Cristina era una niña de diez años; sin embargo, se necesitaron
nada menos que tres tiranos sucesivos para condenarla a muerte, pues los dos
primeros fueron víctimas de su crueldad. Su
padre era un gobernador romano llamado Urbano, muy adicto al culto a dioses
falsos. Cristina, inspirada desde arriba, tras haber abierto los ojos a la
verdadera fe, retiró todos los ídolos de oro y plata
que su padre adoraba en casa, los rompió en pedazos y los dio como limosna a
los cristianos pobres. Ante esta noticia, la ira de su padre no tuvo límites;
fue abofeteada, azotada y desgarrada con garras de hierro.
En
medio de estas torturas, la heroica niña conservó la paz de su alma y recogió
los pedazos de su carne para presentárselos a su desnaturalizado padre. La
tortura de la rueda y la del fuego le resultaron inofensivas. Un ángel acudió
entonces a la prisión de Cristina para curar sus heridas. Su padre hizo un último esfuerzo; la hizo arrojar al lago
cercano con una piedra alrededor del cuello, pero un ángel la condujo sana y
salva a la orilla. Este nuevo prodigio irritó tanto al bárbaro padre que, al
día siguiente, lo encontraron muerto en su cama.
Un
nuevo gobernador heredó su crueldad; hizo que Cristina yacese en una palangana
de aceite hirviendo mezclado con brea; pero ella se persignó y no sintió el
dolor de esta tortura. Tras más torturas, fue
llevada al templo de Apolo; en cuanto entró, el ídolo se rompió en pedazos y el
tirano cayó muerto. De inmediato, tres mil infieles se convirtieron a la
verdadera fe.
La valiente mártir tuvo que comparecer ante un tercer juez,
deseoso de vengar la vergüenza y la muerte de sus dos predecesores. Hizo que la
joven mártir fuera arrojada a un horno ardiente, donde permaneció cinco días
sin sufrir daño alguno. Los verdugos, desesperados, la dejaron en prisión entre
una multitud de víboras que no le causaron daño alguno. Le cortaron la lengua,
pero perdió el habla. Finalmente, atada a un poste, fue atravesada con flechas.
Abad
L. Jaud, Vidas de los santos para cada día del año, Tours, Mame, 1950.
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