domingo, 24 de marzo de 2024

SAN SIMÓN, inocente y mártir. (+ 1475.) — 24 de marzo.

 


   
   El martirio del glorioso e inocente niño san Simón, lo escribió pocos días después de haber pasado, Juan Matías Tiberino, cuya relación compendiada es como sigue:
  
   «Habitaban, dice, en un barrio de Trento, que está a la izquierda del castillo, tres familias de judíos, cuyas cabezas eran Tobías, Angelo y Samuel, con quienes vivía un infernal y bárbaro viejo llamado Moisés. Estos se juntaron el jueves de la semana santa en la sinagoga y dijeron a Tobías:


   —Tú solo, oh Tobías, puedes satisfacer nuestros deseos; porque tú tienes familiar comunicación con los cristianos, y así puedes con gran facilidad cogerles un niño, y si esto haces, tú vivirás con descanso, tus hijos con grandes medras.


   Con esta promesa Tobías entró a la tarde en la calle que llaman de las Fosas, y luego puso los ojos en un niño hermoso de dos años y cuatro meses, que estaba sentado y solo sobre el umbral de la puerta de su casa, y mirando el traidor a una y otra parta de la calle, y viendo que nadie le observaba, se llegó a la inocente criatura, y le puso con gran cariño un dedo en su tierna manecita. El niño le tomó el índice, y levantándose le fué siguiendo, hasta que, habiendo pasado dos o tres casas, puso el judío una moneda en las manos del Niño, y acariciándole en sus brazos para que no llorase, lo llevó fuera del barrio y se entró en casa de Samuel.


   Allí le pusieron en la cama, y como llorase e invocase el nombre de su madre, le daban uvas pasas, confites y otras cosillas. Entre tanto la madre andaba desesperada buscando al hijo de sus entrañas, sin poderlo hallar en ninguna parte.


   A la noche el cruel viejo Moisés con los otros judíos, tomando aquel inocente ángel que descuidado dormía, pasaron al lugar de la sinagoga que estaba en la misma casa, y allí desnudaron aquella inocente víctima dejándola en carnes; y tomando Samuel un lienzo, le rodeó el cuello embarazándole el aliento, para que no se oyesen sus gritos, y teniéndole los demás los pies y las manos. Entonces el viejo Moisés circuncidó al niño para disponerlo al sacrificio. Sacó después unas tijeras y comentó a abrirle desde la barba la mejilla derecha, y cortándole un pequeño pedazo de carne la puso en una fuente que tenía para recoger la sangre.






   Tomó después cada uno de los judíos las tijeras para hacer por turno la misma sacrílega y sangrienta ceremonia, y en acabando, el infame viejo abrió con un cuchillo la pierna derecha del mártir, y cortó un pedacito de carne de la pantorrilla; y los demás hicieron lo mismo.


   Luego el viejo levantó en alto al niño, en forma de cruz, y le fueron punzando con agujas todo el cuerpo más de una hora, hasta que el niño espiró, y pasó a gozar de Dios en el coro de los inocentes mártires.»





Reflexión: Jamás permitió a los judíos la ley de Dios dada por Moisés, sacrificio alguno de víctimas humanas, a pesar de ser tan usada esta bárbara costumbre entre las naciones y pueblos idólatras.


   La religión cristiana abolió hasta los sacrificios de animales, y toda práctica de culto sangriento, y así no fué la religión divina la que inspiró a aquellos judíos los nefandos sacrificios de niños que hacían, sino la abominable superstición en que cayeron, después de haber crucificado al Hijo de Dios, y rechazado la ley de su divino Mesías.


   Los pueblos que dejan la verdadera religión, se olvidan de la ley de la caridad, y se vuelven egoístas, inhumanos y crueles.








Oración: Señor Dios, cuya Pasión santísima confesó el santo inocente niño Simón, no hablando, sino perdiendo por ti la vida; concédenos que nuestra vida pregone con inculpables costumbres, la misma fe que confesamos con nuestros labios. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.



FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA.

domingo, 3 de marzo de 2024

SAN EMETERIO Y CELEDONIO, MARTIRES. —3 de marzo.

 


   Entre los prodigios de valor que manifestaron los Mártires de Jesucristo en tiempo que los gentiles perseguían a la Iglesia con la mayor crueldad fue y ha sido memorable en todos siglos el de san Emeterio y Celedonio, hijos, según refieren varios escritores, de san Marcelo, centurión de la legión que tenían los romanos en la ciudad de León, una de las principales de España, donde los Santos siguieron la profesión militar desde su juventud. Educados en la religión cristiana por un padre que mereció la corona del martirio, persuadidos firmemente que fuera de ella no hay salvación para los hombres, luego que supieron la cruel persecución que suscitaron los emperadores de Roma contra los discípulos de Cristo, encendidos en vivísimos deseos de testificar con su sangre las verdades infalibles de nuestra santa fe, resolvieron de común acuerdo hacerlo así, manifestando en su defensa el brío militar, de que se hallaban asistidos, ante los perseguidores. Para alentarse a una acción tan gloriosa, que serviría de ejemplo capaz de animar a no pocos fieles tímidos a la vista de los estragos que en ellos hacían los gentiles, habló Emeterio a su hermano en estos términos:

   —Ya sabes, Celedonio, hace muchos años que servimos a las potestades de la tierra en la guerra del mundo, sin otro objeto que el del honor y premios caducos, arriesgando nuestra vida en las funciones militares. Supuesto a que al presente se nos ofrece otra guerra más noble, más digna y más meritoria contra los enemigos de Jesucristo, cuyos premios son eternos, vamos a lograrlos en un combate laudable.

 


   No necesitas, —respondió Celedonio, —gastar palabras para animarme a que te siga en una resolución tan acertada, estoy muy bien persuadido de la gran diferencia que hay entre los premios indefectibles del cielo y los perecederos y temporales del mundo, que son los que pueden solamente lograr los hombres en esta vida. Hace mucho tiempo que suspiro por aquellos a costa de una expedición que los merezca, pronto a derramar la sangre por amor de Jesucristo.

   Alentados los dos hermanos con estas y otras semejantes expresiones, nacidas de unos corazones abrasados en la llama del amor divino, sin esperar a ser llamados manifestaron públicamente su fe a los gentiles. Pero, o bien fuese su primera confesión en León, de donde fueron conducidos presos a Calahorra, según quieren unos; o va en esta ciudad, como escriben otros, todos convienen que en Calahorra tuvieron su glorioso combate contra los enemigos de la religión cristiana, donde el gobernador romano ejecutaba con los fieles, que rehusaban sacrificios a los ídolos, sus acostumbradas crueldades: presentados al tribunal de aquel impío, le reprendieron cara a cara los dos hermanos con grande valor y espíritu la injusticia de sus procedimientos contra la inocencia de los Cristianos, declamaron sobre las necedades y delirios de las supersticiones adoptadas por el gentilismo, y manifestaron con admirables discursos las verdades inefables de la religión de Jesucristo.

 


   No es fácil explicar la cólera que concibió el magistrado al oír semejante lenguaje, que graduó por uno de los más criminales alentados contra los príncipes del mundo o su presencia; y queriendo vengarse, mandó poner en una dura prisión a los santos Confesores, donde les tuvo padeciendo mucho tiempo con el perverso fin de prolongar su martirio, tan dilatado, que según escriben varios, les creció excesivamente la barba y el cabello, haciéndoles después sufrir tormentos inauditos.

 

   Prudencio, uno de los más antiguos y más célebres entre los poetas latinos, que compuso a fines del siglo IV un poema importante, bajo el título de las Coronas, en honor de algunos ilustres Mártires de España, consagra parte de él a los elogios de los dos hermanos Emeterio y Celedonio, quejándose en los términos más vivos de la malignidad con que los perseguidores hicieron perecer las actas o proceso judicial, formado contra los Santos, con la impía intención de abolir la memoria de un suceso tan memorable, robándose así el conocimiento específico de las generosas respuestas que dieron al juez, y géneros de penas que sufrieron. Lo que la fama pudo arrancar a esta intención bárbara por el canal de una tradición fiel se reduce a lo dicho, y a que los tormentos que padecieron fueron de los más crueles y exquisitos: así lo afirma el Padre san Isidoro, quien escribe, que por ser tan enormes y bárbaros, tuvieron vergüenza los gentiles de que llegasen a hacerse públicos, valiéndose de todos los medios que pudieran contribuir a ocultarles, para que no se supiese en el mundo hasta dónde llegó el valor de los dos esforzados militares de Jesucristo, que sufrieron todos cuantos artificios pudo discurrir la obstinada ceguedad de los paganos, con el perverso fin de rendir su constancia, porque de ello resultaría sin la menor duda la mayor confusión del gentilismo, y sería un convencimiento del ningún poder de los falsos dioses, a quienes tributaban cultos.

 


   Últimamente, viendo los perseguidores frustradas todas sus tentativas para vencer a los santos hermanos, unos en la fe, unos en los sentimientos, unos en la fortaleza, y unos en el valor y espíritu, mandó el gobernador degollarles, no encontrando otro arbitrio: se ejecutó la sentencia en el día 3 de marzo del año 298 según unos, 306 según otros, cerca del rio llamado antiguamente Aráneto, hoy Arnedo. En el momento que les derribó las cabezas el verdugo, sucedió el prodigio, de que fueron testigos oculares los mismos gentiles, de elevarse por el viento hasta las nubes el anillo del uno y banda del otro, lo cual se tuvo por una cierta seguridad de la gloria con que Dios recompensaba la fidelidad y pureza de los Santos, de cuyas cualidades son símbolo la banda blanca y anillo de oro. San Gregorio de Tours no ha olvidado esta circunstancia en el elogio que hizo de estos dos ilustres Mártires, reputándola por un gran milagro.

 

   Los venerables cuerpos de los Santos parece fueron por entonces sepultados en la ribera del rio dicho, donde se mantuvieron ocultos todo el tiempo que duró el furor de la persecución, y descubiertos luego que cesó la tempestad: después de sus traslaciones al monasterio de Leger en la diócesis de Pamplona, según Yepes escribe, y de la que sostienen otros a Selles en Cataluña (También la villa de Cardona, en el principado de Cataluña, obispado de Solsona, se gloria de poseer los cuerpos de los santos Emeterio y Celedonio, que se afirma fueron trasladados de Calahorra a la villa de Selles en el mismo Principado, y de esta villa a la de Cardona, en tiempo del rey don Martin de Aragón, por su almirante el conde de Cardona; fundándose en la escritura auténtica de su traslación, verificada a 19 de octubre de 1399), de cuya verdad prescindo se conservan hoy en la iglesia catedral de Calahorra, donde se les tributa el culto y honores correspondientes a los de patronos de la ciudad y toda la diócesis, que por su intercesión ha conseguido del Señor muchos y muy grandes beneficios. En cuanto a las cabezas de los Santos, se cree halladas en uno de los puertos de la montaña, llamado antiguamente de San Emeterio, y en el día Santander, en cuya iglesia permanecen con el honor y veneración debida.


viernes, 1 de marzo de 2024

SANTA EUDOXIA O EUDOCIA, PENITENTE Y MÁRTIR. (+ 114). —1º de marzo.

 


   Hacia el principio del segundo siglo, siendo emperador Trajano, vino a fijar su habitación en Heliópolis cierta famosa cortesana llamada Eudocia, originaria de Samaria, que sin duda se alejó de su país únicamente para vivir con mayor libertad en su desordenada vida.

   Era tenida por la mayor hermosura de su tiempo. Daba nuevo lustre a su belleza la bizarría con que se adornaba; su entendimiento era vivo, claro y brillante; su genio alegre, festivo y despejado; su aire naturalmente desembarazado y garboso; sus ojos introducían dulcemente el veneno hasta el corazón; pocos había que dejasen de caer en el artificioso halagüeño lazo de sus redes.

   Ninguna dama cortesana metió jamás tanto ruido, y acaso ninguna otra hizo jamás tanto daño. La hacían corte los mayores señores, encantados de su hechicero atractivo. Nunca se dejaba ver en público sino con un ostentoso aparato de galas y de joyas que deslumbraban a cuantos la veían; brillaban en su cuarto los muebles más exquisitos, siendo fama constante que había amontonado inestimables riquezas.

   Vivía Eudocia entregada a los más escandalosos desórdenes, cuando el Señor, que se complace en renovar de tiempo en tiempo en su Iglesia los más estupendos prodigios de su misericordia, vino a buscar a esta oveja perdida, y quiso descubrir a aquella segunda Samaritana las saludables aguas de la gracia.

   Cierto santo monje, llamado Germano, que se volvía al desierto, transitaba por Heliópolis, se fue a hospedar en casa de un cristiano conocido suyo que vivía pared en medio de Eudocia. Después de haber dormido como dos ó tres horas, se levantó a media noche y comenzó a cantar salmos, según lo tenía de costumbre; después de esto se puso a leer en un libro espiritual que para este fin traía siempre consigo, y de propósito leía en voz alta para que el sueño no le venciese, siendo la materia de la lección las terribles penas que padecerán los condenados en el infierno, mientras los bienaventurados gozarán de las eternas delicias de la gloria.

   El cuarto donde estaba aposentado el santo religioso iba a dar al mismo dormitorio de Eudocia, que se separaba de él por solo un débil tabique; de suerte que, despertando al ruido de su cántico, se aplicó por curiosidad a oír lo que estaba leyendo, y quedó espantada de lo que oía.




   Apenas amaneció, cuando le envió un recado, suplicándole que pasase a verla. Le preguntó luego por su religión, por su estado, por el motivo de su viaje, y después le rogó que tomase el trabajo de explicarla lo que le había oído leer aquella noche. El buen monje, que estaba íntimamente penetrado de aquellas espantosas verdades, la hizo una vivísima pintura de ellas; de suerte que no pudiendo Eudocia disimular más su asombro ni reprimir su llanto, dio un lastimoso grito, y exclamó diciendo:

   —Pues, padre, según eso yo seré condenada.

   Aprovechándose el siervo de Dios de aquellas felices disposiciones, la dijo:

   —Ahora me habéis de dar licencia, señora, para que también yo os pregunte quién sois vos, y qué religión profesáis.

   —Yo, —respondió —Eudocia, soy de Samaria, y profeso la secta de los samaritanos, o, por mejor decir, ninguna religión profeso, y aun por lo mismo me he entregado ciegamente a todo género de disoluciones; mirad ahora si será posible que yo evite esos suplicios eternos.

   —Y muy posible, señora,replicó el prudente Germano, —con tal que os queráis convertir de veras y hacer penitencia de vuestras culpas; porque Jesucristo nuestro Salvador a ningún pecador verdaderamente arrepentido y penitente excluye de su misericordia.

   —Pues dime, te ruego, —repuso la afligida Eudocia, —qué debo hacer para conseguirla.

   —Dejar de pecar, —respondió el siervo de Dios, —y llamar sin dilación a algún sacerdote de los Cristianos para que os instruya en la fe y os administre el santo Bautismo, sin lo cual no hay salvación.

   Llamó al punto Eudocia á uno de sus criados, y le mandó que al instante fuese a buscar al sacerdote de los Cristianos, y le trajese consigo, sin decirle quién le llamaba, advirtiéndole solamente que la necesidad era urgente y apretaba mucho. Vino el sacerdote; pero quedó turbado y como mudo cuando se vio en la casa y en la presencia de Eudocia. Lo conoció ella, y deshaciéndose en lágrimas, se arrojó a sus pies, conjurándole por amor del Salvador de todos los hombres que no la desamparase.

   —Bien sé, —dijo, —que soy la mayor pecadora que han conocido los siglos; pero también sé, porque así me lo han dicho, que la misericordia de tu Dios es infinitamente mayor que mis pecados. Yo quiero ser cristiana: yo quiero recibir de tu mano el santo Bautismo; dámelo, y dame juntamente con él la regla de vida que quisieres, que yo prometo guardarla.

   Admirado el sacerdote, y rindiendo mil alabanzas al autor de aquella asombrosa conversión, cuya historia le refirió el monje Germano, aconsejó a Eudocia que, desnudándose de toda aquella profanidad, galas y joyas preciosas, se vistiese modestamente, y retirada en un cuarto por espacio de siete días los pasase en ayuno y oración, sin ver a persona alguna. Lo ejecutó a la letra; y pasado este tiempo la fué a ver el santo monje, a quien ella misma había suplicado que se detuviese; pero la halló tan desfigurada, tan pálida y tan extenuada, que apenas la conoció. Luego que la Santa le descubrió a alguna distancia, levantando la voz le dijo:

   —Dad, padre mío, muchas gracias al Señor por las misericordias que ha hecho su piedad con esta indigna pecadora. Pasé los seis primeros días de mi retiro en llorar mis enormes culpas y en cumplir con la mayor exactitud todos los ejercicios devotos que vos me prescribisteis. Al día séptimo, estando postrada en tierra, el semblante contra el polvo, me hallé de repente cercada de una grande hermosa luz que casi me deslumbraba. No obstante, reconocí en medio de ella un bizarro joven vestido de blanco, que con semblante majestuoso y severo me cogió de la mano y me arrebató por los aires hasta el cielo, donde vi una innumerable multitud de personas vestidas del mismo traje y color que, mostrando grande alegría de verme, se complacían recíprocamente, y me daban mil enhorabuenas de que algún día había de ser participante con ellas de la misma gloria.   Ocupada y aun embelesada toda en esta dulce visión, apareció de repente un espantoso monstruo que con horribles aullidos se quejaba a Dios de que injustamente se le quitase una presa que por tantos títulos poseía como suya; pero le puso en precipitada vergonzosa fuga una voz que bajó del cielo, diciendo que se complacía Dios en tener misericordia de los pecadores arrepentidos. La misma voz me alentó con la esperanza de lograr una especial protección todo el resto de mi vida, ordenando a mi conductor, que entendí ser el arcángel san Miguel, me restituyese al lugar donde me halló. Ahora, padre mío, a tí te toca ordenarme lo que debo ejecutar para corresponder a tan grandes beneficios.




   El bienaventurado Germano, volviendo a admirar de nuevo las misericordias del Señor, dio a Eudocia las saludables instrucciones que le parecieron necesarias: le ordenó que recibiese cuanto antes el santo Bautismo, y despidiéndose de ella, le dijo:

   —Espera, hija mía, que presto volveré a verte para decirte entonces lo que el Señor quiere que hagas. Costó á Eudocia muchas lágrimas la partida del siervo de Dios; mas no por eso se entibió un punto su fervor.

   Había ya llegado a noticia del obispo Teodoro la mudanza de la famosa cortesana, y estaba esperando con impaciencia pruebas más seguras de la sinceridad de su conversión, cuando le entraron recado de que Eudocia en traje de penitente le pedia audiencia. Luego que entró a la presencia del santo Prelado, se arrojó a sus pies, y deshaciéndose en lágrimas le pidió que no la dilatase el Bautismo. Viéndola el Obispo tan santamente dispuesta, y hallándola suficientemente instruida, la concedió con singular consuelo y gusto lo que deseaba.

   Viéndose ya cristiana Eudocia, llamó a todos sus esclavos, y dándoles libertad, les exhortó a seguir su ejemplo; después despidió a demás criados, pagándoles sus salarios y haciendo además de eso grandes liberalidades a todos; cedió sus inmensos bienes a los pobres, suplicando al obispo Teodoro tomase a su cargo el cuidado de distribuirlos.

   Quedó asombrado el Obispo a vista de una resolución tan generosa, tan cristiana y tan heroica; pero aún se quedó más atónito cuando vio la espantosa cantidad de bienes raíces, de posesiones, de muebles preciosos, de riquísimas joyas que sacrificaba al Señor la nueva penitenta.

   Desde aquel punto fue su vida modelo insigne de las más heroicas virtudes. Se entregó sin reserva a las más rigurosas penitencias, su ayuno era estrechísimo y continuo, conservó siempre el traje dé los neófitos, y no volvió aparecer en público, sino en la iglesia, y llorando sus culpas al pie de los altares.

   Volvió a Heliópolis el monje Germano como lo había ofrecido:  halló a su hija Eudocia elevada a un grado de perfección muy superior al que tenía cuando se había separado de ella. La propuso que sería conveniente se fuese a encerrar en algún lugar solitario para pasar en penitencia y en retiro el resto de sus días. Abrazó al instante este partido, y desde entonces fue una perpetua serie de oración y de rigores la vida de nuestra heroína.

   Necesariamente había de irritar a todo el infierno una conversión tan ruidosa y una virtud tan extraordinaria. Los que habían amado torpemente a Eudocia pecadora no podían tolerar a Eudocia arrepentida. Cierto joven, más disoluto y más osado que los otros, determinó sacarla del desierto, o con maña o con violencia. Se vistió de monje, buscó a Germano, y postrándose a sus pies, le suplicó quisiese admitirle por su discípulo y compañero en aquella soledad. Edificóse el buen Germano al oír la pretensión del engañoso joven; pero

le representó que era muy mozo y muy delicado para llevar el rigor de aquella vida.

   —Yo lo confieso, —replicó el falaz mancebo; —pero a vista de lo que acaba de hacer Eudocia, ayer cortesana y hoy penitenta, seria vergüenza mía no poder hacer otro tanto. Permíteme no más que yo la vea, y que pueda hablarla dos palabras; porque espero que las suyas me inspirarán tanto fervor y tanto aliento, que ninguna penitencia, ningún rigor se me representa imposible. Le creyó Germano, y dio providencia para que viese a Eudocia. Esta, que se hallaba ya prevenida por el Señor del lance que la esperaba, apenas vio en su presencia al disfrazado joven, cuando, sin dejarle acabar el insolente discurso que había comenzado, le habló en tono tan espantoso y tan vivo que, como si cada voz fuera un trueno y cada sílaba un rayo, cayó redondo a sus pies cadáver yerto. Pidieron a la Santa en nombre de Dios que se compadeciese de aquella alma infeliz: hizo oración, y con nuevo milagro le restituyó la vida, mandándole que al instante se fuese a hacer penitencia.

   No desistió el demonio de su intento viendo desvanecido el primer artificio, y echó mano de otro. Sugirieron a Aureliano, gobernador de la provincia, que habiéndose convertido Eudocia a la religión cristiana había llevado consigo al desierto tesoros infinitos, y que se interesaba la honra del mismo Gobernador y el bien público en recoger aquellas inmensas riquezas.

   Despachó Aureliano a un oficial con trescientos soldados, y con orden de que se apoderasen de todo. Reveló Dios a la Santa lo que pasaba, asegurándola que él cuidaría de ella. Con efecto, una mano invisible los detuvo hasta que, dejándose ver un espantoso dragón, los disipó a todos, menos a tres, que fueron a llevar la noticia. Irritado el hijo del Gobernador, partió con más número de tropas; pero al apearse del caballo en la primera marcha le dio una coz tan furiosa, que le tendió muerto en el suelo. Cuando el Gobernador vio entrar por las puertas de su casa el cadáver de su hijo, arrebatado de cólera, de sentimiento y furor, quiso ir en persona a despedazar a Eudocia por su misma mano; pero un caballero llamado Filóstrato le detuvo, y le aconsejó que, dejándose de amenazas inútiles, implorase las oraciones de Eudocia. Siguió Aureliano el consejo, y la escribió una carta suplicándola restituyese la vida a su hijo. Le respondió al punto la Santa, y en lugar de sello señaló su carta con tres cruces. Impaciente el Gobernador salió al camino al propio que había despachado, y haciendo traer el cadáver de su hijo, apenas puso sobre él la respuesta de la Santa, cuando en aquel mismo punto resucitó. A un milagro tan evidente se había de seguir el efecto que le correspondía. Se convirtió luego a la fe Aureliano con toda su familia, y poco después murió santamente.




   En fin, habiendo vuelto a encenderse la persecución contra los Cristianos en tiempo del emperador Trajano, encontró en ella santa Eudocia la corona del martirio por que suspiraba. Noticioso el sucesor de Aureliano, llamado Vicente, de las maravillas que obraba nuestra Santa, le pareció que era conveniente deshacerse de ella sin ruido, temiendo alguna sublevación popular, y así la mandó degollar en secreto. Sucedió su martirio el día 1° de marzo del año 114 de Nuestro Señor Jesucristo, cuya gracia triunfó tan gloriosamente en nuestra dichosa Mártir.

 

 

AÑO CRISTIANO,

ó

EJERCICIOS DEVOTOS PARA TODOS LOS DÍAS DEL AÑO;

POR EL P. JUAN CROISSET,

DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS