—Virgen y mártir purísima
—Patrona de músicos y
cantores
Según el Líber pontificalis
y el Martirologio romano, el martirio de Santa Cecilia acaecería hacia el año
230, durante el gobierno del emperador Alejandro Severo y siendo papa Urbano I.
Sin embargo, como
consecuencia de los descubrimientos llevados a feliz término por Juan
Bautista de Rossi,
la arqueología moderna nos dice que Santa Cecilia alcanzó la
palma del martirio reinando Marco Aurelio y durante el pontificado de San
Eleuterio, es decir, entre los años 177 y 180. El pontífice Urbano, tan
nombrado en la vida de la Santa, era por entonces obispo auxiliar del mismo
Papa.
Urbano habitaba en una cripta o gruta debajo
de un templo de los ídolos, a las puertas de Roma, no lejos del sepulcro de
Cecilia Metela, donde los fieles, que veían llegar una nueva persecución,
acudían a oír las exhortaciones del Pontífice y acompañar a los neófitos.
Mientras duraban estas reuniones y entretanto se celebraban las ceremonias
religiosas, solían cubrir los caminos, de trecho en trecho, algunos cristianos
disfrazados de mendigos. Su misión consistía en guiar a los creyentes
forasteros y en avisar a los reunidos, o a los que llegaban, caso de existir
alguna amenaza.
LA JOVEN PATRICIA
Entre los muchos que
participaban de aquella arriesgada romería, llamaba la atención una tierna
doncella, de nombre Cecilia, descendiente ilustre de los Metelos romanos. Sus
virtudes eminentes hacían la aún más admirable por el riesgo que suponía
entonces la persecución.
El martirio era en
aquella época el fin probable e inminente de los cristianos. Cecilia lo sabía y
de todo corazón se alegraba de ello. Mientras
esperaba el llamamiento de Cristo, vivía íntimamente unida a Él y oraba sin
cesar. Para asegurarse más la codiciada dicha de
derramar su sangre por Jesucristo, le consagró su virginidad.
Correspondiendo a esta generosa entrega, el Señor le hizo gozar de la vista de su ángel custodio y le dio a entender que aceptaba su ofrenda y guardaría su virginidad. Sin embargo, la prometieron sus padres a Valeriano, joven noble y de bellísimas prendas, que la amaba apasionadamente, pero que no era cristiano. Cecilia profesaba a Valeriano cariño de hermana y deseaba ganarle para Dios. Decidida a ello, se preparó para el combate. Bajo su vestido, bordado de oro y seda, llevaba ya un cilicio; aumentó entonces sus ayunos y oraciones y, por fin, movida por la gracia interior, prometió su mano. Se celebraron las bodas según el rito pagano y aunque probablemente se prescindió de algunos ritos supersticiosos, es de suponer que se cumplirían las demás ceremonias. Así, le presentarían agua, símbolo de la pureza que debe adornar a la esposa; le entregarían una llave, emblema de la administración confiada a su cuidado; la harían sentar un momento sobre un vellón, alegoría de los trabajos domésticos, y durante el banquete oiría cantar el epitalamio. Cecilia cantaría también, pero desde lo íntimo de su corazón y a sólo Dios.
CONVERSIÓN DE VALERIANO
Cuando por fin se hallaron solos los dos esposos,
Cecilia, fortalecida con la virtud del cielo, habló así a su marido:
—Mi
queridísimo Valeriano, tengo un secreto que confiarte; júrame que lo sabrás
respetar.
Hízolo así Valeriano, y añadió Cecilia:
—Escucha: un ángel de Dios vela por mí, porque
pertenezco a Jesucristo. Si mi ángel ve que no me amas con amor santo, me
defenderá y morirás; pero si respetas mi virginidad, te amará con el mismo amor
que a mí y obtendrás también su gracia y protección.
Valeriano, turbado, contestó:
—Si quieres que crea en tus palabras, hazme
ver ese ángel de Dios y entonces haré lo que me aconsejas; pero, ten en cuenta
que si se trata de otro hombre a quien tú amas, os mataré a ti y a él.
Replicó Cecilia:
—Si
consientes en ser purificado en la fuente que mana eternamente, si quieres
creer en el Dios único y verdadero que reina en los cielos, podrás ver al ángel
que vela por mí.
—
¿Quién —repuso
Valeriano— me purificará, para poder merecer tan extraordinario favor?
—Hay
un anciano —replicó
Cecilia— que purifica a los
hombres. Toma por la vía Apia hasta el tercer miliario; allí encontrarás
algunos pobres que piden limosna a los transeúntes; yo siempre los he socorrido
y ellos saben mi secreto. Los saludarás de mi parte y les dirás: Cecilia me
envía al santo anciano Urbano para transmitirle un mensaje secreto. Cuando
estés en presencia del anciano, le dirás nuestra conversación; él te purificará
y te revestirá con nuevo traje. A tu regreso verás, en este mismo sitio donde
estamos, al ángel santo, el cual se hará también tu amigo y te concederá muy
gustosamente cuanto quieras pedirle.
Llegó Valeriano hasta el Pontífice. Éste,
después de haber escuchado su mensaje, exclamó con santo entusiasmo:
—Señor Jesús, sembrador de castas
resoluciones, recibid el fruto de la semilla que habéis depositado en el
corazón de Cecilia. Jesús, buen pastor, ¡bien servido habéis sido por vuestra
elocuente oveja! Este esposo que ella había recibido era parecido a indómito león
y en un instante le ha convertido en manso cordero. ¡Aquí le tenéis! ¡Abrid,
Señor, la puerta de su corazón a vuestras santas palabras, y haced que conozca
que sois su Criador y que renuncie al demonio!
Mientras Urbano permanecía en oración, otro
anciano de muy venerable aspecto, recubierto de vestiduras más blancas que la
nieve, apareció allí con un libro de letras de oro. San
Pablo —que tal era el
noble anciano— presentó su libro al joven y le dijo:
—Lee y cree, para que merezcas contemplar al
ángel según te lo ha prometido la virgen Cecilia.
Valeriano leyó estas palabras: Un solo Señor, una sola
fe, un solo bautismo; un solo Dios, Padre de todas las cosas, que está sobre
todo lo creado y en cada uno de nosotros.
El anciano añadió:
—
¿Crees que es así?
Y Valeriano contestó con espontáneo acto de
fe:
—No hay nada más verdadero debajo del cielo.
El santo Apóstol desapareció en seguida.
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SAN VALERIANO
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GOZOSA APARICIÓN
Cecilia había
quedado orando en el cuarto nupcial. Cuando vio entrar a Valeriano con la
túnica blanca de los neófitos, conoció en seguida que la causa de Dios había
triunfado. Valeriano, a su vez, hubo de reconocer la fidelidad de Cecilia, a
cuyo lado vio a un ángel hermosísimo que tenía en las manos dos coronas de
rosas y azucenas.
El ángel puso una corona en la cabeza de
Cecilia y la otra en la de Valeriano y les dijo:
—Os
traigo estas flores de los jardines del cielo. Conservadlas guardando vuestra
pureza; son inmortales y nunca se marchitarán ni perderán su perfume; pero no
las verán más que los que sean puros como vosotros. Y ahora, ¡oh Valeriano!,
pues te has conformado con el voto de castidad de Cecilia, Jesucristo, Hijo de
Dios vivo, me envía a ti para recibir cuantas peticiones tuvieres que hacerle.
Después de un momento de natural estupor, se
postró el santo mancebo y respondió al ángel:
—La dicha y consuelo de mi vida es la amistad
de Tiburcio, mi único hermano. Ahora que yo me encuentro a salvo, me parecería
cruel dejarle a él expuesto al peligro. Así, pues, todos mis deseos se reducen
a uno solo: conseguir de mi Señor Jesucristo que libre a mi hermano Tiburcio
como me ha librado a mí, y que nos haga perfectos en la confesión de su nombre
y en la fidelidad a su amor.
Amanecía cuando Tiburcio entró en el
aposento. Se acercó a Cecilia como a su hermana, la saludó con ósculo
fraternal, y exclamó:
— ¿De dónde viene en esta estación ese perfume de
rosas y azucenas que me embriaga y parece como que renueva todo mi ser?
— ¡Oh Tiburcio! —Dijo Valeriano—, es porque Cecilia y yo
llevamos dos coronas que tú no puedes ver todavía. Ellas son las que perfuman
el ambiente. Si deseas creer, las verás.
Con el fervor de un neófito, empezó
Valeriano a instruir a su hermano, mientras le animaba a renunciar a los ídolos
y a convertirse al verdadero Dios. Pero Tiburcio no comprendía bien lo que
quería decirle, pues sólo por mera costumbre había seguido el culto público,
sin darle más cuidado el conocer a sus dioses que el conocer a Jesús. En esto
intervino Cecilia y le mostró la bajeza del culto de los ídolos.
«¡Sí —exclamó
Tiburcio—, así es!» Cecilia,
enajenada por aquella sinceridad, exclamó mientras le abrazaba: «Ahora sí que te conozco
por hermano mío...»
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TIBURCIO, SANTA CECILIA Y VALERIANO |
Cuando dijeron a Tiburcio que era preciso
ver al jefe de los cristianos, se acordó de haber oído hablar de él y preguntó:
— ¿No ha
sido condenado dos veces? Pues si le descubren, le entregarán a las llamas y
todos correremos igual suerte. De este modo, por haber querido buscar una
divinidad oculta, encontraremos un gravísimo peligro.
—No temamos perder una vida pasajera por ganar
la que durará eternamente —respondió
Cecilia—. La vida de este mundo, no puede llamarse tal, pues se halla
expuesta a todo género de penas y acaba con la muerte; concluye cuando apenas
ha empezado. La otra, en cambio, es una vida de delicias sin fin para los
justos y de penas eternas para los pecadores. El Criador del cielo y de la
tierra y de todas las cosas visibles e invisibles —prosiguió— ha engendrado a un Hijo
de su propia substancia desde toda la eternidad y ha producido por su propia
virtud al Espíritu Santo; al Hijo para crear por él todas las cosas, y al
Espíritu Santo para vivificarlas.
— ¡Cómo! —Exclamó Tiburcio—, hace poco decías que no se
debía creer más que en un solo Dios, ¿y ahora me hablas de tres dioses?
Cecilia le
explicó el dogma de la Santísima Trinidad y seguidamente le expuso el misterio
de la pasión de Jesucristo, su muerte en la cruz por salvar las almas, su
sepultura y descendimiento a los infiernos y su gloriosa resurrección al tercer
día, triunfante de la muerte, del sepulcro y del pecado.
Tiburcio, profundamente conmovido, escuchó la invitación de Dios.
—Hermano mío —dijo
a Valeriano—, llévame ante el Pontífice.
Y ambos se dirigieron
al instante a ver a Urbano. Le bautizó éste luego de completar la instrucción,
y siete días después le consagró por soldado de Cristo con la unción del
Espíritu Santo. Desde entonces Tiburcio, rebosante de alegría y amor de Dios,
se dio enteramente a la vida cristiana, estimulado a ello por los mismos
ángeles del Señor a quienes veía y con quienes conversaba frecuentemente. Los
dos hermanos fueron muy pronto denunciados como cristianos y, después de una
heroica confesión de su fe que convirtió a muchos paganos, fueron decapitados.
Se celebra su fiesta el 14 de abril.
EN PRESENCIA DEL JUEZ
EL prefecto Almaquio trató de incautarse de
los bienes de Valeriano y Tiburcio, pero ya Cecilia los había distribuido entre
los pobres. Después del martirio de su santo esposo, manifestaba públicamente
su fe, lo cual, por causa de su distinguida posición social, llamó la atención
del prefecto. No pudo éste simular que lo ignoraba y decidió proceder contra
ella. Se abstuvo, sin embargo, de citarla a su tribunal y se contentó con
proponerle que ofreciera sacrificios a los dioses sin ostentación pública. Los
agentes del prefecto se presentaron avergonzados de su misión y movidos de
profundo respeto y de sentida pena. Cecilia les dijo:
—Conciudadanos y hermanos míos: es evidente que en el fondo de vuestros
corazones detestáis la impiedad de vuestro magistrado; id y decidle que deseo
muy ardientemente padecer todo género de tormentos por confesar a Jesucristo y
que lo tendré a muchísima honra.
Se quedaron los emisarios íntimamente
conmovidos viendo como señora tan noble y virtuosa deseaba morir, y le suplicaron
no expusiera tan a la ligera su juventud, nobleza y felicidad. Cecilia les
respondió:
—Morir por Cristo no es sacrificar la
juventud, sino renovarla; es dar un poco de barro por oro puro; es dejar una
morada estrecha y mezquina por un espléndido palacio. Lo que se ofrece a
Jesucristo, nuestro Dios, Él lo paga con creces y da por añadidura la vida
eterna.
Y, observando entonces la emoción de sus
interlocutores, exclamó con fervoroso entusiasmo:
— ¿Creéis lo que acabo de decir?
—Sí, creemos —contestaron—; porque el Dios que tiene
semejante sierva, ha de ser el Dios verdadero.
—Id, pues —repuso
Cecilia— y decid al prefecto que
le pido difiera un poco mi martirio. Volved luego y encontraréis aquí al que os
hará partícipes de la vida eterna.
Cecilia mandó avisar a Urbano de que en
breve iba a confesar a Jesucristo, y que muchas personas, movidas por la gracia
divina, deseaban recibir el bautismo. El Pontífice quiso ir personalmente a
bendecir por última vez a Cecilia y a recibir de sus manos virginales aquella
multitud, que su sangre, próxima a ser derramada, conquistaba de antemano para
el Señor. En aquella ocasión, recibieron el bautismo cuatrocientos neófitos.
Así pasaron algunos días. Por fin, mandó
Almaquio llamar a Cecilia. Se presentó ésta con la arrogancia de una patricia y
la majestad de una esposa de Cristo. El prefecto le preguntó su nombre y
condición. Respondió ella que se
llamaba Cecilia delante de los hombres, pero que su nombre más ilustre era el
de cristiana; y en cuanto a su condición, que era ciudadana de Roma, de noble e
ilustre familia.
Quedó Almaquio asombrado de aquella firmeza,
y entró sin rodeos a hablarle de la ley decretada por los emperadores contra
los cristianos, ley de muerte para los confesores de Cristo; de gracia o perdón
para quienes renuncian a ella en favor del culto idolátrico.
—Esa ley —respondió
Cecilia— prueba que sois crueles e
injustos. Si el nombre de cristiano fuera repudiable, a nosotros nos tocaría
renegar de él; pero porque conocemos su grandeza nos honramos en confesarle
públicamente como el que más nos honra.
—Sacrifica a los dioses o niega que eres cristiana y te dejaré en
libertad —dijo
Almaquio con intencionada dulzura.
Y Cecilia sonriente, repuso:
— ¡Quieres que yo reniegue del verdadero tituló
de mi inocencia! Si admites la acusación, ¿por qué quieres obligarme a negar?
Si tu intención es perdonarme, ¿por qué no mandas que se haga la información?
—Los acusadores —replicó el prefecto— declaran que tú eres cristiana; niégalo y la acusación no será
tenida en cuenta; si persistes en ello habrás de ver a lo que te llevará tu
locura.
—El
suplicio —dijo
Cecilia— será mi victoria. Acúsate
a ti mismo de loco, si has llegado a creer que puedes hacerme renegar de
Cristo.
—Pero, desdichada —exclamó
Almaquio—, ¿ignoras acaso que
por la autoridad de los príncipes se me ha conferido poder de vida y muerte?
—Poder de vida, no —replicó
tranquilamente Cecilia—. Tus príncipes no te han otorgado más que el poder de matar. Tú
puedes quitar la vida a los que viven, pero no se la puedes devolver a los que la han
perdido. Di, pues, que tus emperadores te han hecho ministro de muerte.
Comprendió Almaquio que perdía el tiempo y,
señalando las estatuas del pretorio, ordenó a Cecilia:
—Sacrifica a los dioses.
— ¿Dónde tienes tú los ojos? —contestó ella apaciblemente—. Esos objetos que llamas
dioses, no son más que piedras, bronce o plomo.
—Atiende a lo que dices —exclamó el prefecto—; porque si he despreciado las injurias dirigidas a mí personalmente,
no consentiré de ningún modo que insultes a los dioses.
—Prefecto —replicó
la Santa—; no has dicho una sola palabra cuya injusticia o sinrazón no haya
yo demostrado, y ahora te expones tontamente a que el pueblo se ría de ti.
Nadie ignora que Dios está en el cielo. Esos simulacros, que estarían mejor
convertidos en cal, son incapaces de librarse por sí mismos de las llamas; así
que mucho menos podría librarte a ti. Sólo el Dios a quien adoro, puede salvar
de la muerte y librar del infierno.
MUERTE Y SEPULTURA
No dijo más. Había
conquistado la palma y sólo le faltaba recogerla. Almaquio decidió pronunciar sentencia de muerte; pero no se
atrevió a mandar que ajusticiasen en público a dama de tan alta alcurnia y
socialmente tan considerada. Mandó, pues, que la llevasen a su casa y que allí
la hiciesen morir sin ostentación de lictores y sin efusión de sangre,
asfixiada por las emanaciones del vapor en la sala de baño de su propio
palacio. Un milagro vino a desbaratar aquella precaución. Un rocío celestial
semejante al que había refrigerado el horno en que fueran arrojados los tres
jóvenes de Babilonia, templó el ambiente de la habitación. Al cabo de muchas
horas, cansados los verdugos de alimentar el fuego y sin esperanza de conseguir
dar término a su misión, acudieron al prefecto para comunicarle aquel
inexplicable y rotundo fracaso: no obstante haber pasado muchas horas en el
empeño, la virgen cristiana se mantenía en su pleno vigor.
Se despidió entonces Almaquio y envió en su lugar un lictor para que
diese muerte a la Santa. Lo recibió ella con grandes muestras de alegría porque
esperaba que al fin habría de concederle el Señor la ansiada corona. Se
arrodilló, pues, a su lado, descubrió levemente el cuello como para quitar
estorbos a la espada y, después de muy breve oración, inclinó la cabeza como
para recibir el golpe decisivo.
El soldado asestó tres golpes; pero sólo consiguió hacer brotar un poco de sangre, y hubo de dejar la cosa allí por no quebrantar la ley que prohibía pasar de aquel número.
Entraron al punto los
cristianos que afuera esperaban, y Cecilia, casi exánime, reconoció a sus
queridos pobres y a los neófitos, y tuvo para ellos muy amables y cariñosas
palabras. Todos se le acercaban para encomendarse en sus oraciones y empapar
lienzos en la sangre de sus heridas. A cada instante parecía que su alma
purísima iba a romper las últimas ligaduras y los que la rodeaban comprendieron
que sólo vivía por milagro; Cecilia, en efecto, esperaba algo muy importante
que había pedido a Dios. Así pasaron tres días, durante los cuales no dejaba de
exhortar a los cristianos, admirados de aquella extraordinaria fortaleza.
Al tercer día, se presentó en la casa de la
mártir el santo Pontífice, que por prudencia no había ido aún. Cecilia le
estaba esperando. «Padre —le
dijo— he pedido al Señor el
plazo de tres días, para recomendar a vuestro cuidado los pobres que yo mantenía
y para legaros esta casa, a fin de que sea convertida en iglesia.»
Al terminar estas palabras, la mártir, que
estaba reclinada sobre el costado derecho con las rodillas juntas, dejó caer
sus brazos uno sobre otro y se inclinó contra el suelo mientras su alma volaba
a Dios. Llevada de noche al cementerio de Calixto, en la vía Apia, la
sepultaron en aquella misma postura y colocaron a sus pies los lienzos
ensangrentados.
EL SANTO DE CADA DIA
POR
EDELVIVES —1946.
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