San Hipólito, cuya
memoria ha sido célebre en España desde los primeros siglos de nuestra era, fue uno de los principales oficiales del emperador Valeriano,
a quien encargó la custodia de san Lorenzo, luego que mandó ponerle en prisión
por haberse resistido a sacrificar a los ídolos. Tenía Hipólito, aunque
gentil, nobilísimos sentimientos, fácil por lo mismo de que en su alma hiciesen
impresión las palabras del ilustre Mártir, dirigidas a que conociese la verdadera
Religión. Los muchos milagros que obró el Santo todo
el tiempo que estuvo en la cárcel acabaron de perfeccionar la conversión de
Hipólito, que, desengañado enteramente con las instrucciones de Lorenzo de los
necios delirios de las paganas supersticiones, abrazó la fe de Jesucristo con
toda su familia; recibió el sacramento del Bautismo, y con él aquel valor y aquella
constancia que forman los héroes del Cristianismo, deseando ya con vivas ansias
ocasión en que dar al mundo públicas pruebas de la firmeza de su fe. No
tardó mucho tiempo en acreditarlo así, pues habiendo presenciado el martirio de
san Lorenzo, fue tan eficaz el deseo que su corazón concibió de acompañarle en
el triunfo, que a no haber el Santo contenido su generosa resolución con la
prevención de no ser tiempo, hubiera declarado en aquel acto su heroicidad.
Supo Valeriano que
Hipólito había dado sepultura al venerable cuerpo del ilustre Mártir español; y
resentido que un oficial suyo hubiese prestado aquel obsequio, mandó
arrestarlo, y que le condujesen a su presencia. Le reconvino en ella
sobre la criminalidad del hecho, impropio del carácter de los romanos que
tributaban culto a los dioses del imperio; y aun se excedió en la dura
reprensión en tratarle de nigromántico. Negó la impostura Hipólito, pero
contestó el oficio de piedad propio de los Cristianos, confesando lo era con
toda su familia, desengañada por la ilustración de Lorenzo de los crasos errores
del gentilismo, en que habían estado imbuidos hasta allí, protestando que eran
deudores a san Lorenzo de un tan importante conocimiento, interesante nada
menos que de la salvación de sus almas.
No es fácil explicar la ira que concibió
Valeriano al oír tan inesperada satisfacción; mandó
despojarle del hábito militar, hundirle la boca a fuerza de recios golpes de piedra,
y añadió, que extendido desnudo en el suelo le azotasen los verdugos como al más
indigno esclavo. Se ejecutó así con la mayor crueldad;
pero viendo que a imitación de su maestro aquella clase de castigo le servía
de delicioso recreo, ciego de cólera ordenó que rasgasen
sus carnes con garfios de hierro hasta que apareciesen los huesos. El insigne
Mártir sufrió con la misma alegría esta inhumanidad que los tormentos
antecedentes, dando a conocer a todos los asistentes el lastimoso espectáculo
que en él obraba alguna virtud oculta sobrenatural; desuelde que
persuadiéndose el tirano no poderle rendir por estos medios, recurrió a otros
arbitrios de honor.
Con
esta idea mandó levantar del suelo a Hipólito, y
vestirle de nuevo con el hábito militar que usó siendo gentil, y le prometió
los primeros empleos del imperio en el caso de que desistiendo de su pertinacia
sacrificase a los dioses romanos, como lo había hecho antes que le pervirtiese
Lorenzo. Pero despreciando el ilustre Mártir las
ventajosas ofertas, le respondió, que todo el honor y toda la gloria á que
aspiraba en el mundo no era otra que la de acreditar en él el carácter de un
verdadero militar de Jesucristo en defensa de la santa Religión, para lograr
los premios eternos que el Señor tiene prometidos a los que confiesen su santo
nombre a presencia de sus enemigos.
«Decapitación
de los familiares de San Hipólito»
Desesperado el Emperador de poder reducir a Hipólito, providenció se le confiscasen todos sus bienes, y que a su presencia degollasen los verdugos a su familia, con el fin de intimidar al ilustre Mártir; pero fue tan, al contrario, que, desentendiéndose de los sentimientos naturales de la carne y sangre, animaba a todos y a cada uno de sus domésticos a que sufriesen con fortaleza y valor aquel momentáneo suplicio, bajo la seguridad de la gloria eterna esperada por los confesores de Jesucristo; cuya heroica acción fue causa para que más encendido en cólera Valeriano mandase amarrarle a las colas de unos caballos indómitos, a fin de que le arrastrasen por los campos, logrando en la ejecución de este bárbaro castigo la apetecida corona del martirio en el día 13 de agosto del año 258.
Un presbítero llamado
Justo recogió de noche el cuerpo de Hipólito con los de otros Mártires, y le dio
sepultura en el predio de cierta matrona llamada Ciriaca, en el campo Verano,
donde los fieles le tributaron el honor y veneración correspondiente.
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