domingo, 24 de marzo de 2024
SAN SIMÓN, inocente y mártir. (+ 1475.) — 24 de marzo.
domingo, 3 de marzo de 2024
SAN EMETERIO Y CELEDONIO, MARTIRES. —3 de marzo.
Entre los prodigios de valor que
manifestaron los Mártires de Jesucristo en tiempo que los gentiles perseguían a
la Iglesia con la mayor crueldad fue y ha sido memorable en todos siglos el de san
Emeterio y Celedonio, hijos, según refieren varios escritores, de san Marcelo,
centurión de la legión que tenían los romanos en la ciudad de León, una de las
principales de España, donde los Santos siguieron la profesión militar desde su
juventud. Educados en la religión cristiana por un padre que mereció la corona
del martirio, persuadidos firmemente que fuera de ella no hay salvación para
los hombres, luego que supieron la cruel persecución que suscitaron los emperadores
de Roma contra los discípulos de Cristo, encendidos en vivísimos deseos de
testificar con su sangre las verdades infalibles de nuestra santa fe,
resolvieron de común acuerdo hacerlo así, manifestando en su defensa el brío
militar, de que se hallaban asistidos, ante los perseguidores. Para alentarse a
una acción tan gloriosa, que serviría de ejemplo capaz de animar a no pocos
fieles tímidos a la vista de los estragos que en ellos hacían los gentiles,
habló Emeterio a su hermano en estos términos:
—Ya sabes, Celedonio, hace muchos años que
servimos a las potestades de la tierra en la guerra del mundo, sin otro objeto
que el del honor y premios caducos, arriesgando nuestra vida en las funciones
militares. Supuesto a que al presente se nos ofrece otra guerra más noble, más
digna y más meritoria contra los enemigos de Jesucristo, cuyos premios son
eternos, vamos a lograrlos en un combate laudable.
No necesitas, —respondió Celedonio, —gastar palabras para animarme a que te siga en una resolución tan
acertada, estoy muy bien persuadido de la gran diferencia que hay entre los
premios indefectibles del cielo y los perecederos y temporales del mundo, que
son los que pueden solamente lograr los hombres en esta vida. Hace mucho tiempo
que suspiro por aquellos a costa de una expedición que los merezca, pronto a
derramar la sangre por amor de Jesucristo.
Alentados los dos hermanos con estas y otras
semejantes expresiones, nacidas de unos corazones abrasados en la llama del
amor divino, sin esperar a ser llamados manifestaron públicamente su fe a los
gentiles. Pero, o bien fuese su primera confesión en León, de donde fueron
conducidos presos a Calahorra, según quieren unos; o va en esta ciudad, como
escriben otros, todos convienen que en Calahorra tuvieron su glorioso combate
contra los enemigos de la religión cristiana, donde el gobernador romano
ejecutaba con los fieles, que rehusaban sacrificios a los ídolos, sus
acostumbradas crueldades: presentados al tribunal de aquel impío, le
reprendieron cara a cara los dos hermanos con grande valor y espíritu la
injusticia de sus procedimientos contra la inocencia de los Cristianos,
declamaron sobre las necedades y delirios de las supersticiones adoptadas por
el gentilismo, y manifestaron con admirables discursos las verdades inefables
de la religión de Jesucristo.
No es fácil explicar la cólera que concibió
el magistrado al oír semejante lenguaje, que graduó por uno de los más
criminales alentados contra los príncipes del mundo o su presencia; y queriendo
vengarse, mandó poner en una dura prisión a los santos Confesores, donde les
tuvo padeciendo mucho tiempo con el perverso fin de prolongar su martirio, tan
dilatado, que según escriben varios, les creció excesivamente la barba y el
cabello, haciéndoles después sufrir tormentos inauditos.
Prudencio, uno de los más antiguos y más
célebres entre los poetas latinos, que compuso a fines del siglo IV un poema
importante, bajo el título de las Coronas, en honor de algunos ilustres
Mártires de España, consagra parte de él a los elogios de los dos hermanos Emeterio
y Celedonio, quejándose en los términos más vivos de la malignidad con que los
perseguidores hicieron perecer las actas o proceso judicial, formado contra los
Santos, con la impía intención de abolir la memoria de un suceso tan memorable,
robándose así el conocimiento específico de las generosas respuestas que dieron
al juez, y géneros de penas que sufrieron. Lo que la fama pudo arrancar a esta
intención bárbara por el canal de una tradición fiel se reduce a lo dicho, y a
que los tormentos que padecieron fueron de los más crueles y exquisitos: así lo
afirma el Padre san Isidoro, quien escribe, que por ser tan enormes y bárbaros,
tuvieron vergüenza los gentiles de que llegasen a hacerse públicos, valiéndose
de todos los medios que pudieran contribuir a ocultarles, para que no se
supiese en el mundo hasta dónde llegó el valor de los dos esforzados militares
de Jesucristo, que sufrieron todos cuantos artificios pudo discurrir la obstinada
ceguedad de los paganos, con el perverso fin de rendir su constancia, porque de
ello resultaría sin la menor duda la mayor confusión del gentilismo, y sería un
convencimiento del ningún poder de los falsos dioses, a quienes tributaban
cultos.
Últimamente, viendo los perseguidores
frustradas todas sus tentativas para vencer a los santos hermanos, unos en la
fe, unos en los sentimientos, unos en la fortaleza, y unos en el valor y
espíritu, mandó el gobernador degollarles, no encontrando otro arbitrio: se ejecutó
la sentencia en el día 3 de marzo del año 298 según unos, 306 según otros,
cerca del rio llamado antiguamente Aráneto, hoy Arnedo. En el momento que les
derribó las cabezas el verdugo, sucedió el prodigio, de que fueron testigos
oculares los mismos gentiles, de elevarse por el viento hasta las nubes el
anillo del uno y banda del otro, lo cual se tuvo por una cierta seguridad de la
gloria con que Dios recompensaba la fidelidad y pureza de los Santos, de cuyas
cualidades son símbolo la banda blanca y anillo de oro. San Gregorio de Tours
no ha olvidado esta circunstancia en el elogio que hizo de estos dos ilustres
Mártires, reputándola por un gran milagro.
Los venerables cuerpos de los Santos parece
fueron por entonces sepultados en la ribera del rio dicho, donde se mantuvieron
ocultos todo el tiempo que duró el furor de la persecución, y descubiertos luego
que cesó la tempestad: después de sus traslaciones al monasterio de Leger en la
diócesis de Pamplona, según Yepes escribe, y de la que sostienen otros a Selles
en Cataluña (También
la villa de Cardona, en el principado de Cataluña, obispado de Solsona, se
gloria de poseer los cuerpos de los santos Emeterio y Celedonio, que se afirma
fueron trasladados de Calahorra a la villa de Selles en el mismo Principado, y
de esta villa a la de Cardona, en tiempo del rey don Martin de Aragón, por su
almirante el conde de Cardona; fundándose en la escritura auténtica de su
traslación, verificada a 19 de octubre de 1399),
de cuya verdad prescindo se conservan hoy en la iglesia catedral de Calahorra,
donde se les tributa el culto y honores correspondientes a los de patronos de la
ciudad y toda la diócesis, que por su intercesión ha conseguido del Señor
muchos y muy grandes beneficios. En cuanto a las cabezas de los Santos, se cree
halladas en uno de los puertos de la montaña, llamado antiguamente de San
Emeterio, y en el día Santander, en cuya iglesia permanecen con el honor y
veneración debida.
viernes, 1 de marzo de 2024
SANTA EUDOXIA O EUDOCIA, PENITENTE Y MÁRTIR. (+ 114). —1º de marzo.
Hacia el principio del segundo siglo,
siendo emperador Trajano, vino a fijar su habitación en Heliópolis cierta
famosa cortesana llamada Eudocia, originaria de Samaria, que sin duda se alejó
de su país únicamente para vivir con mayor libertad en su desordenada vida.
Era tenida por la mayor hermosura de su tiempo. Daba nuevo lustre a su
belleza la bizarría con que se adornaba; su entendimiento era vivo, claro y
brillante; su genio alegre, festivo y despejado; su aire naturalmente
desembarazado y garboso; sus ojos introducían dulcemente el veneno hasta el
corazón; pocos había que dejasen de caer en el artificioso halagüeño lazo de
sus redes.
Ninguna dama cortesana metió jamás tanto ruido, y acaso ninguna otra
hizo jamás tanto daño. La hacían corte los mayores señores, encantados de su
hechicero atractivo. Nunca se dejaba ver en público sino con un ostentoso
aparato de galas y de joyas que deslumbraban a cuantos la veían; brillaban en
su cuarto los muebles más exquisitos, siendo fama constante que había
amontonado inestimables riquezas.
Vivía Eudocia entregada a los más escandalosos desórdenes, cuando el
Señor, que se complace en renovar de tiempo en tiempo en su Iglesia los más
estupendos prodigios de su misericordia, vino a buscar a esta oveja perdida, y
quiso descubrir a aquella segunda Samaritana las saludables aguas de la gracia.
Cierto santo monje, llamado Germano, que se volvía al desierto,
transitaba por Heliópolis, se fue a hospedar en casa de un cristiano conocido
suyo que vivía pared en medio de Eudocia. Después de haber dormido como dos ó
tres horas, se levantó a media noche y comenzó a cantar salmos, según lo tenía
de costumbre; después de esto se puso a leer en un libro espiritual que para
este fin traía siempre consigo, y de propósito leía en voz alta para que el
sueño no le venciese, siendo la materia de la lección las terribles penas que
padecerán los condenados en el infierno, mientras los bienaventurados gozarán
de las eternas delicias de la gloria.
El cuarto donde estaba aposentado el santo religioso iba a dar al mismo
dormitorio de Eudocia, que se separaba de él por solo un débil tabique; de
suerte que, despertando al ruido de su cántico, se aplicó por curiosidad a oír
lo que estaba leyendo, y quedó espantada de lo que oía.
Apenas amaneció, cuando le envió un recado, suplicándole que pasase a verla.
Le preguntó luego por su religión, por su estado, por el motivo de su viaje, y después
le rogó que tomase el trabajo de explicarla lo que le había oído leer aquella
noche. El buen monje, que estaba íntimamente penetrado de aquellas espantosas verdades,
la hizo una vivísima pintura de ellas; de suerte que no pudiendo Eudocia
disimular más su asombro ni reprimir su llanto, dio un lastimoso grito, y
exclamó diciendo:
—Pues,
padre, según eso yo seré condenada.
Aprovechándose el siervo de Dios de aquellas felices disposiciones, la
dijo:
—Ahora me habéis de dar
licencia, señora, para que también yo os pregunte quién sois vos, y qué
religión profesáis.
—Yo, —respondió —Eudocia, soy de Samaria,
y profeso la secta de los samaritanos, o, por mejor decir, ninguna religión
profeso, y aun por lo mismo me he entregado ciegamente a todo género de
disoluciones; mirad ahora si será posible que yo evite esos suplicios eternos.
—Y muy
posible, señora, —replicó
el prudente Germano, —con tal que os queráis convertir de veras y hacer penitencia de
vuestras culpas; porque Jesucristo nuestro Salvador a ningún pecador
verdaderamente arrepentido y penitente excluye de su
misericordia.
—Pues
dime, te ruego, —repuso
la afligida Eudocia, —qué debo hacer para conseguirla.
—Dejar de pecar, —respondió el siervo de Dios, —y llamar sin dilación a algún
sacerdote de los Cristianos para que os instruya en la fe y os administre el
santo Bautismo, sin lo cual no hay salvación.
Llamó al punto Eudocia á uno de sus criados,
y le mandó que al instante fuese a buscar al sacerdote de los Cristianos, y le
trajese consigo, sin decirle quién le llamaba, advirtiéndole solamente que la
necesidad era urgente y apretaba mucho. Vino el sacerdote; pero quedó
turbado y como mudo cuando se vio en la casa y en la presencia de Eudocia. Lo conoció
ella, y deshaciéndose en lágrimas, se arrojó a sus pies, conjurándole por amor
del Salvador de todos los hombres que no la desamparase.
—Bien sé, —dijo, —que soy la mayor pecadora que han conocido
los siglos; pero también sé, porque así me lo han dicho, que la misericordia de
tu Dios es infinitamente mayor que mis pecados. Yo quiero ser cristiana: yo
quiero recibir de tu mano el santo Bautismo; dámelo, y dame juntamente con él
la regla de vida que quisieres, que yo prometo guardarla.
Admirado el sacerdote, y rindiendo mil alabanzas al autor de aquella
asombrosa conversión, cuya historia le refirió el monje Germano, aconsejó a Eudocia que, desnudándose de toda aquella profanidad,
galas y joyas preciosas, se vistiese modestamente, y retirada en un cuarto por
espacio de siete días los pasase en ayuno y oración, sin ver a persona alguna.
Lo ejecutó a la letra; y pasado este tiempo la fué a ver el santo monje, a
quien ella misma había suplicado que se detuviese; pero la halló tan
desfigurada, tan pálida y tan extenuada, que apenas la conoció. Luego que la
Santa le descubrió a alguna distancia, levantando la voz le dijo:
—Dad,
padre mío, muchas gracias al Señor por las misericordias que ha hecho su piedad
con esta indigna pecadora. Pasé los seis primeros días de mi retiro en llorar
mis enormes culpas y en cumplir con la mayor exactitud todos los ejercicios
devotos que vos me prescribisteis. Al día séptimo, estando postrada en tierra,
el semblante contra el polvo, me hallé de repente cercada de una grande hermosa
luz que casi me deslumbraba. No obstante, reconocí en medio de ella un bizarro joven
vestido de blanco, que con semblante majestuoso y severo me cogió de la mano y
me arrebató por los aires hasta el cielo, donde vi una innumerable multitud de
personas vestidas del mismo traje y color que, mostrando grande alegría de verme,
se complacían recíprocamente, y me daban mil enhorabuenas de que algún día
había de ser participante con ellas de la misma gloria. Ocupada y aun embelesada toda en esta dulce
visión, apareció de repente un espantoso monstruo que con horribles aullidos se
quejaba a Dios de que injustamente se le quitase una presa que por tantos
títulos poseía como suya; pero le puso en precipitada vergonzosa fuga una voz
que bajó del cielo, diciendo que se complacía Dios en tener misericordia de los
pecadores arrepentidos. La misma voz me alentó con la esperanza de lograr una
especial protección todo el resto de mi vida, ordenando a mi conductor, que
entendí ser el arcángel san Miguel, me restituyese al lugar donde me halló.
Ahora, padre mío, a tí te toca ordenarme lo que debo ejecutar para corresponder
a tan grandes beneficios.
El bienaventurado Germano, volviendo a admirar de nuevo las misericordias
del Señor, dio a Eudocia las saludables instrucciones que le parecieron
necesarias: le ordenó que recibiese cuanto antes el santo Bautismo, y
despidiéndose de ella, le dijo:
—Espera, hija mía, que
presto volveré a verte para decirte entonces lo que el Señor quiere que hagas. Costó á Eudocia muchas lágrimas la
partida del siervo de Dios; mas no por eso se entibió un punto su fervor.
Había ya llegado a noticia del obispo
Teodoro la mudanza de la famosa cortesana, y estaba esperando con impaciencia
pruebas más seguras de la sinceridad de su conversión, cuando le entraron recado
de que Eudocia en traje de penitente le pedia audiencia. Luego que entró a la
presencia del santo Prelado, se arrojó a sus pies, y deshaciéndose en lágrimas
le pidió que no la dilatase el Bautismo. Viéndola
el Obispo tan santamente dispuesta, y hallándola suficientemente instruida, la
concedió con singular consuelo y gusto lo que deseaba.
Viéndose ya cristiana Eudocia, llamó a todos
sus esclavos, y dándoles libertad, les exhortó a seguir su ejemplo; después
despidió a demás criados, pagándoles sus salarios y haciendo además de eso grandes
liberalidades a todos; cedió sus inmensos bienes a los pobres, suplicando al
obispo Teodoro tomase a su cargo el cuidado de distribuirlos.
Quedó asombrado el Obispo a vista de una resolución tan generosa, tan
cristiana y tan heroica; pero aún se quedó más atónito cuando vio la espantosa
cantidad de bienes raíces, de posesiones, de muebles preciosos, de riquísimas joyas
que sacrificaba al Señor la nueva penitenta.
Desde aquel punto fue su vida modelo insigne de las más heroicas virtudes.
Se entregó sin reserva a las más rigurosas
penitencias, su ayuno era estrechísimo y continuo, conservó siempre el traje dé
los neófitos, y no volvió aparecer en público, sino en la iglesia, y llorando
sus culpas al pie de los altares.
Volvió a Heliópolis el monje Germano como lo había ofrecido: halló a su hija Eudocia elevada a un grado de
perfección muy superior al que tenía cuando se había separado de ella. La propuso que sería conveniente se fuese a encerrar en
algún lugar solitario para pasar en penitencia y en retiro el resto de sus días.
Abrazó al instante este partido, y desde entonces fue una perpetua serie de oración
y de rigores la vida de nuestra heroína.
Necesariamente había de irritar a todo el infierno una conversión tan
ruidosa y una virtud tan extraordinaria. Los que habían amado torpemente a Eudocia
pecadora no podían tolerar a Eudocia arrepentida. Cierto joven, más disoluto y más
osado que los otros, determinó sacarla del desierto, o con maña o con
violencia. Se vistió de monje, buscó a Germano, y postrándose a sus pies, le
suplicó quisiese admitirle por su discípulo y compañero en aquella soledad. Edificóse
el buen Germano al oír la pretensión del engañoso joven; pero
le representó que era muy mozo y muy
delicado para llevar el rigor de aquella vida.
—Yo
lo confieso, —replicó el falaz mancebo; —pero a vista de lo que
acaba de hacer Eudocia, ayer cortesana y hoy penitenta, seria vergüenza mía no
poder hacer otro tanto. Permíteme no más que yo la vea, y que pueda hablarla
dos palabras; porque espero que las suyas me inspirarán tanto fervor y tanto
aliento, que ninguna penitencia, ningún rigor se me representa imposible.
Le creyó Germano, y dio providencia para que viese a Eudocia. Esta, que se
hallaba ya prevenida por el Señor del lance que la esperaba, apenas vio en su presencia
al disfrazado joven, cuando, sin dejarle acabar el insolente discurso que había
comenzado, le habló en tono tan espantoso y tan vivo que, como si cada voz
fuera un trueno y cada sílaba un rayo, cayó redondo a sus pies cadáver yerto. Pidieron a la Santa en nombre de Dios que se
compadeciese de aquella alma infeliz: hizo oración, y con nuevo milagro le
restituyó la vida, mandándole que al instante se fuese a hacer penitencia.
No desistió el demonio de su intento viendo desvanecido el primer
artificio, y echó mano de otro. Sugirieron a Aureliano, gobernador de la
provincia, que habiéndose convertido Eudocia a la religión cristiana había
llevado consigo al desierto tesoros infinitos, y que se interesaba la honra del
mismo Gobernador y el bien público en recoger aquellas inmensas riquezas.
Despachó Aureliano a un oficial con trescientos soldados, y con orden de
que se apoderasen de todo. Reveló Dios a la Santa lo que pasaba, asegurándola
que él cuidaría de ella. Con efecto, una mano invisible los detuvo hasta que,
dejándose ver un espantoso dragón, los disipó a todos, menos a tres, que fueron
a llevar la noticia. Irritado el hijo del Gobernador, partió con más número de
tropas; pero al apearse del caballo en la primera marcha le dio una coz tan furiosa,
que le tendió muerto en el suelo. Cuando el
Gobernador vio entrar por las puertas de su casa el cadáver de su hijo,
arrebatado de cólera, de sentimiento y furor, quiso ir en persona a despedazar
a Eudocia por su misma mano; pero un caballero llamado Filóstrato le detuvo, y le
aconsejó que, dejándose de amenazas inútiles, implorase las oraciones de
Eudocia. Siguió Aureliano el consejo, y la escribió una carta suplicándola
restituyese la vida a su hijo. Le respondió al punto la Santa, y en lugar de
sello señaló su carta con tres cruces. Impaciente el Gobernador salió al camino
al propio que había despachado, y haciendo traer el cadáver de su hijo, apenas puso
sobre él la respuesta de la Santa, cuando en aquel mismo punto resucitó. A un
milagro tan evidente se había de seguir el efecto que le correspondía. Se convirtió
luego a la fe Aureliano con toda su familia, y poco después murió santamente.
En fin, habiendo vuelto a encenderse la persecución contra los Cristianos
en tiempo del emperador Trajano, encontró en ella santa Eudocia la corona del
martirio por que suspiraba. Noticioso el sucesor de
Aureliano, llamado Vicente, de las maravillas que obraba nuestra Santa, le
pareció que era conveniente deshacerse de ella sin ruido, temiendo alguna
sublevación popular, y así la mandó degollar en secreto. Sucedió su martirio el
día 1° de marzo del año 114 de Nuestro Señor Jesucristo, cuya gracia triunfó
tan gloriosamente en nuestra dichosa Mártir.
AÑO CRISTIANO,
ó
EJERCICIOS DEVOTOS PARA TODOS LOS DÍAS
DEL AÑO;
POR EL P. JUAN CROISSET,
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS