Antes de ser el primer Papa, era San Pedro un pobre pescador judío, natural de Betsaida, aldea situada a orillas del lago de Genezaret. Vivía en Cafarnaúm en casa de su suegra. Desposeído de instrucción y de bienes temporales, vivía del arte de pescar, en unión de su hermano Andrés.
El primer encuentro de Simón Pedro con el Divino Maestro tuvo lugar a orillas del río Jordán, donde el Precursor, San Juan, bautizaba. Su hermano Andrés, que sirvió de intermediario para la presentación, dijo un día a Simón: «Hemos hallado al Mesías».
Y llevó a su hermano a Cristo. El Señor, en viendo a San Pedro le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Juan: de hoy más te llamarás Cefas», que en lengua siríaca o caldea es lo mismo que Pedro o piedra. Con esta mudanza de nombre quiso Jesús darle a entender que le tomaba para sí y le consideraba como uno de sus discípulos. Pedro y Andrés simpatizaron ya entonces con Jesús. Pero la vocación definitiva sólo tuvo efecto pasados algunos días, cuando ambos hermanos se hallaban en Cafarnaúm, después del milagro realizado por el Salvador al sanar a la suegra de San Pedro de grave calentura.
Pedro y Andrés estaban cierto día limpiando y remendando sus redes a orillas del rio, al tiempo que el Salvador predicaba a la muchedumbre, que le estrechaba por todos lados. Entró Jesús en la barca de Pedro y le mando que la apartase unos pies de la orilla; se sentó en ella y desde allí predicó a la gente. Acabando de predicar, dijo a Pedro: «Remad mar adentro y echa las redes para pescar».
Eso mismo habían estado haciendo toda aquella noche sin coger nada. Lo hizo notar Pedro a Jesús, pero añadió: «Fiándome en tu palabra, echaré la red».
Esta vez recogieron tan grande cantidad de peces que las redes se rompían; por lo que Pedro y Andrés tuvieron que llamar a gritos a sus compañeros Santiago y Juan, los cuales estaban pescando en otra barca con su padre Zebedeo, y las dos barcas llegaron a la orilla repletas de peces. Este milagro los llenó de admiración y espanto. Pedro, asombrado, dijo al Salvador: «Apártate de mí. Señor, que soy un hombre pecador».
No se apartó de ellos Jesús, antes dijo a Pedro: «No temas; en adelante serán hombres los que pescarás». Mirando luego a los cuatro les dijo: «Venid en pos de mí para ser pescadores de hombres».
Ellos dejaron cuanto tenían y le siguieron.
ANDA SOBRE LAS AGUAS. — EL PAN VIVO.
Al atardecer del día en que el Salvador multiplicó los panes para saciar a la hambrienta muchedumbre, los doce Apóstoles entraron solo en una barca para pasar a la otra orilla del lago. Pero sobrevino de repente un viento huracanado que amenazaba hundir la barca. Sudaban los Apóstoles de tanto remar, cuando a eso de las tres de la madrugada vieron que venía a ellos un hombre, andando sobre las aguas. «Es un fantasma», se dijeron asustados, y empezaron a gritar llenos de miedo. No era ningún fantasma, sino el mismo Jesús, el cual les dijo: «Sosegaos, soy yo no temáis».
—«Señor —le dijo Pedro—, si eres Tú mándame ir a ti sobre las aguas».
—«Ven», le respondió el Salvador.
Pedro echa a andar hacia su Maestro; pero crece la violencia del viento;
Pedro tiembla y empieza a hundirse: « ¡Señor —exclama—, sálvame!».
Al punto extiende Jesús la mano, coge al apóstol y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?»
Entraron los dos en la barca, y cesó el viento.
Cuando Jesús predijo a los discípulos que llegaría a darles su carne en comida y su sangre en bebida, casi todos ellos murmuraban de Él diciendo: «Dura es esta doctrina; ¿quién puede aceptarla?» Y muchos le dejaron.
Jesús dijo entonces a los doce: « Y vosotros, ¿queréis marcharos también? »
—«Señor —le respondió Pedro—, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y conocido que eres el Cristo, el Hijo de Dios... »
PRIMACÍA. — FORMACIÓN. — REPROCHES. — ALIENTOS.
Iba Jesús un día con los doce Apóstoles por las aldeas de Cesare de Filipo, que está en los confines del norte de Palestina, y en el camino les preguntó: « ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? »
Respondieron ellos: — «Unos dicen que Juan Bautista, otros Elías, otros Jeremías o alguno de los profetas».
— «Y vosotros, ¿quién decís que soy? »
— «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», repuso Pedro.
Jesús añadió: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos».
Esas palabras le valieron ser escogido por jefe del colegio apostólico y de la Iglesia universal. «Y yo te digo —añadió Jesús— que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos: cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra, será también desatado en los cielos».
Inmortales palabras que resonarán día tras día y siglo tras siglo, hasta la consumación de los tiempos.
Pedro no estaba todavía suficientemente dispuesto para el apostolado. Necesitaba formarse concepto exacto del Hombre Dios, cuyas humillaciones no entendía. Cuando Jesús reveló a los Apóstoles las afrentas, tormentos y muerte que había de padecer en Jerusalén, San Pedro, con audacia y familiaridad extremadas, se atrevió a censurar a su Maestro: « ¡Ah, Señor, de ningún modo; no, no será así como dices». Eso le valió severísima amonestación: «Quítate de delante de mí. Satanás que me escandalizas; porque no tienes gusto de las cosas que son de Dios, sino de las cosas de los hombres».
Para darle a entender mejor las cosas de Dios, Jesús llevó a Pedro con Santiago y Juan al monte Tabor, y ante ellos se transfiguró, vistiéndose por breve tiempo de eternos resplandores. Pedro, extático ante aquella visión gloriosa y fuera de sí de admiración, exclamó: «Señor, bien estamos aquí». Propone luego a su Maestro levantar tres tiendas, una para Jesús, otra para Moisés, y la tercera para Elías. El cielo le respondió. En la nube resonó una voz la del Padre celestial, que dijo: «Éste es mi Hijo muy amado; escuchadle». Se desvaneció al punto aquella luz esplendorosa; los tres Apóstoles quedaron solos con Jesús, en cuya divinidad creyeron entonces más firmemente.
Muchas veces vemos a San Pedro en la vida del Salvador, haciendo declaraciones en nombre de los demás Apóstoles y dando testimonio en toda ocasión de su ardiente amor y profundo respeto a Jesús.
Cuando Nuestro Señor refirió la parábola de los criados que velaban en ausencia de su dueño. San Pedro le preguntó: « ¿Es sólo para nosotros esta parábola, o es para todos? » —«Para todos —respondió Jesús—; pero se pedirá cuenta de mucho a aquel a quien mucho se entregó». Sin duda que Pedro se aplicó a sí mismo aquella advertencia de Jesús.
También fué Pedro quien pidió explicaciones acerca de la generosidad y número de veces que hemos de perdonar a nuestros deudores. Siete veces le parecían ya muchas. Jesús le respondió: «No te digo yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». Quería decir, siempre.
Se pagaba en Palestina un tributo de dos dracmas, que era exigido por el fisco en provecho del Templo de Jerusalén. Los recaudadores del tríbulo se acercaron a Pedro y le dijeron: « ¿Qué?, ¿no paga vuestro Maestro las dos dracmas? »
—«Sí, por cierto» —respondió el Apóstol. Fué a pedir el dinero a Jesús, que nada llevaba y que, por otra parte, siendo Hijo de Dios, estaba exento de contribuir a los gastos del culto debido a su eterno Padre. Con todo eso, por no escandalizar a sus discípulos, dijo a Pedro: «Ve al mar y echa el anzuelo; coge el primer pez que saliere y ábrele la boca. En ella hallarás una cestera de cuatro dracmas; tómala y dásela por mí y por ti». Con esto parece denotar el Salvador, que Él y su Vicario son una sola persona en el gobierno de la Iglesia.
LA ÚLTIMA CENA.
A Pedro y Juan les encargó el Señor que preparasen la última Cena y no a Judas que era sin embargo el que guardaba la bolsa, quizá por no querer Jesús que aquel traidor supiese de antemano dónde iban a celebrarla. Dos incidentes que sobrevinieron en esta Cena pusieron de manifiesto el vehemente natural de Pedro y su ardiente amor a Jesús.
Fué el primero el lavatorio de los pies. Al ver Pedro que el Divino Maestro se adelantaba hacia él, atónito exclamó: «Señor, ¿Tú me lavas los pies?».
Y con la vehemencia que le era tan natural, se negó a ello rotundamente: «No, no me lavarás los pies jamás».
Aquel arrebato se acercaba a la desobediencia. Jesús le dijo: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo».
De repente, Pedro asustado, pasa al extremo opuesto: «Señor, no solamente los pies, sino también las manos y la cabeza».
Cuando, acabada la Cena, Jesús dijo a los Apóstoles que viviría ya poco tiempo con ellos y que adónde iba no podrían ellos seguirle, Pedro repuso conmovido: « ¿Y por qué no he de poder seguirte? Moriré contigo si fuere menester».
— « ¿Tú darás la vida por mí? —Replicó Jesús—. En verdad te digo, que tú esta noche, antes de que cante el gallo por segunda vez, tres veces me habrás negado».
Pedro sigue porfiando: «Yo no te negaré».
No obstante la perspectiva de aquella triple negación de Pedro, la cual había de curar su excesiva presunción, Jesús le prometió, no la impecabilidad, pero sí la infalibilidad en materia de fe: «Simón. Simón, mira que Satanás va tras de vosotros para zarandearos como el trigo. Mas yo he rogado por ti para que tu fe no perezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos».
LA NOCHE DE LA PASIÓN
En Getsemaní fue San Pedro testigo de la agonía del Salvador; testigo soñoliento — ¿por qué no decirlo?— y tanto, que Cristo, muy afligido, le dijo: «Simón, ¿tú duermes?; ¿aún no has podido velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en la tentación».
Llega luego el traidor Judas con los soldados y servidores para prender a Jesús. Pedro quiere defender a su Maestro, saca la espada y corta la oreja a Maleo, criado del Pontífice. Jesús empero, sosiega el ardor del Apóstol, le manda envainar la espada, sana la oreja de Maleo y se deja maniatar. Entonces los discípulos le abandonan y huyen medrosos, temiendo por su propia vida. Sin embargo, Pedro quiere cerciorarse de lo que va a ser de Jesús. Síguele de lejos, entra disimuladamente en el patio principal de la casa del Pontífice Caifás, y se junta a los criados y criadas que estaban calentándose alrededor de una hoguera improvisada al aire libre. Todos le observan. A la legua se nota que su facha y ademanes difieren de todo en todo de los de aquella chusma que por allí entra y sale afanosa. Una criada le mira y le dice: «Éste también solía andar con él. ¿No eres por ventura uno de los discípulos de Jesús Nazareno? »
—«No, mujer, no lo soy, Ni le conozco. Ni entiendo lo que dices». Y cantó el gallo.
Pasa por allí otra criada, y a ella se le ocurre también decir mirando a Pedro: «Éste solía andar con Jesús Nazareno».
—«Sí por cierto —añadió un criado—, tú eres también discípulo suyo. ¿Acaso no te vi yo en el huerto con él? »
—«No, hombre, no; no lo soy». Y otra vez negó con juramento: «No conozco a ese hombre».
Al poco rato vuelven a la carga: «Seguramente eres tú también de ellos, pues eres galileo; tu misma habla te descubre».
Pedro, aturdido, empieza a echar sobre sí imprecaciones y afirma otra vez con juramento: «No conozco al hombre de quien me habláis». En esto, cantó el gallo segunda vez.
Jesús cruzó el patio en aquel mismo instante y miró a Pedro, el cual se acordó de la predicción de su Maestro. Avergonzado, cariacontecido, despedazado su corazón por el dolor y el arrepentimiento, salió fuera y lloró amargamente. Ya no se habla más de él en el relato de la Pasión del Salvador. Lloró su cobardía y lavó su grave culpa en sus lágrimas.
«APACIENTA MIS CORDEROS, APACIENTA MIS OVEJAS»
No bien oye decir Pedro que el Salvador ha resucitado, corre al sepulcro con San Juan, entra el primero y sólo ve los lienzos en el suelo y el sudario que estaba recogido. Ese mismo día se le apareció Jesús y le aseguró que le perdonaba la triple negación. Días después se apareció el Señor a los Apóstoles en la orilla del lago de Tiberíades y, tras una pesca milagrosa, dijo a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que éstos? »
—«Sí, por cierto. Señor; bien sabes que te amo».
—«Apacienta mis corderos».
Otra vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan; ¿me amas? »
—«Sí, Señor; ya sabes que te amo».
Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?».
Pedro se contrista al ver que Jesús insiste. Como desconfiando de sí mismo contesta: «Todo lo sabes, Señor; bien sabes, pues, que te amo».
— «Apacienta mis ovejas», le dijo el Señor.
Quería Jesús obligar al Apóstol a reparar la triple negación con aquella triple protesta de amor. Con el mandato de apacentar los corderos y las ovejas le hizo pastor universal de su Iglesia: los corderos significaban a los fieles y las ovejas a los pastores.
PRIMEROS HECHOS DE SAN PEDRO COMO PAPA
Desde el día siguiente de la Ascensión Pedro fué Papa, y como tal obró sin que nadie le contradijera. En el Cenáculo, donde los Once aguardaban la venida del Espíritu Santo, su primera providencia fue sustituir a Judas, cuya defección dejó una vacante en el colegio apostólico, y presidir la elección de San Matías. El día de Pentecostés, fué el primero que predicó a los judíos con atrevimiento y libertad sobre el Cristo que habían crucificado, y ese día, en un sermón convirtió a tres mil personas. Fué la primera redada del pescador de hombres.
A los pocos días obró un milagro; el primero que se hacía en prueba de la doctrina evangélica. Subía al Templo con Juan a la hora de nona, cuando hallaron en la Puerta Hermosa a un cojo de nacimiento que les pidió limosna. «No tengo plata ni oro —le dijo Pedro—; pero te doy lo que tengo: En el nombre de Jesús Nazareno, levántate y anda». Arenga luego Pedro a la muchedumbre y cinco mil hombres piden ser bautizados. Los sacerdotes rabian, detienen a los dos apóstoles y los llevan ante el Sanedrín. Pedro habla entonces de Jesús Nazareno con intrepidez. Los jueces le prohíben nombrar a Jesús: « ¿Es justo obedeceros a vosotros antes que a Dios? — Les dice Pedro—. En cuanto a nosotros, no podemos menos de hablar de lo que hemos visto y oído». El non póssumus, pronunciado en esta ocasión por vez, primera, lo repetirán hasta el fin de los tiempos los sucesores de Pedro, a todos los poderosos que se muestren hostiles a la verdad cristiana.
Día tras día se sentían los Apóstoles más enardecidos y lograron nuevos y numerosos partidarios. No limitaron su apostolado a la ciudad de Jerusalén: tenían mandato de predicar el Evangelio en todo el mundo. En su calidad de jefe de la Iglesia, visita San Pedro las nacientes cristiandades. Va a Samaría para confirmar a los neófitos. El mago Simón, testigo de los prodigios obrados con la imposición de las manos, le ofrece dinero para participar de este poder sobrehumano. «Perezca tu dinero contigo», le dijo Pedro. Estas palabras servirán en adelante para estampar sello de infamia en todas las simonías.
Va San Pedro a Lida y allí sana al paralítico Eneas. Llega luego a Jope, y resucita a una viuda llamada Tabita; en dicha ciudad tiene luego la misteriosa visión del mantel que baja del cielo, y en el cual había todo género de animales inmundos. Oye una voz que le dice: «Mata y come». Era para darle a entender que había de admitir en la Iglesia a todos los pueblos sin someterlos a las exigencias de la ley mosaica. Al día siguiente partió para Cesarea, donde bautizó al centurión Cornelio y a su familia, primicias del pueblo romano y del mundo pagano en la Iglesia de Cristo.
DE ANTIOQUÍA A ROMA
En sus viajes por Siria y Asia Menor puso San Pedro la cátedra pontificia en la ciudad de Antioquía, que vino a ser, después de Jerusalén y antes que Roma, cabeza de la catolicidad. En memoria de ello celebra la Iglesia el día 22 de febrero la fiesta de la «Mata y come».
Teniendo Pedro sobre sí el peso y gobierno de todas las Iglesias, le era preciso trasladarse con frecuencia a otras partes. El año 42 fué el santo Apóstol a Jerusalén. Poco antes había llegado a dicha ciudad Herodes Agripa, nombrado rey por el emperador Claudio. El rey, para ganar la voluntad de los judíos, empezó degollando a Santiago el Mayor y echando en la cárcel a Pedro, con intento de matarle pasadas las fiestas de la Pascua. Pero «la Iglesia hacía incesantemente oración a Dios por él», y fué milagrosamente libertado por un ángel. Pedro partió entonces para Roma, donde estableció la Iglesia de la que fué primer pastor por espacio de veinticinco años (42-67). Llegó acompañado de su discípulo San Marcos, que después escribió el segundo Evangelio a petición de los fieles, según lo que oyó al mismo San Pedro.
Aunque especialmente encargado de la Iglesia de Roma, no por eso descuidaba las demás. Escribió dos epístolas a las Iglesias de Asia. Envió a San Marcos a fundar la Iglesia de Alejandría, de suerte que las tres Iglesias patriarcales más antiguas —Roma, Alejandría y Antioquía— le son deudoras de su fundación.
El año 47 fué expulsado San Pedro por un edicto del emperador Claudio, el cual mandó salir a todos los judíos de Roma, como gente revoltosa. Créese que este edicto fué ocasionado por los alborotos que promovieron los judíos contra los cristianos, entre los cuales no hacían distinción los paganos. Después de muerto Claudio, el año 54, o quizá poco antes, volvió San Pedro a Roma.
PERSECUCIÓN. — MARTIRIO.
En muy breve tiempo floreció tanto la Iglesia romana que amenazaba eclipsar el poderío de los emperadores. Ésta fué de ordinario la causa de las persecuciones.
El día 19 de julio del año 64 arrebatado Nerón de loca y desenfrenada soberbia, mandó poner fuego a la ciudad de Roma, para luego darse el gusto de reedificarla conforme a sus deseos. Nueve días duró el incendio que redujo a pavesas diez barrios de los catorce que componían la ciudad. Para sosegar la indignación de los romanos. Nerón acusó a los cristianos de ser autores de aquel incendio y decretó la primera persecución. Suplicios atrocísimos e inauditos fueron inventados contra los inocentes. Atormentarlos de mil modos a cual más inhumano y feroz llegó a ser cosa de chanza y divertimiento. Hasta de noche se regalaban los romanos con la sangre de los mártires. Entrada libre tenían a los jardines de Nerón, en el Vaticano. A lo largo de las avenidas y paseos, los cristianos, amarrados a unos postes y embadurnados con sustancias inflamables, hacían de antorchas que alumbraban el paso a las cuadrigas y a los paseantes. El mismo Nerón tomaba parte en las carreras.
San Pedro y San Pablo fueron detenidos y estuvieron presos en la cárcel Mamertina, de la que les sacaron el día 29 de junio para llevarlos a la muerte. San Pedro fue crucificado cabeza abajo en el monte Vaticano. San Pablo, por ser ciudadano romano, fué degollado en un lugar que ahora se llama Las tres Fontanas. Los cristianos tomaron las sagradas reliquias y las enterraron con gran veneración.
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