Los que nacieron en la ceguedad y tinieblas
del gentilismo, que quieran vivir en su ceguedad, malo es; pero al fin como
fueron así criados y enseñados, parece tienen algún género de disculpa; pero
quien nació alumbrado luego con la clara luz del Evangelio, se crio y doctrinó
en ella con el ayuda de las letras y divinas Escrituras, y después la dejó, siguiendo
pertinazmente por sus vicios el error de los gentiles, ¿qué disculpa tendrá? Ninguna.
El desdichado emperador Juliano Apóstata fué
uno de éstos, el cual desde su niñez fué criado y enseñado en la santa ley
evangélica, leyó y supo mucho de las sagradas Escrituras, y después, dejándolo
todo, siguió la adoración de los ídolos, y fué el más cruel y declarado
perseguidor del nombre de Cristo que jamás se vio. ¿Quién, pues, le tendrá lástima? Ninguno, pues él se buscó y quiso su perdición eterna. Entre
los innumerables que experimentaron el rigor de este cruel apóstata, fueron los
tres ínclitos mártires y gloriosos hermanos Manuel, Sabel á Ismael, los cuales
eran naturales de Persia, de madre cristiana y padre gentil. Su vida era
inmaculada, y su solicitud en no llegar a los sacrificios y fuegos que los persas
solían hacer en honor de sus dioses, porque aun en sólo mirarlos les parecía
quedaban contaminados, según habían sido pura y religiosamente instruidos por
Eunoico, su ayo, varón clarísimo, cristiano y muy docto en la fe.
Reinaba entonces en Persia Alamundaro, el cual
con cartas y embajadores había tratado con el emperador Juliano hiciese paces,
y estando ya conformes en ellas, envió por sus embajadores a estos tres santos
hermanos para que las efectuasen y llevasen los capítulos y condiciones de
ellas. Venidos al imperio romano hablaron al emperador, y le mostraron las
condiciones y pactos hechos; y Juliano les mandó que descansasen, e hizo que
los tratasen y regalasen como se acostumbraba hacer a los embajadores. Poco les
duró, porque en breves días pasó el estrecho de Calcedonia, y fué á Bitinia, llevándose
consigo muchas gentes principales, y entre ellas a los tres santos hermanos. Hizo
un solemne sacrificio en un lugar llamado Trigón, y todos los gentiles
acudieron a la fiesta y sacrificaron a los ídolos. Los
tres gloriosos hermanos no quisieron aun ver el abominable sacrificio, y tristes
lloraban y suplicaban a Dios los conservase sinceros y sin mancilla en su religión
y santa fe, y fuese servido de apartar de tan grave error a los idólatras.
—«¡Oh
Señor, decían, no los dejes así estar metidos en el profundo de los males!» A este tiempo, por orden
del emperador, fué á ellos un su camarero, y procuró llevarlos al sacrificio;
mas ellos con una voz y voluntad le dijeron:
— «Vete de nosotros, pues nunca hemos de negar la fe en que fuimos
criados, ni dejaremos a nuestro Dios y Señor por venerar a los demonios que
están con vosotros. No venimos tan largo camino para negar nuestra religión;
sólo venimos a hacer las paces y confirmar lo que más nos pareciere. Sepa vuestro
emperador que de ningún modo nos apartará de la ley de nuestro Señor Jesucristo,
aunque contra nosotros manifieste todo su poder, entregándonos al fuego, al
hierro y cuantos instrumentos para atormentar ha inventado la tiranía y rigor
de los más crueles bárbaros.»
El camarero refirió todo
esto al emperador, el cual por entonces los mandó sólo poner en la cárcel.
Los gloriosos santos iban tan gozosos a la
prisión, que iban cantando así: — «Venid, regocijémonos con el Señor, alegrémonos en Dios, nuestra salud.
¿Qué Dios hay que sea grande como nuestro Dios, el cual siempre nos hace bien
en gloria y potestad? Nosotros somos su pueblo y obra de sus manos, y perpetuamente
lo invocaremos.»
El siguiente día, sentado el emperador
apóstata en su tribunal, mandó traer a su presencia a los santos mártires, y
primero los procuró atraer a su propósito con blandas palabras, y después los amenazó
diciendo que, aunque eran embajadores, no les guardaría la fe (quien a Dios no
se la guardó, ¡qué
mucho!) y palabra si no adoraban a los dioses como él; porque debajo
de este presupuesto se habían hecho las paces. Los
valerosos caballeros respondieron que ellos se habían criado y sido enseñados
en la religión cristiana por Eunoico, varón insigne en las cosas divinas e
incomparable en la virtud, y estaban firmes en su doctrina, con que en ningún
tiempo dejarían al Criador de los cielos y tierra por los demonios; y que,
pues ellos sólo habían venido por capitular las paces entre el imperio romano y
el reino pérsico, no tratase cosa alguna de la religión y dejase adorar a cada
uno a quien adoraba, pues esto no tocaba a la embajada. Con estas palabras se
enojó Juliano, y lleno de ira dijo:
—«Decidme: ¿cómo
vosotros, que siempre fuisteis rudos é ignorantes de la lengua griega, sois tan
desvergonzados y atrevidos, que con vuestro grosero hablar nos queráis
persuadir vuestra religión, a nosotros que alcanzamos la cumbre de las letras y
no somos ignorantes de vuestras Escrituras? Sabed que en mi mocedad traté en
ellas; mas como conocí cuan poco valían, las deje. Y pues yo las entiendo y os
aconsejo, sabed que os importa dejar ese pensamiento inconsiderado y de niños.
Y si no me quisiereis oír y obedecer, la experiencia de los tormentos os
enseñará cuan mal os estará vuestra arrogancia y porfía en una religión indigna
de ser oída.»
Oyendo tan sacrílegas palabras se confirmaron
más en su propósito los ínclitos mártires; y así dijeron:
— «De nuestro
Dios aprendimos que no hemos de temer a los que quitan la vida al cuerpo, y que
por miedo no hemos de hacer traición a la verdad, y que cuando seamos presos no
pensemos lo que hemos de responder, pues el mismo Espíritu Santo nos dará ánimo
y osadía para las batallas, y qué decir en abriendo los labios. ¿Qué falta de
razón y ciencia nos imputas, tú que pareces el más sabio de todos? No sé cuál
está más falto aquí de ella, aquel que no conoce a Dios, criador de todo el universo,
y no le da toda honra, o aquel que lo dejó y adora las cosas por él criadas, y
les da el nombre divino, y ama las honras de los demonios y sucios simulacros.
Dios es el extremo de cuanto se ha de desear, y fin del más encumbrado
entendimiento, que la abundancia de la vana retórica está llena de mentiras, y
os hace ensoberbecer y caer del estado perfecto a un triste y desventurado,
como a ti te ha sucedido, que diste oído a la elocuencia, y estás con ella tan
loco y soberbio, que te has mudado el nombre, y querido que por religioso te
llamen infiel y ajeno de Dios.»
Como esto oyó el cruel apóstata, lleno de ira
y furor, mandó tender en el suelo a los mártires, y que cuatro hombres con
cuatro duras correas los azotasen, hasta que sus cuerpos se bañasen en sangre; luego
hizo que les agujereasen los pies y manos con clavos, y los pusiesen en un palo,
y que con uñas de hierro fuesen sus carnes despedazadas. Así se ejecutó, y sus
cuerpos santos fueron deshechos con crueldad grande, y muchos pedazos de sus
delicadas carnes caían por el suelo. En medio de tan gran tormento pusieron los
ojos en el cielo, y con la boca y alma decían:
— «¡Oh
Señor, que fuiste por los malos clavado en el madero, y no triunfaras del
pecado si así no hubieras padecido muerte de cruz! Mira, Señor, como por tu
amor estamos también clavados, para que así se purifiquen nuestras almas; y
pues conoces la flaqueza de nuestra naturaleza, envía de lo alto tu favor,
alivia este trabajo y mitiga esta crueldad y dolor. Confiados en ti, Señor,
osamos recibir estos tan graves tormentos; cuan crueles sean, y cuánto nos
atormentan, bien lo ves; y así, Jesús dulcísimo, pues estás presto para defender,
defiende a tus siervos Manuel y sus dos hermanos. Mas, ¡oh benignísimo Señor!,
aun el ruego se está en los labios, y ya tu santo ángel les mitigó los dolores
y dejó más sanos que estaban, y esforzó para los demás tormentos.»
Entonces Juliano los mandó soltar del
tormento, y burlando de ellos, les dijo:
— «¿Veis,
como hasta ahora me entretengo, dejando de daros tormentos mayores, pensando
que habéis de mudar de intento?»
Los mártires gloriosos, sufriendo mal estas
palabras, llenos de mayor confianza, le dijeron:
— «No
pienses, ¡oh enemigo de Dios!, lo que hasta aquí; haz lo que más quisieres, que
dispuestos estamos a padecer todas tus furias por el nombre de nuestro Señor
Jesucristo, y todo nos será suave.»
Con todo, el apóstata cruel, teniendo esperanza
de convencerlos, hizo apartar a Manuel, y comenzó con dulces palabras a
persuadir a los dos que adorasen a sus dioses, diciéndoles mal de su hermano,
porque les aconsejaba que sólo a Cristo conociesen por Dios, prometiéndoles
grandes honras, bienes y dádivas si le daban este gusto. Los santos gloriosos,
no pudiendo oír sus palabras, con grandes voces y ánimo le dijeron:
— «¿Por qué
te cansas en buscar caminos para perdernos? Si no has experimentado cuánto
valemos, ni te basta lo que ha pasado, no dejes de hacer cuanto pudieres, pues
tienes tan maldita y cruel alma. Pero si ya sabes nuestra fe, ¿por qué juzgas
hemos de ser tan fáciles, que en un instante nos mudemos? Pues ten por cierto que,
si acaso no nos volvemos locos, no hemos de honrar a vuestros ídolos falsos,
hechos de lodo y piedra, sin saber más que las piedras; porque burlando de
ellos, antes que nosotros, dijo David con espíritu divino: que serían
semejantes a ellos los que confiasen en ellos.»
Turbado quedó con estas razones Juliano, y
no pudiendo sufrir más les mandó quema los costados para que ardiesen en fuego,
así como él se ardía en ira y furor. Ardían los benditos santos y daban gracias
a Dios, no mirando a los tormentos presentes, sino a la eterna gloria que por
ellos esperaban; antes deseaban padecer más, tan enamorados estaban de Cristo,
que se olvidaban de su misma naturaleza. Juliano, entonces más ciego, les dijo:
— «¿No
sentís como los dioses esperan vuestra conversión, pues hacen que podáis sufrir
tantos males?»
A que respondieron:
— «No
tenemos nosotros que mirar a vuestros dioses, ¡oh desdichado!, cuando tenemos a
nuestro Dios y Señor Jesucristo; éste sabemos nos libra de los presentes dolores,
y hace que despreciemos el hierro y el fuego; porque ¿cómo de otra suerte
bastaría la carne y sangre, pues aun una piedra haría sentimiento? Que, si los
demonios no te hubieran engañado y traído a su idolatría, en que estás ciego,
tú verías la verdad y nuestra razón.»
Temió el tirano que si más
los atormentaba mayores afrentas le dirían, y así los dejó, y llamó a Manuel,
el cual también lo afrentó, por lo que perdió la esperanza de vencerlos, y
desesperado les mandó hincar clavos por las cabezas y meter cañas por las uñas,
y que al fin les cortasen las cabezas, y que después los quemasen, porque de
esta manera no pudiesen los cristianos venerar sus cenizas. Lo cumplieron todos los
crueles verdugos, y para degollarlos subieron a un peñasco difícil de subir,
que se decía de Constantino, donde oraron así los invictos mártires, diciendo:
— «Recibe,
Señor, en sacrificio esta muerte que nos ha de dar la espada, y convierte a tu
conocimiento esta gente que ciega os mira, y cautiva el demonio: dales, Señor,
tal luz que a ti solo conozcan por Dios, y a ti solo adoren.»
En acabando estas palabras, oyeron una voz del
cielo, que les dijo:
— «Venid a recibir
las coronas de la gloria, pues magníficamente se han acabado vuestras
batallas;»
y luego les fueron cortadas las cabezas, siendo aquel
día al 17 de junio. El peñasco se abrió al instante, y recibió dentro de
sí los santos cuerpos. Los verdugos que esto vieron, y que no podían ya
quemarlos, como había mandado el inicuo emperador, echaron a huir, y los que
presentes estaban creyeron en el Señor; y habiendo
estado allí muchos cristianos dos días en oración, repentinamente el peñasco
les volvió los santos cuerpos, llenos de admirable olor, y los llevaron y
sepultaron suntuosamente, y después hicieron infinitos milagros.
El cruel Juliano no quedó
sin castigo de haber quebrantado la palabra a Dios y a los embajadores; porque
el rey de Persia, como supo sus muertes, le hizo guerra, y el enemigo de la paz
fué también contra él, y venidos a batalla, fué el malaventurado Juliano vencido,
y herido en sus entrañas con celestial saeta, quedando escarnecido de los
demonios, que lo habían engañado, y también de los cristianos, que quedaron de
él muy amenazados, cuando se partió para la guerra de Persia.
Escribieron la vida de
estos gloriosos mártires los griegos en su Menologio, Metafrastes en sus vidas,
Nicéforo Calixto en el lib. x de su Hist, eclesiást., cap. 11; Lipomano, tom.
VI; Surio, tom. III; Sanctoro, el Martirologio romano, y Baronio en sus
Anotaciones, y en el tom. IV de sus Anales, año 362, n. 47.
Quien mal anda en mal acaba, y como se vive se muere; son adagios comunes, que
otros llaman cortos evangelios. Dígalo el cruel y
apóstata Juliano, pues acabó mísera y desdichadamente, y no es ésa su peor
suerte, sino el estar su desdichada alma ardiendo en los infiernos, mientras
que Dios fuere Dios. No así las de los tres gloriosos hermanos y mártires de
Jesucristo, pues por ser constantes en la confesión de su santísimo nombre y fe
católica gozan de la eterna gloria con las coronas y palmas que tan
valerosamente ganaron, por cuya intercesión merezcamos la misma gloria. Amén.
LEYENDA
DE ORO
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