA VIRGEN Y MARTIR. (+ Aproximadamente Hacia el año 180) — DIA 22 DE NOVIEMBRE.

 






—Virgen y mártir purísima


—Patrona de músicos y cantores

 



   Según el Líber pontificalis y el Martirologio romano, el martirio de Santa Cecilia acaecería hacia el año 230, durante el gobierno del emperador Alejandro Severo y siendo papa Urbano I. Sin embargo, como consecuencia de los descubrimientos llevados a feliz término por Juan Bautista de Rossi, la arqueología moderna nos dice que Santa Cecilia alcanzó la palma del martirio reinando Marco Aurelio y durante el pontificado de San Eleuterio, es decir, entre los años 177 y 180. El pontífice Urbano, tan nombrado en la vida de la Santa, era por entonces obispo auxiliar del mismo Papa.

 

   Urbano habitaba en una cripta o gruta debajo de un templo de los ídolos, a las puertas de Roma, no lejos del sepulcro de Cecilia Metela, donde los fieles, que veían llegar una nueva persecución, acudían a oír las exhortaciones del Pontífice y acompañar a los neófitos. Mientras duraban estas reuniones y entretanto se celebraban las ceremonias religiosas, solían cubrir los caminos, de trecho en trecho, algunos cristianos disfrazados de mendigos. Su misión consistía en guiar a los creyentes forasteros y en avisar a los reunidos, o a los que llegaban, caso de existir alguna amenaza.

 

 

 

LA JOVEN PATRICIA

 

 

   Entre los muchos que participaban de aquella arriesgada romería, llamaba la atención una tierna doncella, de nombre Cecilia, descendiente ilustre de los Metelos romanos. Sus virtudes eminentes hacían la aún más admirable por el riesgo que suponía entonces la persecución.

 

   El martirio era en aquella época el fin probable e inminente de los cristianos. Cecilia lo sabía y de todo corazón se alegraba de ello. Mientras esperaba el llamamiento de Cristo, vivía íntimamente unida a Él y oraba sin cesar. Para asegurarse más la codiciada dicha de derramar su sangre por Jesucristo, le consagró su virginidad.

 

   Correspondiendo a esta generosa entrega, el Señor le hizo gozar de la vista de su ángel custodio y le dio a entender que aceptaba su ofrenda y guardaría su virginidad. Sin embargo, la prometieron sus padres a Valeriano, joven noble y de bellísimas prendas, que la amaba apasionadamente, pero que no era cristiano. Cecilia profesaba a Valeriano cariño de hermana y deseaba ganarle para Dios. Decidida a ello, se preparó para el combate. Bajo su vestido, bordado de oro y seda, llevaba ya un cilicio; aumentó entonces sus ayunos y oraciones y, por fin, movida por la gracia interior, prometió su mano. Se celebraron las bodas según el rito pagano y aunque probablemente se prescindió de algunos ritos supersticiosos, es de suponer que se cumplirían las demás ceremonias. Así, le presentarían agua, símbolo de la pureza que debe adornar a la esposa; le entregarían una llave, emblema de la administración confiada a su cuidado; la harían sentar un momento sobre un vellón, alegoría de los trabajos domésticos, y durante el banquete oiría cantar el epitalamio. Cecilia cantaría también, pero desde lo íntimo de su corazón y a sólo Dios.


 


 

CONVERSIÓN DE VALERIANO

 

 

   Cuando por fin se hallaron solos los dos esposos, Cecilia, fortalecida con la virtud del cielo, habló así a su marido:

 

   —Mi queridísimo Valeriano, tengo un secreto que confiarte; júrame que lo sabrás respetar.

 

   Hízolo así Valeriano, y añadió Cecilia:

 

   —Escucha: un ángel de Dios vela por mí, porque pertenezco a Jesucristo. Si mi ángel ve que no me amas con amor santo, me defenderá y morirás; pero si respetas mi virginidad, te amará con el mismo amor que a mí y obtendrás también su gracia y protección.

 

   Valeriano, turbado, contestó:

   —Si quieres que crea en tus palabras, hazme ver ese ángel de Dios y entonces haré lo que me aconsejas; pero, ten en cuenta que si se trata de otro hombre a quien tú amas, os mataré a ti y a él.

 

   Replicó Cecilia:

   —Si consientes en ser purificado en la fuente que mana eternamente, si quieres creer en el Dios único y verdadero que reina en los cielos, podrás ver al ángel que vela por mí.

 

   — ¿Quién —repuso Valeriano— me purificará, para poder merecer tan extraordinario favor?

 

   —Hay un anciano —replicó Cecilia— que purifica a los hombres. Toma por la vía Apia hasta el tercer miliario; allí encontrarás algunos pobres que piden limosna a los transeúntes; yo siempre los he socorrido y ellos saben mi secreto. Los saludarás de mi parte y les dirás: Cecilia me envía al santo anciano Urbano para transmitirle un mensaje secreto. Cuando estés en presencia del anciano, le dirás nuestra conversación; él te purificará y te revestirá con nuevo traje. A tu regreso verás, en este mismo sitio donde estamos, al ángel santo, el cual se hará también tu amigo y te concederá muy gustosamente cuanto quieras pedirle.

 

   Llegó Valeriano hasta el Pontífice. Éste, después de haber escuchado su mensaje, exclamó con santo entusiasmo:

   —Señor Jesús, sembrador de castas resoluciones, recibid el fruto de la semilla que habéis depositado en el corazón de Cecilia. Jesús, buen pastor, ¡bien servido habéis sido por vuestra elocuente oveja! Este esposo que ella había recibido era parecido a indómito león y en un instante le ha convertido en manso cordero. ¡Aquí le tenéis! ¡Abrid, Señor, la puerta de su corazón a vuestras santas palabras, y haced que conozca que sois su Criador y que renuncie al demonio!

 

   Mientras Urbano permanecía en oración, otro anciano de muy venerable aspecto, recubierto de vestiduras más blancas que la nieve, apareció allí con un libro de letras de oro. San Pablo —que tal era el noble anciano— presentó su libro al joven y le dijo:

    —Lee y cree, para que merezcas contemplar al ángel según te lo ha prometido la virgen Cecilia.

 

   Valeriano leyó estas palabras: Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; un solo Dios, Padre de todas las cosas, que está sobre todo lo creado y en cada uno de nosotros.

 

   El anciano añadió:

   — ¿Crees que es así?  

 

   Y Valeriano contestó con espontáneo acto de fe:

   —No hay nada más verdadero debajo del cielo.

 

   El santo Apóstol desapareció en seguida.

 

 

SAN VALERIANO

 


 

GOZOSA APARICIÓN

 

 

   Cecilia había quedado orando en el cuarto nupcial. Cuando vio entrar a Valeriano con la túnica blanca de los neófitos, conoció en seguida que la causa de Dios había triunfado. Valeriano, a su vez, hubo de reconocer la fidelidad de Cecilia, a cuyo lado vio a un ángel hermosísimo que tenía en las manos dos coronas de rosas y azucenas.

 

   El ángel puso una corona en la cabeza de Cecilia y la otra en la de Valeriano y les dijo:

   —Os traigo estas flores de los jardines del cielo. Conservadlas guardando vuestra pureza; son inmortales y nunca se marchitarán ni perderán su perfume; pero no las verán más que los que sean puros como vosotros. Y ahora, ¡oh Valeriano!, pues te has conformado con el voto de castidad de Cecilia, Jesucristo, Hijo de Dios vivo, me envía a ti para recibir cuantas peticiones tuvieres que hacerle.

 

   Después de un momento de natural estupor, se postró el santo mancebo y respondió al ángel:

   —La dicha y consuelo de mi vida es la amistad de Tiburcio, mi único hermano. Ahora que yo me encuentro a salvo, me parecería cruel dejarle a él expuesto al peligro. Así, pues, todos mis deseos se reducen a uno solo: conseguir de mi Señor Jesucristo que libre a mi hermano Tiburcio como me ha librado a mí, y que nos haga perfectos en la confesión de su nombre y en la fidelidad a su amor.

 


 

   Amanecía cuando Tiburcio entró en el aposento. Se acercó a Cecilia como a su hermana, la saludó con ósculo fraternal, y exclamó:

   — ¿De dónde viene en esta estación ese perfume de rosas y azucenas que me embriaga y parece como que renueva todo mi ser?

 

   — ¡Oh Tiburcio! —Dijo Valeriano—, es porque Cecilia y yo llevamos dos coronas que tú no puedes ver todavía. Ellas son las que perfuman el ambiente. Si deseas creer, las verás.

 

   Con el fervor de un neófito, empezó Valeriano a instruir a su hermano, mientras le animaba a renunciar a los ídolos y a convertirse al verdadero Dios. Pero Tiburcio no comprendía bien lo que quería decirle, pues sólo por mera costumbre había seguido el culto público, sin darle más cuidado el conocer a sus dioses que el conocer a Jesús. En esto intervino Cecilia y le mostró la bajeza del culto de los ídolos.

   «¡Sí —exclamó Tiburcio—, así es!» Cecilia, enajenada por aquella sinceridad, exclamó mientras le abrazaba: «Ahora sí que te conozco por hermano mío...»

 

 

TIBURCIO, SANTA CECILIA Y VALERIANO

 


   Cuando dijeron a Tiburcio que era preciso ver al jefe de los cristianos, se acordó de haber oído hablar de él y preguntó:

   — ¿No ha sido condenado dos veces? Pues si le descubren, le entregarán a las llamas y todos correremos igual suerte. De este modo, por haber querido buscar una divinidad oculta, encontraremos un gravísimo peligro.

 

   —No temamos perder una vida pasajera por ganar la que durará eternamente —respondió Cecilia—. La vida de este mundo, no puede llamarse tal, pues se halla expuesta a todo género de penas y acaba con la muerte; concluye cuando apenas ha empezado. La otra, en cambio, es una vida de delicias sin fin para los justos y de penas eternas para los pecadores. El Criador del cielo y de la tierra y de todas las cosas visibles e invisibles —prosiguió— ha engendrado a un Hijo de su propia substancia desde toda la eternidad y ha producido por su propia virtud al Espíritu Santo; al Hijo para crear por él todas las cosas, y al Espíritu Santo para vivificarlas.

 

   — ¡Cómo! —Exclamó Tiburcio—, hace poco decías que no se debía creer más que en un solo Dios, ¿y ahora me hablas de tres dioses?

 

   Cecilia le explicó el dogma de la Santísima Trinidad y seguidamente le expuso el misterio de la pasión de Jesucristo, su muerte en la cruz por salvar las almas, su sepultura y descendimiento a los infiernos y su gloriosa resurrección al tercer día, triunfante de la muerte, del sepulcro y del pecado.

 

   Tiburcio, profundamente conmovido, escuchó la invitación de Dios.

 

   —Hermano mío —dijo a Valeriano—, llévame ante el Pontífice.

 

   Y ambos se dirigieron al instante a ver a Urbano. Le bautizó éste luego de completar la instrucción, y siete días después le consagró por soldado de Cristo con la unción del Espíritu Santo. Desde entonces Tiburcio, rebosante de alegría y amor de Dios, se dio enteramente a la vida cristiana, estimulado a ello por los mismos ángeles del Señor a quienes veía y con quienes conversaba frecuentemente. Los dos hermanos fueron muy pronto denunciados como cristianos y, después de una heroica confesión de su fe que convirtió a muchos paganos, fueron decapitados. Se celebra su fiesta el 14 de abril.

 

SANT. CECILIA, VALERIANO, TIBURCIO 
Y EL PONTÍFICE URBANO.


 

EN PRESENCIA DEL JUEZ

 

 

 

   EL prefecto Almaquio trató de incautarse de los bienes de Valeriano y Tiburcio, pero ya Cecilia los había distribuido entre los pobres. Después del martirio de su santo esposo, manifestaba públicamente su fe, lo cual, por causa de su distinguida posición social, llamó la atención del prefecto. No pudo éste simular que lo ignoraba y decidió proceder contra ella. Se abstuvo, sin embargo, de citarla a su tribunal y se contentó con proponerle que ofreciera sacrificios a los dioses sin ostentación pública. Los agentes del prefecto se presentaron avergonzados de su misión y movidos de profundo respeto y de sentida pena. Cecilia les dijo:

   —Conciudadanos y hermanos míos: es evidente que en el fondo de vuestros corazones detestáis la impiedad de vuestro magistrado; id y decidle que deseo muy ardientemente padecer todo género de tormentos por confesar a Jesucristo y que lo tendré a muchísima honra.

 

   Se quedaron los emisarios íntimamente conmovidos viendo como señora tan noble y virtuosa deseaba morir, y le suplicaron no expusiera tan a la ligera su juventud, nobleza y felicidad. Cecilia les respondió:

   —Morir por Cristo no es sacrificar la juventud, sino renovarla; es dar un poco de barro por oro puro; es dejar una morada estrecha y mezquina por un espléndido palacio. Lo que se ofrece a Jesucristo, nuestro Dios, Él lo paga con creces y da por añadidura la vida eterna.

 

   Y, observando entonces la emoción de sus interlocutores, exclamó con fervoroso entusiasmo:

   — ¿Creéis lo que acabo de decir?

 

  —Sí, creemos —contestaron—; porque el Dios que tiene semejante sierva, ha de ser el Dios verdadero.

 

   —Id, pues —repuso Cecilia— y decid al prefecto que le pido difiera un poco mi martirio. Volved luego y encontraréis aquí al que os hará partícipes de la vida eterna.

 

   Cecilia mandó avisar a Urbano de que en breve iba a confesar a Jesucristo, y que muchas personas, movidas por la gracia divina, deseaban recibir el bautismo. El Pontífice quiso ir personalmente a bendecir por última vez a Cecilia y a recibir de sus manos virginales aquella multitud, que su sangre, próxima a ser derramada, conquistaba de antemano para el Señor. En aquella ocasión, recibieron el bautismo cuatrocientos neófitos.

 

   Así pasaron algunos días. Por fin, mandó Almaquio llamar a Cecilia. Se presentó ésta con la arrogancia de una patricia y la majestad de una esposa de Cristo. El prefecto le preguntó su nombre y condición. Respondió ella que se llamaba Cecilia delante de los hombres, pero que su nombre más ilustre era el de cristiana; y en cuanto a su condición, que era ciudadana de Roma, de noble e ilustre familia.

 

   Quedó Almaquio asombrado de aquella firmeza, y entró sin rodeos a hablarle de la ley decretada por los emperadores contra los cristianos, ley de muerte para los confesores de Cristo; de gracia o perdón para quienes renuncian a ella en favor del culto idolátrico.

 

   —Esa ley —respondió Cecilia— prueba que sois crueles e injustos. Si el nombre de cristiano fuera repudiable, a nosotros nos tocaría renegar de él; pero porque conocemos su grandeza nos honramos en confesarle públicamente como el que más nos honra.

 

   —Sacrifica a los dioses o niega que eres cristiana y te dejaré en libertad —dijo Almaquio con intencionada dulzura.

 

   Y Cecilia sonriente, repuso:

   — ¡Quieres que yo reniegue del verdadero tituló de mi inocencia! Si admites la acusación, ¿por qué quieres obligarme a negar? Si tu intención es perdonarme, ¿por qué no mandas que se haga la información?

 

   —Los acusadores —replicó el prefecto— declaran que tú eres cristiana; niégalo y la acusación no será tenida en cuenta; si persistes en ello habrás de ver a lo que te llevará tu locura.

 

   —El suplicio —dijo Cecilia— será mi victoria. Acúsate a ti mismo de loco, si has llegado a creer que puedes hacerme renegar de Cristo.

 

   —Pero, desdichada —exclamó Almaquio—, ¿ignoras acaso que por la autoridad de los príncipes se me ha conferido poder de vida y muerte?

 

   —Poder de vida, no —replicó tranquilamente Cecilia—. Tus príncipes no te han otorgado más que el poder de matar. Tú puedes quitar la vida a los que viven, pero no se la puedes devolver a los que la han perdido. Di, pues, que tus emperadores te han hecho ministro de muerte.

 

   Comprendió Almaquio que perdía el tiempo y, señalando las estatuas del pretorio, ordenó a Cecilia:

   —Sacrifica a los dioses.

 


 

   — ¿Dónde tienes tú los ojos? —contestó ella apaciblemente—. Esos objetos que llamas dioses, no son más que piedras, bronce o plomo.

 

   —Atiende a lo que dices —exclamó el prefecto—; porque si he despreciado las injurias dirigidas a mí personalmente, no consentiré de ningún modo que insultes a los dioses.

 

   —Prefecto —replicó la Santa—; no has dicho una sola palabra cuya injusticia o sinrazón no haya yo demostrado, y ahora te expones tontamente a que el pueblo se ría de ti. Nadie ignora que Dios está en el cielo. Esos simulacros, que estarían mejor convertidos en cal, son incapaces de librarse por sí mismos de las llamas; así que mucho menos podría librarte a ti. Sólo el Dios a quien adoro, puede salvar de la muerte y librar del infierno.

 

 

MUERTE Y SEPULTURA

 


   No dijo más. Había conquistado la palma y sólo le faltaba recogerla. Almaquio decidió pronunciar sentencia de muerte; pero no se atrevió a mandar que ajusticiasen en público a dama de tan alta alcurnia y socialmente tan considerada. Mandó, pues, que la llevasen a su casa y que allí la hiciesen morir sin ostentación de lictores y sin efusión de sangre, asfixiada por las emanaciones del vapor en la sala de baño de su propio palacio. Un milagro vino a desbaratar aquella precaución. Un rocío celestial semejante al que había refrigerado el horno en que fueran arrojados los tres jóvenes de Babilonia, templó el ambiente de la habitación. Al cabo de muchas horas, cansados los verdugos de alimentar el fuego y sin esperanza de conseguir dar término a su misión, acudieron al prefecto para comunicarle aquel inexplicable y rotundo fracaso: no obstante haber pasado muchas horas en el empeño, la virgen cristiana se mantenía en su pleno vigor.

 

 


 


   Se despidió entonces Almaquio y envió en su lugar un lictor para que diese muerte a la Santa. Lo recibió ella con grandes muestras de alegría porque esperaba que al fin habría de concederle el Señor la ansiada corona. Se arrodilló, pues, a su lado, descubrió levemente el cuello como para quitar estorbos a la espada y, después de muy breve oración, inclinó la cabeza como para recibir el golpe decisivo.


 


 

   El soldado asestó tres golpes; pero sólo consiguió hacer brotar un poco de sangre, y hubo de dejar la cosa allí por no quebrantar la ley que prohibía pasar de aquel número.


 


 

   Entraron al punto los cristianos que afuera esperaban, y Cecilia, casi exánime, reconoció a sus queridos pobres y a los neófitos, y tuvo para ellos muy amables y cariñosas palabras. Todos se le acercaban para encomendarse en sus oraciones y empapar lienzos en la sangre de sus heridas. A cada instante parecía que su alma purísima iba a romper las últimas ligaduras y los que la rodeaban comprendieron que sólo vivía por milagro; Cecilia, en efecto, esperaba algo muy importante que había pedido a Dios. Así pasaron tres días, durante los cuales no dejaba de exhortar a los cristianos, admirados de aquella extraordinaria fortaleza.

 



 

   Al tercer día, se presentó en la casa de la mártir el santo Pontífice, que por prudencia no había ido aún. Cecilia le estaba esperando. «Padre —le dijo— he pedido al Señor el plazo de tres días, para recomendar a vuestro cuidado los pobres que yo mantenía y para legaros esta casa, a fin de que sea convertida en iglesia.»

 



    Al terminar estas palabras, la mártir, que estaba reclinada sobre el costado derecho con las rodillas juntas, dejó caer sus brazos uno sobre otro y se inclinó contra el suelo mientras su alma volaba a Dios. Llevada de noche al cementerio de Calixto, en la vía Apia, la sepultaron en aquella misma postura y colocaron a sus pies los lienzos ensangrentados. 

 






EL SANTO DE CADA DIA

POR

EDELVIVES —1946.