Nació san Martin en Todi, ciudad de Toscana. Fue de familia muy
calificada por su nobleza, pero mucho más ilustre por haber dado a la iglesia
de Dios un pontífice tan santo. Cultivaron sus padres el ingenio del hijo con
el estudio, y el Espíritu Santo tomó posesión de su corazón. Era de cuerpo airosamente
dispuesto; pero su modestia hizo más hermosa su alma en los ojos de Dios. Se dejaba
ver el pudor como retratado en su semblante, y la pureza del corazón le salía a
la cara en su modesta compostura. Se halló filósofo hábil y aventajado, y no
por eso dio en el escollo de la vanidad. Supo ser sabio
sin ser orgulloso.
Su modestia derramaba en su sabiduría cierto
resplandor que le hacía brillar más. Consagró su erudición, consagrándose él
mismo a los altares. Profesaba a la verdad aquel
vivo amor que está pronto a derramar la sangre, cuando es necesario, para
defenderla, no deseando vivir sino para Jesucristo; pero como la divina
Providencia le tenía destinado para el gobierno de su Iglesia le dilato la
corona del martirio, a fin de que lo mereciese con sus trabajos y con el
ejercicio de la paciencia.
Habiendo
muerto el papa Teodoro, fue colocado san Martin en el trono pontificio por unánime
consentimiento de los votos. Llenó
de gozo al Emperador, al Senado y al pueblo una elección tan juiciosa, gustando
ya anticipadamente la felicidad que todos se prometían en el gobierno del nuevo
pontífice de Jesucristo. No se engañaron, tenía entrañas de verdadero pastor
para con todas las ovejas que el Señor había puesto, por decirlo así, debajo de
su cayado. Era dilatado el seno de su caridad, y en
él hacia lugar a todos. La liberalidad le abría las manos para regar el campo
de la necesidad, haciendo que corriesen al seno de los pobres los bienes que
Jesucristo le había confiado para aliviar sus miserias. Á los buenos
religiosos los miraba con ternura, y recibía a los extranjeros con admirable
agasajo.
Después de haber
ayunado todo el día, dedicaba a la oración gran parte de la noche. Procuraba
enderezar a los que se descaminaban, y cuando los veía reconocidos y
arrepentidos de sus defectos, los consolaba, asegurándoles la misericordia del
Padre celestial, que no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva.
Era un perfecto retrato de Jesucristo, soberano pastor de nuestras almas.
Gozaba entonces la Silla apostólica de mucha paz, y los fieles descansaban a la
sombra de un padre común tan caritativo; pero los herejes excitaron una
tormenta tan deshecha, que hubiera corrido peligro de naufragar la fe de
aquellos, a no gobernar la nave un piloto tan diestro como vigilante. Los
Monotelitas confundían las operaciones en Cristo, defendiendo que no había en
él más que una sola voluntad, sin rendirse a creer que en cuanto Dios tiene
voluntad divina, y en cuanto hombre una voluntad humana. El emperador Constante
había publicado un edicto con nombre de Typo o de formulario, en que, con el
pretexto de cortar disputas, igualmente prohibía decir o enseñar que había dos voluntades
en Cristo, como que había una sola; con cuyo arbitrio, favoreciendo a los
herejes, dejaba sin libertad a los Católicos para volver por la verdad. Luego que
tuvo noticia de la exaltación de san Martin, no se descuidó en enviarle el
Typo, suplicándole que lo aprobase y confirmase con su apostólica autoridad,
como providencia necesaria para poner fin a las perniciosas disputas que se
habían suscitado en el imperio sobre puntos de religión; pero penetrando muy bien
el santo Pontífice que el tal Typo no era más que un sagaz artificio inventado
por la política para descargar el golpe contra la integridad de la fe,
insinuando en los ánimos el veneno del monotelismo, respondió generosamente, que antes perdería mil
vidas, que aprobar tan pernicioso escrito; y que cuando todo el mundo se
desviase de la doctrina de los santos Padres, que todos reconocieron en Cristo un
adorable compuesto de dos naturalezas enteras y perfectas, él jamás se apartaría
de ella, sin que ni promesas, ni amenazas, ni tormentos, ni la misma muerte
fuesen capaces de hacerle ser infiel al depósito de las verdades de la fe que
se le habían confiado.
Después de una respuesta tan precisa y tan expresiva de la integridad de su fe, para cortar de raíz el mal que amenazaba a la Iglesia, convocó en San Juan de Letrán, lo más presto que pudo, un concilio de ciento y cinco obispos, en el cual sin acobardarse ni dársele nada por la indignación del Emperador condenó su Typo, juntamente con la herejía de su abuelo el emperador Heraelio, y declaró excomulgados a todos los que la siguiesen. Después escribió a todos los Obispos de la Iglesia católica una carta circular llena de vigor apostólico, acompañándola con las actas del concilio que se había celebrado.
Confirió el Emperador
el gobierno de toda la Italia a Olimpo, con expresa orden de arrestar a todos
los obispos que rehusasen admitir, firmar o defender el formulario de fe que se
contenía en su edicto, pero muy particularmente a san Martin. Hizo Olimpo varias
tentativas para dar gusto al Emperador; pero halló a toda la clerecía de Italia
tan adherida a la fe ortodoxa, que nada pudo adelantar por este lado, en vista de lo cual concibió el detestable intento de
quitar la vida al santo Pontífice al mismo tiempo que fuese a recibir de su
mano la sagrada Comunión. Mandó, pues, a un
paje suyo (¡qué horror!) que le alargase la espada cuando estuviese en el
comulgatorio para recibir la hostia consagrada; pero hay un Dios protector de
la inocencia. El paje quedó repentinamente ciego, sin poder discernir a san
Martin cuando dio o Olimpo la Comunión. Así lo aseguró después él mismo con juramento.
Mas no por eso se rindió el Emperador; antes irritado cada día más contra la
Iglesia romana por la constancia con que se oponía a todo lo que era contrario
a la fe, hizo gobernador de Roma a Teodoro Calliopas, dándole por asociado a
otro Teodoro, gentil hombre de su cámara, y encargándoles mucho que sobre todo
se apoderasen del Papa. Le hallaron en la iglesia de San Juan de Letrán santamente
empleado en cantar las alabanzas de Dios. Le salió al encuentro, acompañado de
gran número de fieles, y de toda su clerecía, la cual, sin tener miedo al
Gobernador esforzando la voz, decía estas palabras: Anatema a todos los que dijeren o creyeren que nuestro santo
pontífice Martin haya alterado ni el más mínimo artículo de la verdadera fe.
Anatema también a todos aquellos que no perseveraren hasta la muerte en la fe
ortodoxa.
Como
Calliopas era hombre político, disimuló por entonces pero poco tiempo después se
apoderó del santo Pontífice, sin dar lugar a sus clérigos ni a sus criados para
poderle defender. Fue conducido a Mesina, y desde allí a la isla de Naxos,
donde padeció muchas miserias. Desde allí le llevaron a Constantinopla, donde después
de ultrajes inauditos, que los mismos gentiles se horrorizarían de hacer sufrir
a la cabeza de la Iglesia católica, fue encerrado en una estrecha prisión, con orden
de que ninguno lo supiese. Tres meses estuvo en ella sin hablar a persona
viviente, y el mismo día de Viernes Santo le llevaron delante del Senado, no
pudiéndose mover él por su extrema debilidad. Compareció, pues, delante del
presidente, el cual le dijo: —Habla, miserable, y
di qué mal te ha hecho el Emperador. ¿Se ha apoderado de tus bienes? ¿has
recibido de él alguna injuria?
El Santo no respondió palabra. Se citaron testigos falsos que le acusasen: entraron
en la sala, se les recibió juramento sobre los santos Evangelios, y depusieron
contra él conforme a lo que se les había sugerido. Pero como en todas sus
declaraciones no se podía encontrar cosa sustancial contra un hombre santo, les
obligaron con amenazas a deponer delitos capitales contra él. Salió del Senado
el tesorero mayor para dar cuenta al Emperador de su negociación. Mientras
tanto los ministriles expusieron al Santo en medio de la plaza pública, después
le llevaron a una eminencia donde estaba el Senado, y el Emperador le podía ver
desde su cuarto. Estando aquí el tesorero mayor doblando
los
insultos y el desprecio, le dijo con fiereza: —Ya ves
que Dios te ha entregado en nuestras manos por haber conspirado contra el
Emperador: tú abandonaste a Dios, y Dios te abandonó a ti.
Mandó después que le quitasen las insignias de su dignidad; solo le dejaron la túnica, y esta se la rasgaron de arriba abajo por el medio: le echaron una cadena al pescuezo, con la cual le arrastraron a un calabozo, y una hora después fue conducido a otra prisión. El día siguiente fue el Emperador a ver al patriarca de Constantinopla Pablo, que se hallaba enfermo muy de peligro. Le refirió lo que se había ejecutado con el Papa, y el Patriarca, volviendo la cabeza a otro lado, exclamó con un profundo suspiro: ¡Desdichado de mí, Dios mío! con esto se llenó la medida de mis pecados. Sorprendido el Emperador de aquella reflexión, le preguntó la causa; y Pablo respondió: Pues qué, ¿no es cosa lamentable tratar de esa manera a un obispo? le suplicó después que no pasase adelante, y que se contentase con lo que había hecho ya con el santo Prelado. ¡Ah, y a qué distinta luz se miran los objetos en la hora de la muerte!
En fin, el
santo Pontífice fue desterrado al Quersoneso; ¡y cuánto tuvo que padecer en aquel
destierro!
Pero Dios, dice el Profeta, proporciona los consuelos a los trabajos: cuanto más se padece hacia afuera, mayor es el consuelo que se experimenta hacia adentro. Como san Martin tenía tan tierno amor a la Iglesia, oraba y ayunaba para alcanzar de su Esposo las gracias que había menester en aquellos días de tristeza. Pero viendo que cada día iba perdiendo más y más terreno, y conociendo que ya estaba muy cercana la muerte, escribió al clero de Roma una carta en que le daba cuenta de lo que padecía por la Religión en defensa de la integridad dé la fe, despidiéndose de él, y exhortándole a librarse del veneno mortal dé la herejía. Después de haber hablado así a los presbíteros de Roma, estando ya para consumar su sacrificio, habló a Dios de esta manera: Pastor eterno de los fieles, Jesucristo, mi Salvador y Señor mío, bien sabéis lo que he padecido hasta aquí por vuestro amor: poned fin de mi destierro, descargadme de este cuerpo mortal para que vaya a cantar en vuestra santa casa vuestras eternas bondades. Yo os encomiendo el rebaño que pusisteis a mi cuidado: acordaos, Señor, que es precio de vuestra sangre, y conquista de vuestro amor, dignaos protegerle por los méritos del príncipe de vuestros Apóstoles san Pedro; haced que experimente los efectos de vuestra gran misericordia contra los esfuerzos de las potestades infernales que le pretenden devorar: oración muy correspondiente al carácter de un buen pastor.
Nunca fue más abrasado su amor a la Iglesia que cuando
estaba para perder la vida. Habiendo combatido como héroe este glorioso Mártir
de Jesucristo pasó a disfrutar en el cielo de aquellas palmas que nunca se
marchitan, regadas siempre con eternas incomprensibles delicias. Sucedió
su muerte el día 12 de noviembre del año 651.
AÑO
CRISTIANO
POR
EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).
Traducido
del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.
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