lunes, 17 de junio de 2024

SAN QUIRICO Y SANTA JULITA, MARTIRES. —16 de junio.

 


   Fue santa Julita una señora joven cristiana, de casa ilustrísima y muy distinguida en el Asia, como descendiente de sus antiguos reyes; pero más respetada por su eminente virtud que por su nobilísimo nacimiento. Nació en Iconia, hoy Cogni, capital de Lícaonia, donde san Pablo y san Bernabé habían predicado la fe de Jesucristo con tanto fruto y con tan feliz suceso. Habiéndose casado con un caballero de la primera calidad, como correspondía a su nobleza, fue su virtud ejemplo de señoras cristianas, añadiendo su modestia nuevo lustroso realce a todas las demás prendas que la adornaban; de manera, que parecía como original del bello retrato de la mujer fuerte que pinta el sabio en la sagrada Escritura.

 

   Era una de sus primeras atenciones el cuidado de estrechar cada día más y más la casta unión con el esposo que el cielo la había destinado, y el conservar la paz y buen gobierno en toda la familia, siendo esta su ordinaria y principal ocupación. Humilde sin artificio, modesta sin afectación, vestida con la decencia correspondiente a su clase, pero sin ostentación ni profanidad, inspiraba aprecio y veneración de la virtud en cuantos la conocían y la trataban. Por otra parte, se hacía admirar, y aun adorar, por la afabilidad con que se hermanaba con todos, y por el peso, prudencia y discreción que acompañaba a todas sus palabras. Ni era la menor de sus virtudes la exactitud con que pagaba el salario a sus criados, y el amor con que los socorría en sus necesidades. Su caridad con los miserables la mereció el nombre de madre de los pobres, ganándola el corazón de todos los necesitados. El tiempo que la dejaban libre las obligaciones domésticas, lo empleaba en la labor, en la oración y en otras devociones.

 

   Tal era Julita, cuando queriendo Dios perfeccionarla con los trabajos, y proponerla a la Iglesia como una mujer verdaderamente fuerte, la llevó a su marido en la flor de la edad, dejándola viuda á los veinte y dos años, sin más hijos que un niño, llamado Quirico, único fruto de su matrimonio, que todavía estaba en la cuna. Libre de las cargas de casada, se dedicó enteramente a desempeñar las obligaciones del nuevo estado, sobresaliendo en el ejercicio de todas las virtudes que pide a las viudas el Apóstol.

 

   Fue su principal atención criar al niño Quirico en el santo temor de Dios, inspirándole desde luego aquellas máximas cristianas, que le hicieron tan ilustre mártir aun sin haber salido de las primeras niñeces. Apenas sabía hablar, y ya sabía qué cosa era ser cristiano. Todo su gusto era ser instruido en la Religión, y aprender de memoria sus preceptos. Correspondía perfectamente a las piadosas inclinaciones del hijo el celo de la santa madre. Nunca le hablaba sino del culto divino y de los principios del Evangelio.

 


   Tenía solos tres años el niño Quirico, cuando los emperadores Diocleciano y Maximiano publicaron su cruel edicto contra los Cristianos, empeñados en exterminarlos de todo el imperio. El gobernador de Licaonia, llamado Domiciano, fue uno de los ministros que se mostraron más celosos en su puntual ejecución, y fue general la consternación en toda la provincia. En las plazas públicas no se veían más que ecúleos, potros, horcas y cadalsos, ni se hablaba de otra cosa que de suplicios y de tormentos. Deseaba Julita con vivas ansias derramar su sangre por amor de Jesucristo, habiendo mucho tiempo que suspiraba por el martirio; pero se hallaba embarazada con la suerte de su hijo, temiendo que se lo arrancarían de los brazos, y le criarían en la religión pagana. Resolvió, pues, ponerse a cubierto de la tempestad por algún tiempo, y dejó la ciudad y la provincia acompañada de solas dos criadas suyas. Abandonando, pues, su casa, sus conveniencias y todos sus grandes bienes por salvar su fe y la de su hijo, se retiró a Seleucia en la provincia de Isauria; asilo poco seguro, por estar más encendida la persecución en aquella provincia que en la de Iconia. Su gobernador Alejandro, aún más cruel que Domiciano, persiguiendo furiosamente a los Cristianos, satisfacía su ambición y su despique, porque a un mismo tiempo lisonjeaba a los Emperadores y contentaba la aversión personal que profesaba al Cristianismo. Obligada Julita a buscar abrigo más seguro, a pesar de la fatiga y de las incomodidades de un viaje tan largo como penoso, se refugió en Tarso de Cilicia; pero el Señor, que la quería probar, y premiar al mismo tiempo su fe, permitió que la fuesen siguiendo allí sus perseguidores.

 


   No bien había llegado a dicha ciudad, cuando el Emperador despachó una orden a Alejandro, gobernador de Isauria, para que pagase a Tarso con comisión particular de poner en ejecución el edicto contra los Cristianos, mandándole expresamente en la instrucción que a ninguno perdonase. Conoció entonces nuestra Santa que Dios quería cumplir sus deseos, y que se había llegado el tiempo de consumar su sacrificio; por lo que suplicó fervorosamente a su Majestad se dignase aceptar también la tierna víctima que le ofrecía con ella, no permitiendo que su querido hijo la sobreviviese; oración que fue benignamente oída, y favorablemente despachada. Luego que llegó el Gobernador fue acusada en su tribunal la joven viuda como cristiana, y haciéndola arrestar, fue llevada a su presencia con su hijo en los brazos, sin mostrar la Santa alteración ni sobresalto.

 


   Informado Alejandro de su alta calidad, la recibió con mucha cortesanía, y solamente la preguntó si era cristiana. —Soylo, —respondió Julita, —y también mi hijo lo es.

   —Admiróme, —replicó el Gobernador, —de que una señora de tu nacimiento, de tus años, de tus prendas y de tu espíritu se haya dejado infatuar de las extravagancias de esa religión.

   — Mas me admiro yo, —repuso la Santa, —de que un hombre que tenga no más que una leve tintura de razón pueda abandonarse a los absurdos y a las infamias del paganismo. Las que vosotros llamáis extravagancias en la religión cristiana son unas máximas en las cuales reina la verdadera sabiduría, el buen juicio y la verdad: ni aun vosotros ignoráis que solo en esta Religión se encuentran la inocencia, el honor y la virtud.

   —Mucho menos ignoráis vosotros, —replicó el Gobernador ciego ya de cólera, —que los tormentos se hicieron en el mundo para los Cristianos; y diciendo estas palabras mandó que la arrancasen el hijo de los brazos y luego la pusiesen en el potro. Sintió más santa Julita la violenta separación de su hijo, que el tormento a que la iban a aplicar. Sus dos criadas, poseídas del miedo, la habían abandonado desde los principios; pero recobradas del primer pavor volvieron luego a mezclarse entre la muchedumbre, para ver de lejos los tormentos que padecía su ama.

 


   Era el ánimo del Gobernador aterrar a los Cristianos con esta primera ejecución, y así fue verdaderamente cruel. Descargaron una espesa lluvia de azotes con nervios de bueyes sobre el delicado cuerpo dé la Santa, a cuyos furiosos golpes corrían por todas partes arroyos de sangre, quedando su hermoso cuerpo espantosamente destrozado.

 

   El niño mientras tanto, viéndose separado de su madre, comenzó a llorar y a gritar, haciendo cuantos esfuerzos podía para volverse a ella, y para desembarazarse de los que le tenían en sus brazos. Viéndole tan vivo y tan hermoso, mandó el Gobernador que se lo llevasen; le puso sobre las rodillas para acallarle; comenzó a halagarle y acariciarle, aplicando la boca para darle un beso; pero el niño volvió la cabeza, le apartó la cara con sus manecillas, y haciendo cuanto podía para desasirse de él, le daba con los pies, y le arañaba con sus pequeñas uñas. Por más diligencias que hizo el Gobernador para que no mirase a su madre, nunca lo pudo conseguir, volviendo siempre el niño sus ojitos hacia ella, y gritando continuamente como la misma madre: —Yo soy cristiano, yo soy cristiano.

   Irritado Alejandro con estos gritos, y furioso de verse tan burlado, entró en tan descompuesta cólera, que cogiendo al tierno infante por una pierna, y diciendo brutalmente: —Ya que eres cristiano como tu madre, perecerás con ella, le estrelló con rabiosa violencia contra el pavimento del tribunal, haciéndose pedazos la pequeñita cabeza en la primera grada, esparcidos los sesos por el suelo, llenándose todo él de aquella inocente sangre; inhumanidad que detestaron con horror todos los asistentes, desahogando en un sordo murmullo su justa indignación. Sola Julita vio con ojos enjutos aquel glorioso espectáculo, y manifestando a los gentiles cuánto la había elevado la gracia de Jesucristo sobre los movimientos de la naturaleza, se conservó bañada de un gozo celestial, rindiendo en alta voz gracias al cielo porque se había dignado coronar antes que a ella a su dulcísimo hijo.

 


   Oyó Alejandro, como todos los demás, esta oración; y a vista del generoso desprecio que hacía de la muerte, se desengañó de que ningún tormento sería capaz de doblarla. No obstante, por ejercitar su crueldad, más que por entretener su esperanza, mandó que la volviesen al potro; que la despedazasen los costados con uñas aceradas; que echasen pez derretida sobre sus delicados pies; y mientras el pregonero la exhortaba en alta voz a que sacrificase a los ídolos, la Santa, levantando mucho más la suya, gritaba: —Yo soy cristiana.

 


   Toda descoyuntada, despedazada y abrasada, no alentó el menor suspiro, ni abrió la boca sino para dar testimonio de la divinidad de Jesucristo, y para declarar que los ídolos, a quienes querían ofreciese sacrificios, eran solos unos viles instrumentos del demonio para engañar a los hombres miserablemente. La amenazaron con que sería tratada como su hijo, y ella exclamó: —¡Ah! si deseo con ansia alguna cosa, es tener parte en su dicha, y caminar cuanto antes a hacerle compañía en la gloria.

   El silencio, el aire y todo el exterior de los concurrentes daban bien a entender la admiración y asombro con que miraban la magnanimidad de aquella joven señora, y la alta idea que concebían de su santa Religión; lo que, advertido por el Gobernador, determinó quitársela cuanto antes de la vista, y mandó que la cortasen la cabeza. No pudo disimular su extraordinaria alegría luego que oyó la sentencia; y como era su mayor empeño que triunfase la fe de Jesucristo en medio de los tormentos gritando sin cesar que era cristiana, los verdugos la metieron en la boca una gran bola para que no pudiese hablar mientras la conducían al lugar del suplicio. En llegando a él, les pidió la concediesen un corto espacio de tiempo para hacer oración: se hincó de rodillas; dio gracias a Dios por haber llevado para sí a su querido hijo; le suplicó se dignase admitir el sacrificio que le hacía de su vida; levantó dulcemente los ojos al cielo, y tendiendo su cuello al verdugo, este de un golpe la separó la cabeza, y consumó su martirio con tan gloriosa muerte el día 16 de junio por los años de 305.

 


   Por la noche fueron las dos criadas suyas a retirar el santo cuerpo y el de su hijo san Quirico, los que enterraron en un sitio del territorio de Tarso, a bastante distancia del lugar de su martirio; y habiendo vivido una de ellas hasta que el grande Constantino, diez y ocho años después, dio la paz a toda la Iglesia, descubrió el precioso tesoro que había escondido; y acudiendo todos apresuradamente a venerar las santas reliquias, se hizo desde entonces célebre su culto en todo el Oriente. 

Urna con las reliquias de los Santos en Wavre – Bélgica


   Dícese que, habiendo hecho un viaje hacia aquellas partes san Amatro, obispo de Auxerre, trajo consigo los cuerpos de san Quirico y santa Julita, y los colocó en una iglesia que tuvo después su misma advocación. Lo cierto es que las muchas iglesias que hay en Francia dedicadas a estos dos Santos, persuaden bastantemente que sus reliquias se repartieron entre varias, como en Tolosa, en Clermont, en Arles, y singularmente en Nevers, que tiene por patrón a san Quirico.

 

 

AÑO CRISTIANO,

POR EL P. JUAN CROISSET

1862.

 


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