viernes, 1 de marzo de 2024

SANTA EUDOXIA O EUDOCIA, PENITENTE Y MÁRTIR. (+ 114). —1º de marzo.

 


   Hacia el principio del segundo siglo, siendo emperador Trajano, vino a fijar su habitación en Heliópolis cierta famosa cortesana llamada Eudocia, originaria de Samaria, que sin duda se alejó de su país únicamente para vivir con mayor libertad en su desordenada vida.

   Era tenida por la mayor hermosura de su tiempo. Daba nuevo lustre a su belleza la bizarría con que se adornaba; su entendimiento era vivo, claro y brillante; su genio alegre, festivo y despejado; su aire naturalmente desembarazado y garboso; sus ojos introducían dulcemente el veneno hasta el corazón; pocos había que dejasen de caer en el artificioso halagüeño lazo de sus redes.

   Ninguna dama cortesana metió jamás tanto ruido, y acaso ninguna otra hizo jamás tanto daño. La hacían corte los mayores señores, encantados de su hechicero atractivo. Nunca se dejaba ver en público sino con un ostentoso aparato de galas y de joyas que deslumbraban a cuantos la veían; brillaban en su cuarto los muebles más exquisitos, siendo fama constante que había amontonado inestimables riquezas.

   Vivía Eudocia entregada a los más escandalosos desórdenes, cuando el Señor, que se complace en renovar de tiempo en tiempo en su Iglesia los más estupendos prodigios de su misericordia, vino a buscar a esta oveja perdida, y quiso descubrir a aquella segunda Samaritana las saludables aguas de la gracia.

   Cierto santo monje, llamado Germano, que se volvía al desierto, transitaba por Heliópolis, se fue a hospedar en casa de un cristiano conocido suyo que vivía pared en medio de Eudocia. Después de haber dormido como dos ó tres horas, se levantó a media noche y comenzó a cantar salmos, según lo tenía de costumbre; después de esto se puso a leer en un libro espiritual que para este fin traía siempre consigo, y de propósito leía en voz alta para que el sueño no le venciese, siendo la materia de la lección las terribles penas que padecerán los condenados en el infierno, mientras los bienaventurados gozarán de las eternas delicias de la gloria.

   El cuarto donde estaba aposentado el santo religioso iba a dar al mismo dormitorio de Eudocia, que se separaba de él por solo un débil tabique; de suerte que, despertando al ruido de su cántico, se aplicó por curiosidad a oír lo que estaba leyendo, y quedó espantada de lo que oía.




   Apenas amaneció, cuando le envió un recado, suplicándole que pasase a verla. Le preguntó luego por su religión, por su estado, por el motivo de su viaje, y después le rogó que tomase el trabajo de explicarla lo que le había oído leer aquella noche. El buen monje, que estaba íntimamente penetrado de aquellas espantosas verdades, la hizo una vivísima pintura de ellas; de suerte que no pudiendo Eudocia disimular más su asombro ni reprimir su llanto, dio un lastimoso grito, y exclamó diciendo:

   —Pues, padre, según eso yo seré condenada.

   Aprovechándose el siervo de Dios de aquellas felices disposiciones, la dijo:

   —Ahora me habéis de dar licencia, señora, para que también yo os pregunte quién sois vos, y qué religión profesáis.

   —Yo, —respondió —Eudocia, soy de Samaria, y profeso la secta de los samaritanos, o, por mejor decir, ninguna religión profeso, y aun por lo mismo me he entregado ciegamente a todo género de disoluciones; mirad ahora si será posible que yo evite esos suplicios eternos.

   —Y muy posible, señora,replicó el prudente Germano, —con tal que os queráis convertir de veras y hacer penitencia de vuestras culpas; porque Jesucristo nuestro Salvador a ningún pecador verdaderamente arrepentido y penitente excluye de su misericordia.

   —Pues dime, te ruego, —repuso la afligida Eudocia, —qué debo hacer para conseguirla.

   —Dejar de pecar, —respondió el siervo de Dios, —y llamar sin dilación a algún sacerdote de los Cristianos para que os instruya en la fe y os administre el santo Bautismo, sin lo cual no hay salvación.

   Llamó al punto Eudocia á uno de sus criados, y le mandó que al instante fuese a buscar al sacerdote de los Cristianos, y le trajese consigo, sin decirle quién le llamaba, advirtiéndole solamente que la necesidad era urgente y apretaba mucho. Vino el sacerdote; pero quedó turbado y como mudo cuando se vio en la casa y en la presencia de Eudocia. Lo conoció ella, y deshaciéndose en lágrimas, se arrojó a sus pies, conjurándole por amor del Salvador de todos los hombres que no la desamparase.

   —Bien sé, —dijo, —que soy la mayor pecadora que han conocido los siglos; pero también sé, porque así me lo han dicho, que la misericordia de tu Dios es infinitamente mayor que mis pecados. Yo quiero ser cristiana: yo quiero recibir de tu mano el santo Bautismo; dámelo, y dame juntamente con él la regla de vida que quisieres, que yo prometo guardarla.

   Admirado el sacerdote, y rindiendo mil alabanzas al autor de aquella asombrosa conversión, cuya historia le refirió el monje Germano, aconsejó a Eudocia que, desnudándose de toda aquella profanidad, galas y joyas preciosas, se vistiese modestamente, y retirada en un cuarto por espacio de siete días los pasase en ayuno y oración, sin ver a persona alguna. Lo ejecutó a la letra; y pasado este tiempo la fué a ver el santo monje, a quien ella misma había suplicado que se detuviese; pero la halló tan desfigurada, tan pálida y tan extenuada, que apenas la conoció. Luego que la Santa le descubrió a alguna distancia, levantando la voz le dijo:

   —Dad, padre mío, muchas gracias al Señor por las misericordias que ha hecho su piedad con esta indigna pecadora. Pasé los seis primeros días de mi retiro en llorar mis enormes culpas y en cumplir con la mayor exactitud todos los ejercicios devotos que vos me prescribisteis. Al día séptimo, estando postrada en tierra, el semblante contra el polvo, me hallé de repente cercada de una grande hermosa luz que casi me deslumbraba. No obstante, reconocí en medio de ella un bizarro joven vestido de blanco, que con semblante majestuoso y severo me cogió de la mano y me arrebató por los aires hasta el cielo, donde vi una innumerable multitud de personas vestidas del mismo traje y color que, mostrando grande alegría de verme, se complacían recíprocamente, y me daban mil enhorabuenas de que algún día había de ser participante con ellas de la misma gloria.   Ocupada y aun embelesada toda en esta dulce visión, apareció de repente un espantoso monstruo que con horribles aullidos se quejaba a Dios de que injustamente se le quitase una presa que por tantos títulos poseía como suya; pero le puso en precipitada vergonzosa fuga una voz que bajó del cielo, diciendo que se complacía Dios en tener misericordia de los pecadores arrepentidos. La misma voz me alentó con la esperanza de lograr una especial protección todo el resto de mi vida, ordenando a mi conductor, que entendí ser el arcángel san Miguel, me restituyese al lugar donde me halló. Ahora, padre mío, a tí te toca ordenarme lo que debo ejecutar para corresponder a tan grandes beneficios.




   El bienaventurado Germano, volviendo a admirar de nuevo las misericordias del Señor, dio a Eudocia las saludables instrucciones que le parecieron necesarias: le ordenó que recibiese cuanto antes el santo Bautismo, y despidiéndose de ella, le dijo:

   —Espera, hija mía, que presto volveré a verte para decirte entonces lo que el Señor quiere que hagas. Costó á Eudocia muchas lágrimas la partida del siervo de Dios; mas no por eso se entibió un punto su fervor.

   Había ya llegado a noticia del obispo Teodoro la mudanza de la famosa cortesana, y estaba esperando con impaciencia pruebas más seguras de la sinceridad de su conversión, cuando le entraron recado de que Eudocia en traje de penitente le pedia audiencia. Luego que entró a la presencia del santo Prelado, se arrojó a sus pies, y deshaciéndose en lágrimas le pidió que no la dilatase el Bautismo. Viéndola el Obispo tan santamente dispuesta, y hallándola suficientemente instruida, la concedió con singular consuelo y gusto lo que deseaba.

   Viéndose ya cristiana Eudocia, llamó a todos sus esclavos, y dándoles libertad, les exhortó a seguir su ejemplo; después despidió a demás criados, pagándoles sus salarios y haciendo además de eso grandes liberalidades a todos; cedió sus inmensos bienes a los pobres, suplicando al obispo Teodoro tomase a su cargo el cuidado de distribuirlos.

   Quedó asombrado el Obispo a vista de una resolución tan generosa, tan cristiana y tan heroica; pero aún se quedó más atónito cuando vio la espantosa cantidad de bienes raíces, de posesiones, de muebles preciosos, de riquísimas joyas que sacrificaba al Señor la nueva penitenta.

   Desde aquel punto fue su vida modelo insigne de las más heroicas virtudes. Se entregó sin reserva a las más rigurosas penitencias, su ayuno era estrechísimo y continuo, conservó siempre el traje dé los neófitos, y no volvió aparecer en público, sino en la iglesia, y llorando sus culpas al pie de los altares.

   Volvió a Heliópolis el monje Germano como lo había ofrecido:  halló a su hija Eudocia elevada a un grado de perfección muy superior al que tenía cuando se había separado de ella. La propuso que sería conveniente se fuese a encerrar en algún lugar solitario para pasar en penitencia y en retiro el resto de sus días. Abrazó al instante este partido, y desde entonces fue una perpetua serie de oración y de rigores la vida de nuestra heroína.

   Necesariamente había de irritar a todo el infierno una conversión tan ruidosa y una virtud tan extraordinaria. Los que habían amado torpemente a Eudocia pecadora no podían tolerar a Eudocia arrepentida. Cierto joven, más disoluto y más osado que los otros, determinó sacarla del desierto, o con maña o con violencia. Se vistió de monje, buscó a Germano, y postrándose a sus pies, le suplicó quisiese admitirle por su discípulo y compañero en aquella soledad. Edificóse el buen Germano al oír la pretensión del engañoso joven; pero

le representó que era muy mozo y muy delicado para llevar el rigor de aquella vida.

   —Yo lo confieso, —replicó el falaz mancebo; —pero a vista de lo que acaba de hacer Eudocia, ayer cortesana y hoy penitenta, seria vergüenza mía no poder hacer otro tanto. Permíteme no más que yo la vea, y que pueda hablarla dos palabras; porque espero que las suyas me inspirarán tanto fervor y tanto aliento, que ninguna penitencia, ningún rigor se me representa imposible. Le creyó Germano, y dio providencia para que viese a Eudocia. Esta, que se hallaba ya prevenida por el Señor del lance que la esperaba, apenas vio en su presencia al disfrazado joven, cuando, sin dejarle acabar el insolente discurso que había comenzado, le habló en tono tan espantoso y tan vivo que, como si cada voz fuera un trueno y cada sílaba un rayo, cayó redondo a sus pies cadáver yerto. Pidieron a la Santa en nombre de Dios que se compadeciese de aquella alma infeliz: hizo oración, y con nuevo milagro le restituyó la vida, mandándole que al instante se fuese a hacer penitencia.

   No desistió el demonio de su intento viendo desvanecido el primer artificio, y echó mano de otro. Sugirieron a Aureliano, gobernador de la provincia, que habiéndose convertido Eudocia a la religión cristiana había llevado consigo al desierto tesoros infinitos, y que se interesaba la honra del mismo Gobernador y el bien público en recoger aquellas inmensas riquezas.

   Despachó Aureliano a un oficial con trescientos soldados, y con orden de que se apoderasen de todo. Reveló Dios a la Santa lo que pasaba, asegurándola que él cuidaría de ella. Con efecto, una mano invisible los detuvo hasta que, dejándose ver un espantoso dragón, los disipó a todos, menos a tres, que fueron a llevar la noticia. Irritado el hijo del Gobernador, partió con más número de tropas; pero al apearse del caballo en la primera marcha le dio una coz tan furiosa, que le tendió muerto en el suelo. Cuando el Gobernador vio entrar por las puertas de su casa el cadáver de su hijo, arrebatado de cólera, de sentimiento y furor, quiso ir en persona a despedazar a Eudocia por su misma mano; pero un caballero llamado Filóstrato le detuvo, y le aconsejó que, dejándose de amenazas inútiles, implorase las oraciones de Eudocia. Siguió Aureliano el consejo, y la escribió una carta suplicándola restituyese la vida a su hijo. Le respondió al punto la Santa, y en lugar de sello señaló su carta con tres cruces. Impaciente el Gobernador salió al camino al propio que había despachado, y haciendo traer el cadáver de su hijo, apenas puso sobre él la respuesta de la Santa, cuando en aquel mismo punto resucitó. A un milagro tan evidente se había de seguir el efecto que le correspondía. Se convirtió luego a la fe Aureliano con toda su familia, y poco después murió santamente.




   En fin, habiendo vuelto a encenderse la persecución contra los Cristianos en tiempo del emperador Trajano, encontró en ella santa Eudocia la corona del martirio por que suspiraba. Noticioso el sucesor de Aureliano, llamado Vicente, de las maravillas que obraba nuestra Santa, le pareció que era conveniente deshacerse de ella sin ruido, temiendo alguna sublevación popular, y así la mandó degollar en secreto. Sucedió su martirio el día 1° de marzo del año 114 de Nuestro Señor Jesucristo, cuya gracia triunfó tan gloriosamente en nuestra dichosa Mártir.

 

 

AÑO CRISTIANO,

ó

EJERCICIOS DEVOTOS PARA TODOS LOS DÍAS DEL AÑO;

POR EL P. JUAN CROISSET,

DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS


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