Al
fin del reinado de Luis VII en Francia, y al principio del de Felipe Augusto,
su hijo, que reinó algún tiempo con él, ocurrió en París un hecho casi análogo
al ocurrido en la ciudad de Norwich (24 de marzo). El
mártir también estaba en edad de razón, y por eso su victoria fue más notable y
más gloriosa.
Era un muchacho llamado
Richard, de muy buena familia, de tan sólo doce años. Los judíos lo apresaron
cerca de la fiesta de Pascua, lo condujeron a su casa y lo llevaron a una
bóveda subterránea. El jefe de la sinagoga, al interrogarlo sobre sus creencias
y lo que le habían enseñado sus padres, respondió con una firmeza digna de un
verdadero cristiano:
«Creo sólo en Dios Padre todopoderoso, y en Jesucristo,
su único Hijo, nacido de Santa María Virgen, crucificado y muerto bajo Poncio
Pilato».
El rabino, ofendido por esta profesión de fe
tan llena de candor, se dirigió a los judíos cómplices de su crimen y les
ordenó que lo desnudaran y lo azotaran cruelmente. La ejecución siguió inmediatamente
a la orden; el santo joven fue desnudado y golpeado con una furia que sólo
podía corresponder a los hijos de la raza de Canaán. Mientras unos le trataban
de esta manera, otros, que eran espectadores de la tragedia, le escupían en la
cara y, en un horrible desprecio por la fe cristiana que profesaban, proferían
mil blasfemias contra la divinidad de Jesucristo, mientras que el mártir le
bendecía sin cesar, sin pronunciar otras palabras,
en medio de todos estos tormentos, que el sagrado nombre de JESÚS.
Cuando estos tigres hubieron gozado bastante
de este primer tormento, le levantaron en una cruz, y le hicieron sufrir todas
las indignidades que sus sacrílegos antepasados habían
hecho sufrir antiguamente a nuestro divino Salvador en el Calvario; Sin
embargo, su barbarie no pudo quebrantar el coraje del Mártir; pero, conservando
siempre el amor de Jesús en su corazón, no dejó de tenerlo en sus labios, hasta
que al fin su pequeño cuerpo, debilitado por el dolor, dejó salir su alma con
un suspiro, y con el mismo adorable nombre de Jesús.
Una impiedad tan detestable, cometida en
medio de un reino totalmente cristiano, no quedó impune. El rey incluso quiso exterminar a todos los judíos que
estaban en Francia, porque casi en todas partes eran acusados de crímenes similares; además de su usura. El rey por
último se contentó con desterrarlos del reino.
Dios quiso hacer ilustre la memoria del
santo mártir, que murió por la causa de su hijo. La
tumba que le erigieron en un cementerio llamado Petits-Champs, se hizo famosa
por los milagros que allí ocurrían todos los días; lo que impulsó a los
cristianos a levantar su santo cuerpo del suelo y llevarlo solemnemente a la
Iglesia de los Inocentes, donde permaneció hasta que los ingleses, habiéndose
hecho de algún modo dueños de Francia, y particularmente de París, bajo el
débil rey Carlos VI, sustrajeron este precioso tesoro para honrarlo en su país,
entonces católico, y nos dejaron sólo su cabeza. Todavía se podía ver en
el siglo XVIII, en esta misma Iglesia de los Inocentes, custodiada en un rico
relicario.
La historia del
martirio de San Ricardo fue compuesta por Robert Gaguin, general de la Orden de
la Santísima Trinidad; se encuentra también en los Anales y Antigüedades de
París; en el martirologio de los santos de Francia, y en varios historiadores
que han escrito las acciones de nuestros reyes.
Particularmente en Escipión Dúplex, cuando
trata del reinado de Felipe Augusto, en el año 1180, este autor observa, con el
cardenal Baronio, en el segundo volumen de sus Anales, que, ocho años antes, otros judíos habían cometido un crimen
similar en la ciudad de Nordwich, en Inglaterra, en la persona de un niño,
llamado Guillermo, como vimos.
De este niño habla Polidoro Virgilio en su
Historia de Inglaterra, como también lo hace el religioso Roberto du Mont en su
suplemento a Sigeberto.
Tenemos ya cinco
santos inocentes martirizados por los judíos: Simeón, en Trento, Janot, en la
diócesis de Colonia, Guillermo, en Nordwich, Hugo en Lincoln y nuestro Ricardo,
en París. Pero existen miles de casos en toda la historia del cristianismo,
algunos muy bien documentados.
Podemos añadir un
quinto, del que habla Raderus en su Santa Baviera, es decir, un niño llamado
Miguel, de tres años y medio, hijo de un campesino llamado Jorge, del pueblo de
Sappendelf, cerca de la ciudad de Naumburgo. Los judíos, habiéndolo
raptado el Domingo de Pasión, para satisfacer su rabia contra los cristianos,
lo ataron a una columna, donde lo atormentaron durante tres días con extrañas
crueldades: así le abrieron las muñecas y las puntas de los pies, y le hicieron
varias incisiones en forma de cruz por todo el cuerpo, para sacarle toda la
sangre. Murió en este tormento en el año de Nuestro
Señor 1340.
Añadamos que,
habiéndose convertido los judíos en objeto de un odio tan general, sólo los
Papas y los concilios los salvaron, al menos a menudo, de la furia del pueblo y
de los edictos de proscripción de los príncipes. En ciertas regiones y ciudades
se cometieron terribles masacres o se les obligó, mediante amenazas y torturas,
a abrazar el cristianismo.
Alejandro II, por citar sólo dos ejemplos,
elogió a los obispos españoles que se habían opuesto a esta violencia; El V
Concilio de Tours (1273) prohibió a los cruzados perseguir a los judíos.
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