martes, 7 de enero de 2025

SAN LUCIANO, Presbítero y Mártir (fallecido en 312) —7 de enero.

 


Ramo Espiritual: El celo de Tu casa Me devora. Juan 2:17

 

   Samosata, una ciudad de Siria, fue la patria de Santo Luciano; Recibió una excelente educación de sus piadosos padres, pero tuvo la desgracia de perderlos a la edad de doce años. Al no tener ya ningún vínculo con el mundo, vendió sus bienes, se hizo monje y sólo aspiró a una gloria: la de dedicar sus grandes talentos y toda su vida al conocimiento de las Sagradas Escrituras y a la defensa de la verdadera fe. Pronto se formó una escuela en torno a su nombre en Antioquía, y un buen número de jóvenes acudieron a buscar de él lecciones de ciencia y virtud. Su celo conmueve a los enemigos de la religión de Jesucristo; fue arrestado por orden del emperador Maximino y pasó nueve años en un calabozo. Allí encontró los medios para escribir cartas a los habitantes de Antioquía para consolarlos y fortalecerlos; Compone una erudita apología de la religión que se atreve a presentar a sus jueces. El propio emperador intenta vencer su resistencia.

 


   Después de haber utilizado en vano las promesas más seductoras, lo expone a los dientes de las fieras; le hace sufrir las diversas torturas de la rueda, el caballete, el fuego y otros; cada tormento resulta en una victoria milagrosa. El héroe cristiano es devuelto a prisión, donde pasa catorce días entre privaciones y sufrimiento. Se acercaba la Epifanía, y Dios proporcionó a Su mártir la fuerza y ​​los medios para celebrarla; no había altar, y la inmunda mazmorra no era apta para el sacrificio: Mi cofre, dijo el Santo a sus ansiosos discípulos, servirá de altar, y vosotros, que me rodeáis, formaréis el templo que nos esconderá de la destrucción”.

 

   Por última vez, Luciano es llamado ante el tirano, quien le pregunta:

   —“¿Cuál es tu patria?

 

   —¡Soy cristiano!

 

   —¿Cuál es tu profesión?

 

   —¡Soy cristiano!

 

   —¿Quién te dio a luz?

 

   —Soy ¡Un cristiano!

 

   ¿Hay algo más sublime que esta respuesta? Pronto vino la recompensa, porque Luciano, arrojado al mar después de haber sido atado a una enorme piedra, consumó así su sacrificio.

 


   Eusebio dice: “de los mártires de Antioquía, el primero fue Luciano, que fue toda su vida ejemplar presbítero de aquella Iglesia, y también él en Nicomedia, en presencia del emperador, proclamó el celeste reino de Cristo, primero en un discurso apologético y luego también con sus obras”.

 


Abad L. Jaud, Vida de los santos para todos los días del año, Tours, Mame, 1950.


domingo, 5 de enero de 2025

SAN TELESFORO, PAPA Y MÁRTIR. —5 de enero.

 


   Entre los soldados valerosos de Jesucristo, auxiliares de los Apóstoles en la promulgación de la fe, se refieren aquellos esclarecidos varones solitarios, imitadores de los santos profetas Elias y Eliseo, habitantes en el monte Carmelo, donde en honor de la santísima Virgen edificaron un oratorio para darle culto. Los cuales bien entendidos del cumplimiento literal de los oráculos antiguos en la persona de Cristo, verdadero Mesías, prometido en la Ley y en los Profetas, predicaban su Evangelio entre los gentiles y judíos esparcidos por Palestina, Samaria y otras provincias. Uno de los profesores de este instituto fue san Telesforo, griego de nación, hombre de eminente santidad, de ingenio sobresaliente, y de extraordinaria grandeza de espíritu, cuya fama no solo ilustró las vastas regiones del Oriente, sino que llegó a Roma, donde, bien conocido su mérito, después de la muerte del papa Sixto I fue electo sumo pontífice en el día 9 del mes de abril del año 139, en tiempo del imperio de Antonino Pio.

 


   Tenía la Iglesia necesidad de un pastor magnánimo, brioso y científico, en tiempo que el furor de los gentiles la perseguía de muerte, y la perversidad de los herejes no perdonaba medio para corromper el sagrado depósito de la fe y santidad de las costumbres. Todo este auxilio logró en Telesforo, que, elevado a aquella primera cátedra, se portó como un verdadero sucesor del Príncipe de los Apóstoles, acreditando en el tenor de su inculpable vida el espíritu de su instituto, y en sus singulares virtudes y santidad el mérito de sus predecesores. Bien persuadido de las obligaciones propias de un pastor universal de la Iglesia, procuró desempeñarlas con la mayor vigilancia. No faltaron en su tiempo ocasiones para demostrarlo. Los discípulos de Basílides Antioqueno, hombre de ingenio agudo y perverso, socio de Saturnino, y discípulo de Menandro, penetraron hasta Roma, con el fin de sembrar en ella el veneno de su impía doctrina contra el Redentor del mundo. Cerdon, otro heresiarca maligno, que por principios de su secta establecía dos dioses, uno bueno, y otro malo, despreciaba el Antiguo Testamento y los Profetas, y negaba que Jesucristo hubiese nacido de santa María Virgen, tenido verdadera carne, padecido y muerto en realidad: con los sofismas de que se valía tenia engañados a no pocos hombres simples. Estos, y otros monstruos del infierno que se reunieron en la capital del orbe cristiano perseguían a la Iglesia con más daño que los mismos gentiles; de forma que la pusieron en el extremo de peligrar, si aquel Señor que afianzo en sus promesas su eterna estabilidad contra el poder del abismo no hubiera providenciado a un pastor tan celoso, eficaz e invencible como Telesforo, que oponiéndose a semejantes fieras, no omitió medio alguno que pudiera contribuir a sepultar la  perversidad de tan detestables doctrinas.

 


   Echó Dios sus bendiciones sobre los celosos trabajos de este insigne Pontífice, por cuyos desvelos se vio libre el rebaño de Jesucristo de las enfermedades contagiosas de las herejías, con suceso tan feliz, que en su tiempo se vio en Roma, centro de la unidad y de la fe, florecer está el fervor de los fieles y santidad de sus costumbres.

 

No satisfecho su celo con tan penosa fatiga, deseoso de dilatar el reino de Jesucristo, envió muchos operarios apostólicos por diferentes partes del mundo a que predicasen el santo Evangelio, y con la luz de su celestial doctrina ilustrasen a los miserables infieles sumergidos en las tinieblas de la idolatría. Aun en tiempos tan turbulentos como fueron los de su pontificado encontró lugar su solicitud para establecer varios reglamentos utilísimos sobre disciplina eclesiástica. Fueron memorables entre ellos la disposición de que los Obispos y Sacerdotes de Dios no fuesen acusados por algunos de los seculares, ni manchados con cualesquiera clases de calumnias: que no se juzgase al prójimo con temeridad, especificando la clase de acusadores que debían admitirse en los juicios; y mostrando con muchos testimonios de la santa Escritura la malicia de los que fuesen tales contra los siervos de Dios.

 


   Asimismo, estableció la abstinencia de carnes y lacticinios por el espacio dc siete semanas precedentes a la Pascua de Resurrección; de modo que, aunque el ayuno cuadragesimal tuvo su origen de institución apostólica, observado por tradición, según las diversas costumbres de las iglesias, Telesforo le ordenó en el tiempo dicho por constitución Perpétua. También dispuso que en la noche de la Natividad de nuestro Salvador se celebrasen tres misas: una al comedio de ella, en que nació Jesucristo; otra al romperse la aurora, cuando fue adorado por los pastores, y otra en la hora de tercia, en señal de la luz que brilló sobre nosotros por el nacimiento del Mesías; con la prevención de que en estas y otras misas solemnes se rezase o cantase el himno Gloria in Excélsis Deo, y de que en el santo sacrificio se dijese el Evangelio antes del Canon. Cuatro veces hizo órdenes en el mes de diciembre, en las que creó diez y nueve presbíteros, diez y ocho diáconos, y trece obispos para diversas iglesias.

 


   Después de once años, nueve meses y tres días que gobernó la Iglesia como pastor celosísimo, terminó su carrera con la gloria del martirio en tiempo del emperador Antonino Pio, en el día 5 de enero del año 150, en el que hace mención de este insigne Pontífice el Martirologio romano, cuyo celo, santidad y sabiduría elogian san Ireneo, Tertuliano, Epifanio, y san Agustín entre otros muchos escritores antiguos. Su cuerpo fue sepultado en el Vaticano inmediato al de san Pedro.

 

 



AÑO CRISTIANO

POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).


SAN JUAN EL EVANGELISTA, Apóstol. (c. 100 p .c.). —27 de diciembre.

 


   SAN JUAN el Evangelista, a quien se distingue como “el discípulo amado de Jesús” y a quien a menudo se llama “el Divino” (es decir, el “Teólogo”), sobre todo entre los griegos y en Inglaterra, era un judío de Galilea, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, con quien desempeñaba el oficio de pescador.


   Junto con su hermano, se hallaba Juan remendando sus redes a la orilla del lago de Galilea, cuando Jesús, que acababa de llamar a su servicio a Pedro y a Andrés, llamó también a los otros dos hermanos para que fuesen sus Apóstoles.


 
  A éstos, el propio Jesucristo les puso el sobrenombre de Boanerges, o sea “hijos del trueno” (cf. Lucas 9, 54), aunque no está aclarado si lo hizo como una recomendación o bien a causa de la violencia de su temperamento.


   Se dice que San Juan era el más joven de los doce Apóstoles y que sobrevivió a todos los demás; por otra parte, es el único sobre el cual se tiene la certeza de que no murió en el martirio.


   En el Evangelio que escribió se refiere a sí mismo, con cierto orgullo justificado, como “el discípulo a quien Jesús amaba”, y es evidente que era uno de los que ocupaban una posición de privilegio.


   El Señor quiso que estuviese presente, junto con Pedro y Santiago, en el momento de Su transfiguración, así como durante Su agonía en el Huerto de los Olivos.




   En muchas otras ocasiones, Jesús demostró a Juan su predilección o su afecto especial, mayor que hacia los otros, por consiguiente, nada tiene de extraño desde el punto de vista humano, que la esposa de Zebedeo pidiese al Señor que sus dos hijos llegasen a sentarse junto a Él, uno a la derecha y el otro a la izquierda, en Su Reino. 


   Juan fue el elegido para acompañar a Pedro a la ciudad a fin de preparar la cena de la última Pascua y, en el curso de aquel convite, Juan reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús y fue a Juan a quien el Maestro indicó, no obstante que Pedro formuló la pregunta, el nombre del discípulo que habría de traicionarle.




   Es creencia general la de que era Juan aquel “otro discípulo” que entró con Jesús ante el tribunal de Caifás, mientras Pedro se quedaba afuera.


  Juan fue el único de los Apóstoles que permaneció al pie de la cruz con la Virgen María y las otras piadosas mujeres y fue él quien recibió el sublime encargo de tomar bajo su cuidado a la Madre del Redentor.


   

   “Mujer, he ahí a tu hijo”, murmuró Jesús a su Madre desde la cruz. “He ahí a tu madre”, le dijo a Juan. Y desde aquel momento, el discípulo la tomó como suya.

   El Señor nos llamó a todos hermanos y nos encomendó el amoroso cuidado de Su propia Madre, pero entre todos los hijos adoptivos de la Virgen María, San Juan fue el primogénito.

   Tan sólo a él le fue dado el privilegio de tratar a María como si fuese su propia madre y el de honrarla, servirla y cuidarla en persona.

   Cuando María Magdalena trajo la noticia de que el sepulcro de Cristo se hallaba abierto y vacío, Pedro y Juan acudieron inmediatamente y Juan, que era el más joven y el que corría más de prisa, llegó primero.




   Sin embargo, esperó a que llegase San Pedro y los dos juntos se acercaron al sepulcro y los dos “vieron y creyeron” que Jesús había resucitado.

   A los pocos días, Jesús se les apareció por tercera vez, a orillas del lago de Galilea, y vino a su encuentro caminando por la playa.



  
  Fue entonces cuando interrogó a San Pedro sobre la sinceridad de su amor, le puso al frente de Su Iglesia y le vaticinó su martirio.


   San Pedro, al caer en la cuenta de que San Juan se hallaba detrás de él, preguntó a su Maestro, por solicitud hacia su compañero:


   —“Señor, ¿qué hará este hombre?”


   Y Jesús replicó:


   —“Si mi deseo es que se quede hasta que yo venga, ¿qué tiene eso que ver contigo? Sígueme tú”.


   Debido a aquella respuesta, no es sorprendente que entre los hermanos corriese el rumor de que Juan no iba a morir, un rumor que el mismo Juan se encargó de desmentir al indicar que el Señor nunca dijo: “No morirá”.


   Después de la Ascensión de Jesucristo, volvemos a encontrarnos con Pedro y Juan que subían juntos al templo y, antes de entrar, curaron milagrosamente a un tullido.


   Los dos fueron hechos prisioneros, pero se los dejó en libertad con la orden de que se abstuviesen de predicar en nombre de Cristo, a lo que ambos respondieron: “Si es razón delante de Dios escucharos a vosotros antes que a Dios, juzgadlo vosotros mismos. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que vimos y oímos”.


   Después, los dos Apóstoles fueron enviados a confirmar a los fieles que el diácono Felipe había convertido en Samaría.


   Cuando San Pablo fue a Jerusalén tras de su conversión se dirigió a aquéllos que “parecían ser los pilares” de la Iglesia, es decir a Santiago, Pedro y Juan, quienes confirmaron su misión entre los gentiles y fue por entonces cuando San Juan asistió al primer Concilio de los Apóstoles en Jerusalén.


   Tal vez concluido éste, San Juan partió de Palestina para viajar al Asia Menor.


   No hay duda de que estaba presente cuando murió la Virgen María, ya haya ocurrido el hecho en Jerusalén o en Éfeso.


   San Ireneo afirma que Juan se estableció en Éfeso después del martirio de San Pedro y San Pablo, pero es imposible determinar la época precisa.


  De acuerdo con la tradición, durante el reinado de Domiciano, San Juan fue llevado a Roma, donde quedó milagrosamente frustrado un intento para quitarle la vida.


   La misma tradición afirma que posteriormente fue desterrado a la isla de Patmos, donde recibió las revelaciones celestiales que escribió en su libro del Apocalipsis.




   Después de la muerte de Domiciano, en el año 96, San Juan pudo regresar a Éfeso, y es creencia general que fue entonces cuando escribió su Evangelio.


   El mismo nos revela el objetivo que tenía presente al escribirlo. “Todas estas cosas las escribo para que podáis creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, al creer, tengáis la vida en Su nombre”.


   Su Evangelio tiene un carácter enteramente distinto al de los otros tres y es una obra teológica tan sublime que, como dice Teodoreto, “está más allá del entendimiento humano el llegar a profundizarlo y comprenderlo enteramente”.


   La elevación de su espíritu y de su estilo y lenguaje, está debidamente representada por el águila, que es el símbolo de San Juan el Evangelista.


   También escribió el Apóstol tres epístolas: a la primera se le llama Católica, ya que está dirigida a todos los otros cristianos, particularmente a los que él convirtió, a quienes insta a la pureza y santidad de vida y a la precaución contra las artimañas de los seductores. Las otras dos son breves y están dirigidas a determinadas personas: una, probablemente a la Iglesia local, y la otra a un tal Gayo, un comedido instructor de cristianos.


   A lo largo de todos sus escritos, impera el mismo inimitable espíritu de caridad.


   No es éste el lugar para hacer referencias a las objeciones que se han hecho a la afirmación de que San Juan sea el autor del cuarto Evangelio.


   Los más antiguos escritores hablan de la decidida oposición de San Juan a las herejías de los ebionitas y a los seguidores del gnóstico Cerinto.


   En cierta ocasión, cuando Juan iba a los baños, se enteró de que Cerinto estaba en ellos y entonces se devolvió y comentó con algunos amigos que le acompañaban: “¡Vámonos, hermanos y a toda prisa, no sea que los baños en donde está Cerinto, el enemigo de la verdad, caigan sobre su cabeza y nos aplasten”.


   Dice San Ireneo que fue informado de este incidente por el propio San Policarpo, el discípulo personal de San Juan.


   Por su parte, Clemente de Alejandría relata que en cierta ciudad cuyo nombre omite, San Juan vio a un apuesto joven en la congregación y, con el íntimo sentimiento de que mucho de bueno podría sacarse de él, lo llevó a presentar al obispo a quien él mismo había consagrado.


   “En presencia de Cristo y ante esta congregación, recomiendo este joven a tus cuidados”.


   De acuerdo con las recomendaciones de San Juan, el joven se hospedó en la casa del obispo, quien le dio instrucciones, le mantuvo dentro de la disciplina y a la larga lo bautizó y lo confirmó. Pero desde entonces, las atenciones del obispo se enfriaron, el neófito frecuentó las malas compañías y acabó por convertirse en un asaltante de caminos. Transcurrió algún tiempo, y San Juan volvió a aquella ciudad y pidió al obispo: “Devuélveme ahora el cargo que Jesucristo y yo encomendamos a tus cuidados en presencia de tu iglesia”. El obispo se sorprendió creyendo que se trataba de algún dinero que se le había confiado, pero San Juan explicó que se refería al joven que le había presentado y entonces el obispo exclamó: “¡Pobre joven! Ha muerto”. 


   —“¿De qué murió?”, preguntó San Juan. 


   —“Ha muerto para Dios, puesto que es un ladrón”, fue la respuesta.


   Al oír estas palabras, el anciano Apóstol pidió un caballo y un guía para dirigirse hacia las montañas donde los asaltantes de caminos tenían su guarida. Tan pronto como se adentró por los tortuosos senderos de los montes, los ladrones le rodearon y le apresaron.


   —“Para esto he venido”, gritó San Juan.


 —“¡Llevadme con vosotros!” Al llegar a la guarida, el joven renegado reconoció al prisionero y trató de huir, lleno de vergüenza.


   Pero Juan le gritó para detenerle:


   —“¡Muchacho! ¿Por qué huyes de mí, tu padre, un viejo y sin armas? Siempre hay tiempo para el arrepentimiento. Yo responderé por ti ante mi Señor Jesucristo y estoy dispuesto a dar la vida por tu salvación. Es Cristo quien me envía”.


   El joven escuchó estas palabras inmóvil en su sitio; luego bajó la cabeza y, de pronto, se echó a llorar y se acercó a San Juan para implorarle, según dice Clemente de Alejandría, un segundo bautismo. Por su parte, el Apóstol no quiso abandonar la guarida de los ladrones hasta que el pecador quedó reconciliado con la Iglesia.


   Aquella caridad que inflamaba su alma, deseaba infundirla en los otros de una manera constante y afectuosa.


   Dice San Jerónimo en sus escritos que, cuando San Juan era ya muy anciano y estaba tan debilitado que no podía predicar al pueblo, se hacía llevar en una silla a las asambleas de los fieles de Éfeso y siempre les decía estas mismas palabras: “ Hijitos míos, amaos entre vosotros”.


   Alguna vez le preguntaron por qué repetía siempre la frase, respondió San Juan: “Porque ése es el mandamiento del Señor y si lo cumplís ya habréis hecho bastante”.




   San Juan murió pacíficamente en Éfeso hacia el tercer año del reinado de Trajano, es decir hacia el año cien de la era cristiana, cuando tenía la edad de noventa y cuatro años, de acuerdo con San Epifanio.


   Según los datos que nos proporcionan San Gregorio de Nissa, el Breviariam sirio de principios del siglo quinto y el Calendario de Cartago, la práctica de celebrar la fiesta de San Juan el Evangelista inmediatamente después de la de San Esteban, es antiquísima.


En el texto original del martirologio Hieronymianum (alrededor del año 600 P.C.), la conmemoración parece haber sido anotada de esta manera: “La Asunción de San Juan el Evangelista en Efeso y la ordenación al episcopado de Santo Santiago, el hermano de Nuestro Señor y el primer judío que fue ordenado obispo de Jerusalén por los Apóstoles y que obtuvo la corona del martirio en el tiempo de la Pascua”. Era de esperarse que en una nota como la anterior, se mencionaran juntos a Juan y a Santiago, los hijos de Zebedeo; sin embargo, es evidente que el Santiago a quien se hace referencia, es el otro, el hijo de Alfeo, a quien ahora se honra junto con San Felipe el 1de Mayo.


   La frase “Asunción de San Juan”, resulta interesante puesto que se refiere claramente a la última parte de las apócrifas “Actas de San Juan”.


   La errónea creencia de que San Juan, durante los últimos días de su vida en Efeso, desapareció sencillamente, como si hubiese ascendido al cielo en cuerpo y alma, puesto que nunca se encontró su cadáver, una idea que surgió sin duda de la afirmación de que aquel discípulo de Cristo “no moriría”, tuvo gran difusión y aceptación a fines del siglo II.


   Por otra parte, de acuerdo con los griegos, el lugar de su sepultura en Efeso era bien conocido y aun famoso por los milagros que se obraban en él. El Acta Johannis, que ha llegado hasta nosotros en forma imperfecta y que ha sido condenada a causa de sus tendencias heréticas, por autoridades en la materia tan antiguas como Eusebio, Epifanio, Agustín y Toribio de Astorga, contribuyó grandemente a crear una leyenda tradicional. 


   De estas fuentes o, en todo caso, del pseudo Abdías, procede la historia en base a la cual se representa con frecuencia a San Juan con un cáliz y una víbora.


   Se cuenta que Aristodemus, el sumo sacerdote de Diana en Efeso, lanzó un reto a San Juan para que bebiese de una copa que contenía un líquido envenenado.



   
   El Apóstol apuró el veneno sin sufrir daño alguno y, a raíz de aquel milagro, convirtió a muchos, incluso al sumo sacerdote. En ese incidente se funda también sin duda la costumbre popular que prevalece sobre todo en Alemania, de beber la Johannis-Minne, la copa amable o poculum charitatis, con la que se brinda en honor de San Juan. En la ritualia medieval hay numerosas fórmulas para ese brindis y para que, al beber la Johannis-Minne, se evitaran los peligros, se recuperara la salud y se llegara al cielo.




VIDAS DE LOS SANTOS
DE BUTLER.