Entre los prodigios de valor que
manifestaron los Mártires de Jesucristo en tiempo que los gentiles perseguían a
la Iglesia con la mayor crueldad fue y ha sido memorable en todos siglos el de san
Emeterio y Celedonio, hijos, según refieren varios escritores, de san Marcelo,
centurión de la legión que tenían los romanos en la ciudad de León, una de las
principales de España, donde los Santos siguieron la profesión militar desde su
juventud. Educados en la religión cristiana por un padre que mereció la corona
del martirio, persuadidos firmemente que fuera de ella no hay salvación para
los hombres, luego que supieron la cruel persecución que suscitaron los emperadores
de Roma contra los discípulos de Cristo, encendidos en vivísimos deseos de
testificar con su sangre las verdades infalibles de nuestra santa fe,
resolvieron de común acuerdo hacerlo así, manifestando en su defensa el brío
militar, de que se hallaban asistidos, ante los perseguidores. Para alentarse a
una acción tan gloriosa, que serviría de ejemplo capaz de animar a no pocos
fieles tímidos a la vista de los estragos que en ellos hacían los gentiles,
habló Emeterio a su hermano en estos términos:
—Ya sabes, Celedonio, hace muchos años que
servimos a las potestades de la tierra en la guerra del mundo, sin otro objeto
que el del honor y premios caducos, arriesgando nuestra vida en las funciones
militares. Supuesto a que al presente se nos ofrece otra guerra más noble, más
digna y más meritoria contra los enemigos de Jesucristo, cuyos premios son
eternos, vamos a lograrlos en un combate laudable.
No necesitas, —respondió Celedonio, —gastar palabras para animarme a que te siga en una resolución tan
acertada, estoy muy bien persuadido de la gran diferencia que hay entre los
premios indefectibles del cielo y los perecederos y temporales del mundo, que
son los que pueden solamente lograr los hombres en esta vida. Hace mucho tiempo
que suspiro por aquellos a costa de una expedición que los merezca, pronto a
derramar la sangre por amor de Jesucristo.
Alentados los dos hermanos con estas y otras
semejantes expresiones, nacidas de unos corazones abrasados en la llama del
amor divino, sin esperar a ser llamados manifestaron públicamente su fe a los
gentiles. Pero, o bien fuese su primera confesión en León, de donde fueron
conducidos presos a Calahorra, según quieren unos; o va en esta ciudad, como
escriben otros, todos convienen que en Calahorra tuvieron su glorioso combate
contra los enemigos de la religión cristiana, donde el gobernador romano
ejecutaba con los fieles, que rehusaban sacrificios a los ídolos, sus
acostumbradas crueldades: presentados al tribunal de aquel impío, le
reprendieron cara a cara los dos hermanos con grande valor y espíritu la
injusticia de sus procedimientos contra la inocencia de los Cristianos,
declamaron sobre las necedades y delirios de las supersticiones adoptadas por
el gentilismo, y manifestaron con admirables discursos las verdades inefables
de la religión de Jesucristo.
No es fácil explicar la cólera que concibió
el magistrado al oír semejante lenguaje, que graduó por uno de los más
criminales alentados contra los príncipes del mundo o su presencia; y queriendo
vengarse, mandó poner en una dura prisión a los santos Confesores, donde les
tuvo padeciendo mucho tiempo con el perverso fin de prolongar su martirio, tan
dilatado, que según escriben varios, les creció excesivamente la barba y el
cabello, haciéndoles después sufrir tormentos inauditos.
Prudencio, uno de los más antiguos y más
célebres entre los poetas latinos, que compuso a fines del siglo IV un poema
importante, bajo el título de las Coronas, en honor de algunos ilustres
Mártires de España, consagra parte de él a los elogios de los dos hermanos Emeterio
y Celedonio, quejándose en los términos más vivos de la malignidad con que los
perseguidores hicieron perecer las actas o proceso judicial, formado contra los
Santos, con la impía intención de abolir la memoria de un suceso tan memorable,
robándose así el conocimiento específico de las generosas respuestas que dieron
al juez, y géneros de penas que sufrieron. Lo que la fama pudo arrancar a esta
intención bárbara por el canal de una tradición fiel se reduce a lo dicho, y a
que los tormentos que padecieron fueron de los más crueles y exquisitos: así lo
afirma el Padre san Isidoro, quien escribe, que por ser tan enormes y bárbaros,
tuvieron vergüenza los gentiles de que llegasen a hacerse públicos, valiéndose
de todos los medios que pudieran contribuir a ocultarles, para que no se
supiese en el mundo hasta dónde llegó el valor de los dos esforzados militares
de Jesucristo, que sufrieron todos cuantos artificios pudo discurrir la obstinada
ceguedad de los paganos, con el perverso fin de rendir su constancia, porque de
ello resultaría sin la menor duda la mayor confusión del gentilismo, y sería un
convencimiento del ningún poder de los falsos dioses, a quienes tributaban
cultos.
Últimamente, viendo los perseguidores
frustradas todas sus tentativas para vencer a los santos hermanos, unos en la
fe, unos en los sentimientos, unos en la fortaleza, y unos en el valor y
espíritu, mandó el gobernador degollarles, no encontrando otro arbitrio: se ejecutó
la sentencia en el día 3 de marzo del año 298 según unos, 306 según otros,
cerca del rio llamado antiguamente Aráneto, hoy Arnedo. En el momento que les
derribó las cabezas el verdugo, sucedió el prodigio, de que fueron testigos
oculares los mismos gentiles, de elevarse por el viento hasta las nubes el
anillo del uno y banda del otro, lo cual se tuvo por una cierta seguridad de la
gloria con que Dios recompensaba la fidelidad y pureza de los Santos, de cuyas
cualidades son símbolo la banda blanca y anillo de oro. San Gregorio de Tours
no ha olvidado esta circunstancia en el elogio que hizo de estos dos ilustres
Mártires, reputándola por un gran milagro.
Los venerables cuerpos de los Santos parece
fueron por entonces sepultados en la ribera del rio dicho, donde se mantuvieron
ocultos todo el tiempo que duró el furor de la persecución, y descubiertos luego
que cesó la tempestad: después de sus traslaciones al monasterio de Leger en la
diócesis de Pamplona, según Yepes escribe, y de la que sostienen otros a Selles
en Cataluña (También
la villa de Cardona, en el principado de Cataluña, obispado de Solsona, se
gloria de poseer los cuerpos de los santos Emeterio y Celedonio, que se afirma
fueron trasladados de Calahorra a la villa de Selles en el mismo Principado, y
de esta villa a la de Cardona, en tiempo del rey don Martin de Aragón, por su
almirante el conde de Cardona; fundándose en la escritura auténtica de su
traslación, verificada a 19 de octubre de 1399),
de cuya verdad prescindo se conservan hoy en la iglesia catedral de Calahorra,
donde se les tributa el culto y honores correspondientes a los de patronos de la
ciudad y toda la diócesis, que por su intercesión ha conseguido del Señor
muchos y muy grandes beneficios. En cuanto a las cabezas de los Santos, se cree
halladas en uno de los puertos de la montaña, llamado antiguamente de San
Emeterio, y en el día Santander, en cuya iglesia permanecen con el honor y
veneración debida.
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