Era Valeriano un joven caballero romano que,
cautivado de la extraordinaria hermosura y raro mérito de Cecilia, se declaró
pretendiente de su mano, poniendo en práctica cuantos medios le sugirieron su
amor y su pasión para merecerla por esposa.
Asustaron a Cecilia las diligencias de
Valeriano, porque siendo ocultamente cristiana, sin que lo hubiesen llegado a
entender aun sus mismos padres, había consagrado a Dios su virginidad desde el día
en que recibió el Bautismo. Mientras tanto se concluyó el tratado, y se señaló
el día de la boda. En estos apurados términos recurrió Cecilia a la oración, al
ayuno, al cilicio y a otras muchas penitencias, mereciendo que el Señor se
rindiese a sus lágrimas, y oyese benignamente sus deseos. Se efectuó el
matrimonio, y se celebró la boda con ostentación y regocijo; pero animada
Cecilia de una viva confianza en la bondad del Señor y en el poder de su
omnipotente brazo, hallándose sola con Valeriano, le habló de esta manera: —Yo tenía un secreto muy importante que comunicarte, con tal que
me jures Fe a ninguno se lo has de revelar.
— Yo te lo
juro, respondió Valeriano.
—Pues
sábete, continuó la Santa, que tengo en mi compañía un Ángel del Señor, guarda
fiel de mi virginidad; y lo mucho que te amo me obliga aprevenirte que si no me
correspondieres con un amor puro y casto serás funesto despojo de su ira, pues
te costará infaliblemente la vida cualquiera licencia o libertad menos honesta
que quisieres usar conmigo.
Á los principios enmudeció sorprendido
Valeriano; pero volviendo en sí, y comenzando a hacer su efecto la gracia, la
dijo: —Si quieres que te crea, hazme ver a ese Ángel que te guarda,
porque mientras no debiere a mis ojos el desengaño, me persuadiré a que tienes
puestos los tuyos en otro hombre con agravio de mi fineza y de mi honor.
— Harélo, respondió la Santa; pero antes es menester que te laves en cierto sagrado bañó, sin
cuya diligencia no es posible ver al Ángel que me defiende. Creciendo más y más en
Valeriano el ansia de ver al Ángel, le preguntó dónde estaba aquel misterioso baño, y qué diligencias
debía practicar para ser admitido en él. —Ve, dijo
Cecilia, hasta tres millas de aquí por la vía Apia, y encontrarás
ciertos pobres a quienes yo tengo costumbre de dar limosna: llévales esta de mi
parte, y pídeles que te conduzcan a donde está el santo viejo Urbano, el cual
sabe el secreto del divino baño, te instruirá, y te pondrá en estado de que veas
a mi Ángel.
Partió al punto Valeriano: se vio con el santo papa Urbano, y quedó presto instruido en todo el misterio. Supo que Cecilia era cristiana, y que el sagrado baño, que le haría capaz de ver a los santos Ángeles, era el Bautismo de los Cristianos. Le pidió con instancia; y deteniéndole el santo Pontífice siete días para instruirle en los misterios de la fe, le administró el santo Bautismo, y le despachó a su casa.
Apenas entró en ella, cuando se encaminó al cuarto de Cecilia, abrió la puerta, y vio que estaba en oración de rodillas con un Ángel a su lado, cuyo semblante era más resplandeciente que el sol, y tenía en su mano dos guirnaldas tejidas de rosas y azucenas de exquisita hermosura, que exhalaban una celestial fragancia. Dio el Ángel a cada uno de los dos su guirnalda, diciéndoles, al presentarlas, que era regalo del Esposo de las vírgenes, como prenda de la corona eterna que les disponía en el cielo; y dirigiendo después la palabra al neófito Valeriano, le dijo: —Pues has resuelto ser virgen como tu casta esposa, me ordena Dios te diga de su parte que le pidas lo que quisieres, porque está pronto a concedértelo. Al oír estas palabras se postró en tierra Valeriano, y exclamó diciendo: —¡Ah Señor! la gracia que os pido es la conversión de mi hermano Tiburcio, porque siempre nos hemos amado tiernamente los dos; y así haced que logre la misma dicha que yo. —No podías pedir cosa más agradable al Señor, respondió el Ángel, —que la conversión de tu hermano, y su Majestad te la ha concedido. Dicho esto, desapareció.
No bien habían acabado su oración los dos
esposos Valeriano y Cecilia, colmados de un gozo celestial, y rindiendo al
Señor mil bendiciones de gracias, cuando entró Tiburcio en el cuarto, y
sintiendo la fragancia, preguntó de dónde podía
nacer aquel suavísimo olor de rosas y azucenas, no siendo tiempo de ellas: —A mí me debes ese gusto, respondió
Valeriano sonriéndose: —ahora no percibes más
que el olor; pero en tu mano está tener también una guirnalda de azucenas y de
rosas como yo la tengo. Y
echándole los brazos al cuello transportado de alegría, añadió: —Sábete que soy cristiano, y espero que presto lo serás tú
también. Le
contó después todo lo que le había pasado, y pidió a Cecilia que le explicase
brevemente los misterios de nuestra Religión.
Como la gracia obraba poderosamente en el
alma de Tiburcio, abrió los ojos a la verdad, y exclamó diciendo: —Pues ¿qué es menester que yo haga? —Es menester, respondió
la Santa, —que sin la menor dilación
busques al santo pontífice Urbano para que te instruya, y recibas de su mano el
santo Bautismo.
No se puede explicar el gozo que recibió el
santo Pontífice cuando vio a Tiburcio postrado a sus pies, pidiendo le hiciese
cristiano. Era Tiburcio un joven de gallarda disposición, de nobles y muy despejadas
potencias, de singular vivacidad, y de una intrepidez increíble. Le detuvo san
Urbano algunos días en su compañía para catequizarle; y habiéndole después administrado
el santo Bautismo, le volvió a enviar a su casa lleno de alegría, y tan
abrasado en ardiente celo por la Religión, que ya todo su anhelo era dar la
vida en defensa de ella.
No fue estéril ni ociosa la conversión de
los dos santos hermanos: los pobres sintieron presto su efecto, pues muchos se
vieron libres de sus miserias con sus cuantiosas y caritativas limosnas. Pero
su caridad y su misericordia se explicó principalmente, así en dar sepultura a
los cuerpos de los santos Mártires que morían durante la persecución, como en
consolar y alentar a los que estaban encarcelados en odio de la fe.
No podía dejar de hacer gran ruido en la
ciudad una virtud tan sobresaliente en personas de aquella edad, de aquel
mérito, y de aquella calidad. Llegando a noticia de Almaquio, prefecto de Roma,
y grande enemigo de los Cristianos, mandó comparecer ante su tribunal a los dos
santos hermanos. Y habiéndose presentado:
—Admirado estoy, les dijo, que unos hombres de vuestra distinción se hayan mezclado con esos miserables Cristianos, aborrecidos y despreciados de toda la tierra. ¿Es decente a personas de vuestra calidad juntarse con esa canalla? Si queréis hacer bien, ¿faltarán pobres honrados en quienes expendáis vuestras limosnas?
—Bien se conoce, señor, respondió Tiburcio, —que conocéis poco a los Cristianos. Solo el título de siervo
del verdadero Dios, en la única religión verdadera, vale más que todas las riquezas
y toda la nobleza. Hasta ahora no ha habido en el mundo pueblo tan discreto,
nación tan prudente como la de los Cristianos. Ellos desprecian lo que parece
algo a los ojos de los hombres, y en la sustancia es nada; y ellos estiman lo que
parece nada a nuestros ojos, y es todo en la sustancia. — Y bien, replicó Almaquio, ¿qué viene a ser eso, que en sí es nada,
aunque parece algo? —Este mundo, respondió Tiburcio, —que solo es una figura fugaz y pasajera; esas honras vanas de
que se apacientan los mundanos; ese fantasmón de gloria, esa quimérica felicidad
de esta vida, tras la cual tan ciegamente se corre.
—¿Y cuál
es la otra cosa, le
preguntó Almaquio, —que pareciendo nada a
vuestra vista, en la realidad vale por todo?
—Es la
vida eterna, respondió
Tiburcio; — vida feliz para las
almas justas, que no tiene fin, y aquella vida miserable para los pecadores,
que jamás se acaba.
—¿Quién te
enseñó todos esos sueños y delirios?
le volvió a preguntar Almaquio.
—No los
llames así, dijo
Tiburcio; —llámalos verdades
eternas, y te responderé que me las enseñó el Espíritu de mi Señor Jesucristo.
—¿Quién
fue el que le llenó la cabeza de tantos disparates? insistió otra vez el
Prefecto: —¿cuánto tiempo a que
loqueas, que perdiste el juicio, y que diste en esas extravagancias?
—Con vuestra
licencia, señor, respondió
modestamente Tiburcio, —la locura y la
extravagancia es adorar por Dios a una estatua de piedra o de madera: la
extravagancia y la locura es preferir un puñado de días llenos de trabajos,
cuidados y amarguras, a una felicidad llena y eterna. Cuando yo vivía
ciegamente en el error en que vos estáis ahora, entonces sí que era verdaderamente
loco y extravagante; pero después que mi Señor Jesucristo me abrió los ojos por
su infinita misericordia, discurro con juicio, y hablo con prudencia.
—Según eso
tu eres cristiano, replicó
el Prefecto.
—Sí,
señor,
respondió Tiburcio, —esa dicha tengo, y
me precio mucho de ella.
Irritado Almaquio de unas respuestas tan
firmes, tan animosas y tan prudentes, mandó arrestar a Tiburcio; y volviéndose a
Valeriano, le dijo: —Ya ves que tu pobre
hermano ha perdido la cabeza.
—Mucho os
equivocáis, señor, respondió
el Santo; —nunca le he visto con
mayor juicio.
—Á lo que
veo, replicó
Almaquio, —tan loco estás tú
como él: en mi vida he visto mayor extravagancia.
—No
siempre hablaréis ni discurriréis de esa manera, respondió Valeriano; —algún día conoceréis, aunque tarde, que la mayor de todas las
locuras era creer que unos hombres embusteros, malvados y deshonestos en vida
se convirtiesen en dioses después de muertos. ¿Qué idea formáis de la
Divinidad? ¿Puede imaginarse que hay más que un Dios quien no haya perdido el
uso de la razón? ¿Hay en el mundo extravagancia más risible que esa multitud de
dioses y de diosas?
No sabiendo Almaquio qué responder, entró en
una especie de furor; y sin respetar la ilustre calidad de los dos santos
confesores, los mandó apalear tan cruelmente, que faltó poco para que espirasen
en aquel suplicio. En medio de él se les oía exclamar llenos de fervorosa alegría:
—Seáis, Señor, eternamente bendito por la gracia que nos hacéis de
que derramemos nuestra sangre por Vos, que os dignasteis redimirnos derramando
primero la vuestra.
Llevaron después a los dos santos hermanos a
la cárcel, cuando Tarquiniano, asesor del Prefecto, le representó que, si no
quitaba presto la vida a aquellos dos caballeros, se aprovecharían del tiempo para
repartir todos sus ricos bienes a los pobres, y nada se encontraría para el
fisco. Le hizo fuerza este dictamen, y mandó que al punto
fuesen llevados al templo de Júpiter para que le ofreciesen sacrificio, y, en
caso de resistirse, que les quitasen la vida.
Luego que se pronunció esta sentencia fueron
entregados los dos santos Mártires a un ministro, llamado Máximo, para que los
condujese al suplicio. Admirado Máximo de verlos tan alegres, les preguntó la causa de aquella extraordinaria alegría. Pues ¿no quieres, le
respondieron los dos fervorosos hermanos, no quieres que no quepa el gozo en
nuestros corazones, viéndonos ya en el término de esta triste vida, que
propiamente es un miserable destierro, para dar principio a otra vida
colmadamente feliz, que jamás se ha de acabar?
—Pues qué, replicó Máximo, ¿hay otra vida más que esta?
—Y como
que la hay, respondió
Tiburcio, —nuestra alma, que sola
siente la alegría y la tristeza, es inmortal, y después de esta vida tan corta,
tan llena de miserias y trabajos hay otra que no tiene fin. Esta es dichosa y
feliz para los Cristianos que mueren santamente; y al contrario es eternamente
desgraciada para los que no fueren cristianos.
Penetrado Máximo de esta verdad, dijo a
Tiburcio: —Pues a ese precio yo
quiero ser cristiano; y desde luego hago voluntariamente sacrificio de esta mi corta
y miserable vida.
— En esa suposición, le dijeron los dos Santos, —haz que se suspenda hasta mañana la ejecución de la sentencia; llévanos a tu casa, y esta noche recibirás el santo Bautismo, para que en el mismo punto de nuestra muerte veas por tus propios ojos un rayo dé la gloria que gozaremos. Se hizo todo así. Aquella noche concurrió secretamente a casa de Máximo la misma santa Cecilia, y con sus fervorosas exhortaciones excitó en todos aquellos nuevos cristianos más vivos y más encendidos deseos del martirio. Al día siguiente, en el mismo punto en que fueron degollados los dos santos Valeriano y Tiburcio, vio Máximo sus dos resplandecientes almas como dos luminosos astros, conducidas en manos de Ángeles a la gloria, de donde se desprendía un brillante resplandor que le deslumbraba. No pudiendo contenerse ni reprimir las lágrimas, prorrumpió en estas exclamaciones: —¡Oh generosos siervos del verdadero Dios! ¡oh qué dichosos sois! ¡oh quién pudiera comprender la gloria que gozáis, y yo estoy viendo con mis propios ojos! ¡oh si pudiera yo lograr la misma suerte que vosotros, ya que tengo la dicha de ser también cristiano! Á esta ruidosa conversión de Máximo, uno de los principales ministros del Prefecto, se siguió la de otros muchos cristianos, y presto fue premiada con la corona del martirio. Porque noticioso Almaquio de lo que pasaba, mandó que al punto fuese molido a palos con bastones gruesos y nudosos; lo que se ejecutó con tanta crueldad, que el santo Mártir espiró en aquel tormento.
Sucedió el martirio de
estos grandes Santos al principio del siglo III. Sus cuerpos fueron enterrados a
cuatro millas de la ciudad, cerca del lugar donde fueron martirizados. Desde el
siglo IV fueron venerados con público culto en toda la Iglesia. El año 740 el
papa Gregorio III renovó su sepulcro, y hacia el fin del mismo siglo Adriano I
mandó edificar en honra suya una iglesia. En el año de 821 fueron trasladados sus
santos cuerpos a Roma, juntamente con el de santa Cecilia, por el papa Pascual,
quien los colocó todos en una iglesia dedicada a esta santa virgen.
AÑO
CRISTIANO
POR
EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).
Traducido
del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.
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