Los santos mártires Primo y
Feliciano fueron hermanos y caballeros ilustres por la sangre, y más ilustres
por la fe y confesión del Señor. Nacieron
en Roma, y vivieron largos años con gran recogimiento y virtudes, sin hacer mal
a nadie, y haciendo bien a muchos. Tuvo el demonio grande envidia de la paz y
quietud en que vivían, y para turbarla y hacerles guerra movió los sacerdotes de
los ídolos, sus ministros, para que los acusasen delante de los emperadores,
que a la sazón eran Diocleciano y Maximiano, enemigos capitales de nuestra santa
religión. Y además de acusar a los santos hermanos por
ser cristianos, los sacerdotes dijeron a los embajadores que los dioses estaban
tan enojados, que no darían respuesta a cosa que les preguntasen, y cesarían
sus oráculos ni les harían beneficio alguno, hasta que Primo y Feliciano los reconociesen
por dioses y protectores del imperio romano, y les sacrificasen.
Por mandado de los
emperadores fueron presos los dos santos hermanos y echados en la cárcel, cargados
de cadenas y prisiones; mas el ángel del Señor aquella noche los visitó y
consoló, y libró de las prisiones; y ellos le hicieron gracias por aquel
regalo, y le suplicaron que por intercesión del glorioso apóstol san Pedro, a
quien también el ángel había librado de la cárcel, les diese su espíritu para
pelear valerosamente y vencer por su amor. De allí a algunos días fueron
presentados delante de los emperadores, y habiendo pasado algunas pláticas y
razones entre ellos, sin poder los ministros de Satanás hacer mella en aquellos
pechos esforzados, con todo el artificio que usaron para pervertirlos y
atraerlos a que sacrificasen a los dioses, mandaron los emperadores que los
llevasen al templo de Hércules, y que si no sacrificaban a su estatua los
atormentasen cruelmente. Los llevaron, y como los
hallasen fuertes como una roca, los azotaron con varas crudamente, y avisaron a
los emperadores de la obstinación y pertinacia y extremada locura (que así la
llamaban) de Primo y Feliciano, que estaban aparejados a morir mil veces antes
que vivir con ofensa de Jesucristo. Se embravecieron Diocleciano y
Maximiano sobremanera, y los mandaron entregar a un gobernador de la ciudad
Numentana, que se llamaba Promoto, con orden que, si no los pudiese apartar de
su propósito, procediese contra ellos con todo rigor; y así fueron llevados y
cargados de hierros a la ciudad de Nometo, que está como cuatro leguas de Roma,
y allí fueron entregados al juez. Puestos en la
cárcel, no cesaban de cantar himnos y alabar al Señor, el cual los consolaba
cada día por medio de los santos ángeles que los visitaban.
Un día los mandó Promoto parecer en juicio,
les propuso el mandato de los emperadores, les exhortó a obedecer, y viendo que
todas las diligencias salían en vano, los hizo apartar uno de otro para asaltar
a cada uno de los dos por sí, pensando con esto poderlos más fácilmente vencer.
Y habiendo llevado a Primo a la cárcel, y quedándose allí Feliciano, comenzó
Promoto á decirle que mirase por su vejez, y no quisiese acabar su vida con
dolores atroces y penosos. Respondió Feliciano:
—«Miro Cristo por mi vejez, pues se ha
dignado de guardarme hasta ahora entero en la confesión de la fe. Ochenta años
tengo de edad, y a treinta que Dios me alumbró, y que me determiné a vivir a
sólo Cristo, en quien confío que me librará de tus manos.»
Le mandó el juez azotar con azotes de plomo
terriblemente, y visto que aun esto no bastaba, le hizo enclavar en un palo y
traspasar sus pies y sus manos con agudos clavos. Y el santo mártir, abrasado
del amor de su Señor, con alegre rostro, así como estaba mirando al cielo,
cantaba: In Deo speravi; non timebo facial quid mihi homo: En Dios tengo puesta mi esperanza, y no temo mal ninguno que el
hombre me pueda hacer. Le
tornaron de nuevo a atormentar, le dejaron por mandado del tirano así enclavado
como estaba tres días, sin darle de comer ni beber, para que vencido de su
misma flaqueza se rindiese. No le faltó allí consuelo del cielo á Feliciano,
antes con el refrigerio y recreo que le dieron los ángeles, cobró tan grande
vigor y esfuerzo, que todo aquel tiempo gastó orando y hablando al Señor. Mucho
sintió esto el juez: le mandó renovar las llagas con
nuevos azotes, y quitar del palo en que estaba y volver a la cárcel, y que
ninguno entrase a hablarle. Y el día siguiente hizo traer a su tribunal
a Primo, y hablándole mansamente para engañarle, le dijo que su hermano
Feliciano ya estaba trocado y había obedecido a los emperadores, y que por esto
había sido de ellos muy honrado y admitido en su palacio y servicio, al cual
respondió Primo:
—«Aunque
eres hijo del demonio y padre de las mentiras, verdad es lo que dices, porque
mi hermano Feliciano ha obedecido al emperador, no al de la tierra, sino al del
cielo. Yo sé los tormentos que ha padecido, que el ángel del Señor me lo ha
revelado, y ahora está en la cárcel gozando de los regalos de Dios, como si estuviese
en el paraíso; y yo deseo que tú no apartes con los tormentos a los que
Jesucristo ha unido con su amor.»
Mandó el juez a los verdugos que moliesen a
Primo con palos nudosos, y después extenderle en el ecúleo, y abrasar sus
costados con hachas encendidas. Y el santo en este tormento cantaba: Igne nos purificasti, sicut examinatur argentum: Con fuego, Señor, me purificáis, como se purifica la plata. Yo
os bendigo, porque de tal manera me recreáis, que no siento los tormentos.
Y como el juez atribuyese
esta alegría y constancia del santo mártir a hechizos y encantamientos, le dijo
el santo: —«No atribuyas, ¡oh
Promoto!, á arte mágica la misericordia que Jesucristo usa con sus siervos para
la gloria de su nombre.»
Y el juez malvado mandó bajar del ecúleo á Primo, y tenderle en el suelo y
echarle plomo derretido por la boca, y que estuviese presente Feliciano, para
que, espantado de aquel tormento que padecía su hermano, y temiendo ser atormentado
de semejante manera, se redujese y rindiese a su voluntad. Bebió el santo el
plomo derretido sin recibir daño alguno más que si fuera un poco de agua, o un
licor suavísimo; y habiéndole bebido, y viendo junto a sí a su hermano Feliciano,
dijo al juez: —«Mira como mi hermano
Feliciano no ha sacrificado a los dioses, como tú decías, antes está firme en
Cristo, en quien espero que nos librará de tus tormentos, y nos dará el premio
que suele dar a los que los sufren por su amor.»
No sabía ya qué hacerse Promoto contra los santos,
porque los tormentos para ellos eran regalos, y las penas dulces, y el fuego refrigerio,
y cuanto él más les afligía, tanto más ellos se esforzaban y se regocijaban.
Quiso probar si aquellos hechizos que él pensaba que usaban los santos serían
poderosos para resistir a las fieras, y mandó que les echasen dos leones
ferocísimos; los cuales, aunque con sus bramidos espantaron a la gente de la
ciudad Numentana, y a otros muchos que de toda aquella comarca a este espectáculo
habían concurrido, cuando llegaron a los santos mártires se arrojaron a sus
pies, como dos corderos, lamiéndolos y halagándolos, y reverenciando en ellos
la voluntad de Dios. Soltaron tras los leones dos osos terribles para que los despedazasen,
y como olvidados de su naturaleza hicieron lo que habían hecho los leones,
obedeciendo al Señor de todo lo criado. Entonces alzaron la voz los santos y
dijeron al presidente:
—«Juez malvado, las fieras reconocen a su
Criador, y ¿tú eres tan ciego, que no le quieres conocer, ni creer, y tener por
Señor al que te formó a su semejanza e imagen?»
Se conmovió la gente con este milagro, y se convirtieron
a la fe de Jesucristo quinientas personas con sus familias. Y el tirano Promoto, cansado ya de atormentarlos, los mandó
degollar y echar sus cuerpos a los perros.
Hízose así, mas, aunque estuvieron los
santos cuerpos algunos días en el campo, ni los perros, ni las fieras, ni las
aves los osaron tocar, y los cristianos los hurtaron; y envolviéndolos en sábanas
limpias y olorosas los sepultaron en un arenal, junto a los arcos numentanos,
perseverando treinta días en oración, cantando salmos e himnos en alabanza del
Señor, que les había dado tan ilustre victoria y la corona del martirio; y andando
el tiempo, el papa Teodoro trasladó los dichos cuerpos a Roma y los colocó en
la iglesia de San Esteban, protomártir, en el monte Celio, que hoy se llama San
Esteban Rotundo, y ofreció grandes dones por devoción de estos santos mártires a
aquella iglesia, en la cual hasta hoy día se ven dos imágenes suyas muy
antiguas de mosaico, en el lugar donde fueron sepultados. El día de su martirio fué a los 9 de junio, y en él
celebra la Iglesia su fiesta, y fué el año de 303 de nuestra salud.
Escriben de san Primo y
Feliciano los martirologios romanos de Beda y Usuardo, y más copiosamente el de
Adón, y el P. Surio en el tercer tomo de las Vidas de los Santos.
(P.
Ribadeneira.)
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