San Eleuterio, uno
de los ilustres mártires de Jesucristo que florecieron en los primeros siglos
de la Iglesia, a quien celebran los escritores por uno de los prodigios del valor
cristiano en tiempo de las persecuciones gentílicas, tan distinguido por su
magnanimidad y heroísmo, que, así como su memoria ha sido la admiración de los
siglos futuros, fue por entonces su constancia el asombro de los mismos
paganos. Nació en la ciudad de Roma en los deplorables tiempos en que
los idólatras, dueños de aquella capital, procuraban desterrar del mundo el nombre
y religión de Jesucristo.
Su madre Anlia,
una de las matronas ilustres del Senado, ilustrada con la luz del Evangelio,
educó a Eleuterio desde sus más tiernos años en las verdades de la fe católica,
y procuró imprimir en su alma como en blanda cera los altos dictámenes de la
religión cristiana, cuyas piadosas máximas siguió siempre el niño, arreglando
sus costumbres con el espíritu de la ley santa de Dios. Le ofreció en su
puericia al sumo pontífice Anacleto con el fin de que le incorporase en el
clero de la Iglesia de Roma; y para que con más libertad que la que gozaban por
entonces los fieles en aquella ciudad con motivo de las frecuentes
persecuciones pudiese instruirse en la literatura, le envió a Ecana, donde a la
sazón florecía el obispo Dinamio, varón esclarecido en santidad y sabiduría,
bajo cuyo magisterio hizo el santo joven admirables progresos en las ciencias,
y nada inferiores en las virtudes.
El ardiente celo que mostraba Eleuterio por
la religión de Jesucristo, y la grandeza de espíritu con que rebatía los
errores adoptados en la idolatría, sin temor del poder de los gentiles,
movieron a Dinamio a ordenarle de sacerdote, bien persuadido de la utilidad que
resultaría a la Iglesia de la creación de un ministro que manifestaba tanto
interés en dilatar el reino de Jesucristo, cuya doctrina confirmaba con
repetidos prodigios
En atención a los relevantes méritos y
notorios servicios a la Iglesia con que Eleuterio se distinguía, fue promovido
a la dignidad episcopal, aunque no nos consta con certeza la iglesia de su
destino. La diversidad de opiniones sobre la silla que ocupó este eminente Prelado
nos obliga a seguir en esta parte las prudentes conjeturas de los más
escrupulosos críticos que, atenidos a ellas, dicen que habiéndole enviado a
Roma Dinamio con el fin de que se dignase el Papa elegirle por coadjutor suyo,
pidiendo a la sazón los ilíricos obispo de Aquileya, se le consagró para
aquella cátedra.
Cuando se conducía
Eleuterio a su silla acompañado de algunos romanos é ilíricos, fue preso por
los gentiles en el camino, y presentado al emperador Adriano, que a la sazón
había pasado desde el Oriente a Roma; quien noticioso de los progresos que el
Santo hacía en la Religión, con notable desfalco del gentilismo, por los muchos
paganos que se convertían a la fe en fuerza de sus prodigios y predicación,
luego que le tuvo a su presencia, comenzó a reconvenirle, como siendo
descendiente de la ilustre prosapia de los senadores romanos se había dejado
engañar de una secta que tenía por Dios a un hombre crucificado; y abominando
su proceder, le ofreció ventajosos partidos en el caso de que, reconocido de su
error, prestase adoración a los dioses protectores del imperio. Despreció Eleuterio
con generosidad las proposiciones del Emperador; predicó con valentía la verdad
de la fe de Jesucristo, y con no menor valor reclamó contra las supersticiones
de la idolatría, haciendo con sus sabios discursos demostración de sus
necedades; de lo que irritado Adriano, apeló a los tormentos más crueles para
rendirle.
Aunque los escritores no convienen en la
referencia circunstanciada de las actas de su pasión, todos contestan que probó
el tirano su constancia con varios géneros de exquisitos tormentos; como fueron mandarle poner sobre unas parrillas de hierro
hechas ascuas, y arrojarle después a un horno encendido; pero como Eleuterio,
sostenido de Dios, triunfase de tan inhumanas crueldades, ordenó que, amarrado a
las colas de cuatro caballos indómitos, se le descuartizase con este castigo.
Salió el Santo victorioso de esta bárbara invención como en las antecedentes;
pero no pudiendo Adriano sufrir por más tiempo el invencible valor de aquel
héroe cristiano, que le servía de la mayor confusión, y que acreditaba
notoriamente su ningún poder, y la flaqueza de los falsos dioses a quienes
prestaba adoración, le mandó decapitar por último recurso, logrando por este
medio la corona del martirio en principios del siglo II de la era cristiana.
Su madre Antia, que
como la de los Macabeos animaba a su hijo a padecer por defensa de la ley,
apenas espiró, se arrojó llena de gozo sobre su cuerpo, a prestarle con señales
sensibles la veneración debida; por cuyo heroico acto mandó Adriano que fuese
degollada. Recogieron los fieles sus venerables cadáveres, y les dieron
sepultura en el campo de Roma; y elevados del primer sepulcro luego que gozó de
paz la Iglesia, hallándose presente al acto el obispo Reatino, eligió a san
Eleuterio por patrono de su iglesia, habiendo conseguido gran porción de sus
reliquias, de las que se trasladaron parte a Constantinopla.
AÑO CRISTIANO.
1862.
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