Fue santa Julita
una señora joven cristiana, de casa ilustrísima y muy distinguida en el Asia,
como descendiente de sus antiguos reyes; pero más respetada por su eminente
virtud que por su nobilísimo nacimiento. Nació en Iconia, hoy Cogni,
capital de Lícaonia, donde san Pablo y san Bernabé habían predicado la fe de
Jesucristo con tanto fruto y con tan feliz suceso. Habiéndose casado con un caballero
de la primera calidad, como correspondía a su nobleza, fue
su virtud ejemplo de señoras cristianas, añadiendo su modestia nuevo lustroso
realce a todas las demás prendas que la adornaban; de manera, que parecía como
original del bello retrato de la mujer fuerte que pinta el sabio en la sagrada
Escritura.
Era una de sus primeras atenciones el
cuidado de estrechar cada día más y más la casta unión con el esposo que el
cielo la había destinado, y el conservar la paz y buen gobierno en toda la
familia, siendo esta su ordinaria y principal ocupación. Humilde sin artificio, modesta sin afectación, vestida con
la decencia correspondiente a su clase, pero sin ostentación ni profanidad,
inspiraba aprecio y veneración de la virtud en cuantos la conocían y la
trataban. Por otra parte, se hacía admirar, y aun adorar, por la
afabilidad con que se hermanaba con todos, y por el peso, prudencia y
discreción que acompañaba a todas sus palabras. Ni era
la menor de sus virtudes la exactitud con que pagaba el salario a sus criados,
y el amor con que los socorría en sus necesidades. Su caridad con los
miserables la mereció el nombre de madre de los pobres, ganándola el corazón de
todos los necesitados. El tiempo que la dejaban libre las obligaciones
domésticas, lo empleaba en la labor, en la oración y en otras devociones.
Tal era Julita, cuando
queriendo Dios perfeccionarla con los trabajos, y proponerla a la Iglesia como
una mujer verdaderamente fuerte, la llevó a su marido en la flor de la edad,
dejándola viuda á los veinte y dos años, sin más hijos que un niño, llamado
Quirico, único fruto de su matrimonio, que todavía estaba en la cuna. Libre
de las cargas de casada, se dedicó enteramente a desempeñar las obligaciones
del nuevo estado, sobresaliendo en el ejercicio de
todas las virtudes que pide a las viudas el Apóstol.
Fue su principal
atención criar al niño Quirico en el santo temor de Dios, inspirándole desde
luego aquellas máximas cristianas, que le hicieron tan ilustre mártir aun sin
haber salido de las primeras niñeces. Apenas sabía hablar, y ya sabía qué cosa
era ser cristiano. Todo
su gusto era ser instruido en la Religión, y aprender de memoria sus preceptos.
Correspondía perfectamente a las piadosas inclinaciones del hijo el celo de la
santa madre. Nunca le hablaba sino del culto divino
y de los principios del Evangelio.
Tenía solos tres años el
niño Quirico, cuando los emperadores Diocleciano y Maximiano publicaron su
cruel edicto contra los Cristianos, empeñados en exterminarlos de todo el
imperio. El
gobernador de Licaonia, llamado Domiciano, fue uno de los ministros que se
mostraron más celosos en su puntual ejecución, y fue general la consternación
en toda la provincia. En las plazas públicas no se veían
más que ecúleos, potros, horcas y cadalsos, ni se hablaba de otra cosa que de
suplicios y de tormentos. Deseaba Julita con
vivas ansias derramar su sangre por amor de Jesucristo, habiendo mucho tiempo
que suspiraba por el martirio; pero se hallaba embarazada con la suerte de su
hijo, temiendo que se lo arrancarían de los brazos, y le criarían en la
religión pagana. Resolvió, pues, ponerse a cubierto de la tempestad por
algún tiempo, y dejó la ciudad y la provincia acompañada de solas dos criadas
suyas. Abandonando, pues, su casa, sus conveniencias y todos sus grandes bienes
por salvar su fe y la de su hijo, se retiró a Seleucia en la provincia de
Isauria; asilo poco seguro, por estar más encendida la persecución en aquella
provincia que en la de Iconia. Su gobernador Alejandro, aún más cruel que
Domiciano, persiguiendo furiosamente a los Cristianos, satisfacía su ambición y
su despique, porque a un mismo tiempo lisonjeaba a los Emperadores y contentaba
la aversión personal que profesaba al Cristianismo. Obligada Julita a buscar
abrigo más seguro, a pesar de la fatiga y de las incomodidades de un viaje tan
largo como penoso, se refugió en Tarso de Cilicia; pero el Señor, que la quería probar, y premiar al mismo tiempo su fe,
permitió que la fuesen siguiendo allí sus perseguidores.
No bien había llegado a dicha ciudad, cuando
el Emperador despachó una orden a Alejandro, gobernador de Isauria, para que
pagase a Tarso con comisión particular de poner en ejecución el edicto contra
los Cristianos, mandándole expresamente en la instrucción que a ninguno
perdonase. Conoció entonces nuestra Santa que Dios quería
cumplir sus deseos, y que se había llegado el tiempo de consumar su sacrificio;
por lo que suplicó fervorosamente a su Majestad se dignase aceptar también la
tierna víctima que le ofrecía con ella, no permitiendo que su querido hijo la
sobreviviese; oración que fue benignamente oída, y favorablemente despachada.
Luego que llegó el Gobernador fue acusada en su tribunal
la joven viuda como cristiana, y haciéndola arrestar, fue llevada a su
presencia con su hijo en los brazos, sin mostrar la Santa alteración ni
sobresalto.
Informado Alejandro de su alta calidad, la
recibió con mucha cortesanía, y solamente la preguntó si era cristiana. —Soylo, —respondió
Julita, —y también mi hijo lo es.
—Admiróme, —replicó el Gobernador, —de que una señora de tu nacimiento, de tus años, de tus prendas
y de tu espíritu se haya dejado infatuar de las extravagancias de esa religión.
— Mas me admiro yo, —repuso la Santa, —de que un hombre que tenga no más que una leve tintura de razón
pueda abandonarse a los absurdos y a las infamias del paganismo. Las que
vosotros llamáis extravagancias en la religión cristiana son unas máximas en
las cuales reina la verdadera sabiduría, el buen juicio y la verdad: ni aun vosotros
ignoráis que solo en esta Religión se encuentran la inocencia, el honor y la
virtud.
—Mucho
menos ignoráis vosotros, —replicó
el Gobernador ciego ya de cólera, —que los tormentos
se hicieron en el mundo para los Cristianos; y diciendo estas palabras mandó que la arrancasen el hijo de los
brazos y luego la pusiesen en el potro. Sintió más santa Julita la violenta
separación de su hijo, que el tormento a que la iban a aplicar. Sus dos criadas, poseídas
del miedo, la habían abandonado desde los principios; pero recobradas del
primer pavor volvieron luego a mezclarse entre la muchedumbre, para ver de
lejos los tormentos que padecía su ama.
Era el ánimo del Gobernador aterrar a los Cristianos
con esta primera ejecución, y así fue verdaderamente cruel. Descargaron una espesa lluvia de azotes con nervios de bueyes
sobre el delicado cuerpo dé la Santa, a cuyos furiosos golpes corrían por todas
partes arroyos de sangre, quedando su hermoso cuerpo espantosamente destrozado.
El niño mientras tanto, viéndose separado de
su madre, comenzó a llorar y a gritar, haciendo cuantos esfuerzos podía para
volverse a ella, y para desembarazarse de los que le tenían en sus brazos.
Viéndole tan vivo y tan hermoso, mandó el Gobernador que se lo llevasen; le puso
sobre las rodillas para acallarle; comenzó a halagarle y acariciarle, aplicando
la boca para darle un beso; pero el niño volvió la cabeza, le apartó la cara
con sus manecillas, y haciendo cuanto podía para desasirse de él, le daba con
los pies, y le arañaba con sus pequeñas uñas. Por más
diligencias que hizo el Gobernador para que no mirase a su madre, nunca lo pudo
conseguir, volviendo siempre el niño sus ojitos hacia ella, y gritando continuamente
como la misma madre: —Yo soy cristiano, yo
soy cristiano.
Irritado Alejandro
con estos gritos, y furioso de verse tan burlado, entró en tan descompuesta
cólera, que cogiendo al tierno infante por una pierna, y diciendo brutalmente: —Ya que eres cristiano como tu madre, perecerás con ella, le
estrelló con rabiosa violencia contra el pavimento del tribunal, haciéndose
pedazos la pequeñita cabeza en la primera grada, esparcidos los sesos por el suelo,
llenándose todo él de aquella inocente sangre; inhumanidad que
detestaron con horror todos los asistentes, desahogando en un sordo murmullo su
justa indignación. Sola Julita vio con ojos enjutos
aquel glorioso espectáculo, y manifestando a los gentiles cuánto la había
elevado la gracia de Jesucristo sobre los movimientos de la naturaleza, se
conservó bañada de un gozo celestial, rindiendo en alta voz gracias al cielo
porque se había dignado coronar antes que a ella a su dulcísimo hijo.
Oyó Alejandro, como todos los demás, esta oración;
y a vista del generoso desprecio que hacía de la muerte, se desengañó de que
ningún tormento sería capaz de doblarla. No obstante, por ejercitar su crueldad,
más que por entretener su esperanza, mandó que la volviesen al potro; que la
despedazasen los costados con uñas aceradas; que echasen pez derretida sobre
sus delicados pies; y mientras el pregonero la exhortaba en alta voz a que
sacrificase a los ídolos, la Santa, levantando mucho más la suya, gritaba: —Yo soy cristiana.
Toda descoyuntada,
despedazada y abrasada, no alentó el menor suspiro, ni abrió la boca sino para
dar testimonio de la divinidad de Jesucristo, y para declarar que los ídolos, a
quienes querían ofreciese sacrificios, eran solos unos viles instrumentos del
demonio para engañar a los hombres miserablemente. La amenazaron con que
sería tratada como su hijo, y ella exclamó: —¡Ah! si
deseo con ansia alguna cosa, es tener parte en su dicha, y caminar cuanto antes
a hacerle compañía en la gloria.
El silencio, el aire y todo el exterior de
los concurrentes daban bien a entender la admiración y asombro con que miraban
la magnanimidad de aquella joven señora, y la alta idea que concebían de su
santa Religión; lo que, advertido por el Gobernador, determinó quitársela
cuanto antes de la vista, y mandó que la cortasen la cabeza. No pudo disimular su extraordinaria alegría luego que oyó la
sentencia; y como era su mayor empeño que triunfase la fe de Jesucristo en
medio de los tormentos gritando sin cesar que era cristiana, los verdugos la metieron
en la boca una gran bola para que no pudiese hablar mientras la conducían al
lugar del suplicio. En llegando a él, les pidió la concediesen un corto
espacio de tiempo para hacer oración: se hincó de
rodillas; dio gracias a Dios por haber llevado para sí a su querido hijo; le
suplicó se dignase admitir el sacrificio que le hacía de su vida; levantó dulcemente
los ojos al cielo, y tendiendo su cuello al verdugo, este de un golpe la separó
la cabeza, y consumó su martirio con tan gloriosa muerte el día 16 de junio por
los años de 305.
Por la noche fueron las dos criadas suyas a retirar el santo cuerpo y el de su hijo san Quirico, los que enterraron en un sitio del territorio de Tarso, a bastante distancia del lugar de su martirio; y habiendo vivido una de ellas hasta que el grande Constantino, diez y ocho años después, dio la paz a toda la Iglesia, descubrió el precioso tesoro que había escondido; y acudiendo todos apresuradamente a venerar las santas reliquias, se hizo desde entonces célebre su culto en todo el Oriente.
Urna con las reliquias de los Santos en Wavre – Bélgica
Dícese que,
habiendo hecho un viaje hacia aquellas partes san Amatro, obispo de Auxerre,
trajo consigo los cuerpos de san Quirico y santa Julita, y los colocó en una
iglesia que tuvo después su misma advocación. Lo cierto es que las muchas
iglesias que hay en Francia dedicadas a estos dos Santos, persuaden
bastantemente que sus reliquias se repartieron entre varias, como en Tolosa, en
Clermont, en Arles, y singularmente en Nevers, que tiene por patrón a san
Quirico.
AÑO
CRISTIANO,
POR
EL P. JUAN CROISSET
1862.
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