San Taraco fue romano, es
decir, gozaba derechos y privilegios de ciudadano romano. Nació en Claudiópolí
de Isauria, y fue hijo de un militar. Era de setenta y cinco años de edad, y
había servido en los ejércitos de los emperadores con el nombre de Víctor; pero
haciéndose cristiano, dejó el servicio, pidiendo licencia a su capitán que se
llamaba Polibion.
Probo, de menos
edad que Taraco, aunque era originario dé la provincia de Tracia, nació
en la de Panfilia, y sin embargo de ser de familia humilde y plebeya, era hombre
rico; pero todo lo dejó por dedicarse únicamente al servicio de Dios.
Andrónico fue de
nacimiento más ilustre; le debió a una de las casas más calificadas de
la ciudad de Éfeso; era joven, bien dispuesto y de mucho espíritu.
No se sabe por qué casualidad o aventura los
juntó a todos tres la divina Providencia; solo se sabe que por los años 304,
poco después que se publicaron los edictos de los emperadores Diocleciano y
Maximiano contra los cristianos, dos archeros o dos alguaciles, llamados
Eutolmio y Paladio, presentaron a Máximo, gobernador de Cilicia, aquellos tres
extranjeros por haber confesado desde luego que eran cristianos. El Gobernador
dio principio a su interrogatorio por el más viejo, y le preguntó cómo se
llamaba. Me llamó cristiano, respondió
Taraco. —Impío, replicó
Máximo, no te pregunto tu profesión, sino tu nombre. — Mi nombre es cristiano, porque lo soy, repuso Taraco. Irritado
el Gobernador, mandó descargar cruelmente bofetadas sobre su venerable rostro,
no cesando de exhortarle a que tuviese lástima de su ancianidad, y tratase de
rendir culto a los dioses a quienes adoraban, los Emperadores. —Y porque los Emperadores quieren adorar a los demonios, —respondió Taraco—, ¿tengo de adorarlos yo? No hay en el cielo ni en la tierra más
que un solo Dios: a este adoro; a su santa ley me rindo, la guardo y la
obedezco Infeliz y miserable, —replicó
Máximo—, ¿hay otra ley que la del príncipe? —¡cómo que la hay! —respondió
el santo Mártir, —la ley de Dios que
condena vuestra impiedad.
—Despójenle de los vestidos,
dijo colérico el tirano, despedácenle el cuerpo
a azotes para ver si sana de su locura. —La mayor prueba del juicio
y de la cordura de los Cristianos, —respondió
Taraco, es sufrir todos los tormentos y la misma muerte por amor
de Dios y de su único Hijo Jesucristo.
—Luego tú adoras dos dioses, —le
arguyó Máximo; y si adoras dos, ¿qué
razón tendrás para no adorar a los nuestros? —No lo permita Dios,
respondió el Santo; a uno solo adoro
cuando adoro al Hijo, que es en todo igual y consustancial a su Padre. Para
conocer este misterio es menester ser cristiano; sin fe ni se puede discurrir,
ni se puede hablar de Dios como se debe. Indignado
el juez con
tan animosas como desengañadas respuestas, mandó que le cargasen de cadenas, y
le encerrasen en un calabozo.
Mandó después que se presentase Probo, y en
tono colérico le dijo: ¿Serás tú tan
mentecato como tu compañero, que quieras preferir la muerte al amor del
Soberano? ¿Cómo te llamas?
—El nombre con que me honro mas es el de cristiano, —respondió el generoso
Confesor de Jesucristo; ¿para qué quieres saber
otro? El de Probo que los hombres me impusieron nada significa. Por lo demás te
diré, con tu licencia, que no hay mayor juicio ni mayor discreción que conocer,
amar y servir a un solo Dios verdadero, como ni más lastimosa locura, ni más
insigne mentecatez que adorar por dioses a unos inanimados ídolos, obras sin
espíritu que fabricaron las manos de los hombres. La única respuesta del
tirano fue mandar que le tendiesen sobre el potro, y que le despedazasen a
azotes con nervios de bueyes; crueldad que se ejecutó con tanta violencia, que
todo el pavimento quedó cubierto de sangre. —Tus ministros, — dijo el Santo con
semblante apacible y siempre sereno, —tus ministros
hacen conmigo oficio de médicos, los cuales saja para curar; muy agradecido les
estoy por la exactitud y por el ardor con que obedecen lo que les mandas. Rabioso Máximo por la
serenidad que
mostraba el santo Mártir, le dijo como por mofa: —Lástima es que no esté aquí presente Dios para que te cure tus
llagas y te dé algún refrigerio. — Presente y muy presente
está, —respondió
Probo, de que es buena prueba no solo la paciencia, sino el consuelo con
que sufro mis dolores. Este mi Dios es el que me fortalece, el que me consuela,
el que me asiste actualmente, y el que también me asistirá, si fuere su voluntad,
hasta el último aliento de mi vida. El
Urano, reventando de cólera y de despecho, mandó que le quitasen del potro, que
le cargasen de cadenas, que le encerrasen en el calabozo, y que le metiesen en
el cepo
hasta las troneras y los agujeros del cuarto orden; especie de tormento verdaderamente
horrible.
Demetrio, capitán de una compañía de
soldados que estaba de guarnición en la ciudad, le presentó a Andrónico, el
tercero de los santos Mártires, el más joven de todos, pero no menos esforzado ni
menos ansioso del martirio que sus dos compañeros. Luego que Máximo le vio, se
sintió inclinado a amarle, y movido de compasión, dio principio al
interrogatorio en la fórmula ordinaria, preguntándole blanda y cariñosamente su
nombre, su calidad y el lugar de su nacimiento.
—Mi nombre es Andrónico—, respondió el generoso mancebo,
—mi patria Éfeso, y mi calidad muy conocida en aquel numeroso pueblo;
pero el verdadero nombre, la verdadera calidad y la verdadera nobleza de que
únicamente me precio es de ser cristiano. — Ya veo, querido
mío, replicó
el Gobernador—, que esos dos insignes
embusteros que acabo de castigar trastornaron tu buen juicio con sus hechizos y
con sus encantos; pero, hijo, no puedo creer que un joven de tan bello entendimiento
como tú se quiera exponer a sangre fría y por su gusto a los más crueles tormentos y a una muerte ignominiosa. —Si tengo este bello entendimiento como supones, —respondió Andrónico, —y si no he perdido el buen juicio que me atribuyes, debo
despreciar esos tormentos, y aun esa ignominiosa muerte, que dura pocos
instantes, por no incurrir en la muerte y en los tormentos eternos, destinados
a los idólatras y a los enemigos del nombre cristiano. No esperaba Máximo esta
respuesta; pero, aunque interiormente se irritó con ella, disimulando su enojo,
le dijo con blandura: Perdono a tu
inconsiderada juventud una respuesta tan extravagante; pero, hijo, dejémonos de
palabras, es menester sacrificaren este mismo punto a los dioses de los Emperadores,
que fueron también los dioses de nuestros abuelos; porque no se ha de decir en mis
días
(aquí levantó la voz en tono bronco, sañudo y enfurecido), no se ha de decir en mis días que una desdichada secta de
miserables cristianos se nos vengan delante de nuestros mismos ojos a menospreciar
los dioses del imperio, y a pretender que mudemos de religión. —Joven soy, respondió
el Santo —modesta y respetuosamente, joven soy, es verdad; pero tengo la
dicha de ser cristiano, y la fe suple la falta de los años. Si tú conocieras
como yo la impiedad del paganismo, la imposibilidad de muchos dioses, la
verdad, la sabiduría y la santidad de la religión cristiana, lejos de
exhortarme a rendir adoraciones a unos dioses sin otro ser que el que les
fingió la fábula, Máximo, tú mismo te harías luego cristiano. Se convirtió en furor la
ternura del tirano, y mandó que, despojándole al punto de sus vestidos, le
colgasen de la garrucha. Compadecido el capitán Demetrio, le quiso exhortar a
que se aprovechase de la inclinación que el Gobernador le profesaba; pero
Andrónico se burló de sus exhortaciones. Hallábase presente cierto alcaide de
una de las cárceles, llamado Atanasio, y movido también de lástima, se empeñó
en persuadirle a que sacrificase, valiéndose de las razones más fuertes y más
tiernas que le pudo inspirar la compasión. Créeme, querido
mío, —le
decía, —obedece al Gobernador, y no te obstines en perderte; sigue mi
consejo, pues ya ves que por los años pudiera ser tu padre.
—No porque
seas más viejo eres más cuerdo, —respondió
Andrónico, —pues me aconsejas que
ofrezca sacrificios a los troncos y a las piedras en menosprecio del verdadero
Dios, mi Criador, mi soberano Juez, y que también lo ha de ser tuyo. No se atrevió Atanasio a
replicarle; pero el Gobernador mandó a los verdugos que le atormentasen
cruelmente en las piernas, donde siempre es más vivo el dolor. Con efecto, le sintió
vivamente el santo Mártir, y tanto, que no pudiendo disimular, protesto que,
aunque era grande el dolor que padecía, le toleraba con gusto por la confianza
que tenía en la misericordia y en la bondad del Señor. Créeme, hijo mío—,
le dijo el Gobernador por última señal de compasión; —déjale de ese capricho, adora desde luego los dioses que adoran
los Emperadores, y yo te prometo que muy en breve experimentarás los efectos de
su benevolencia y de su favor. —Respeto como
debo, a los Emperadores,
—respondió Andrónico; —pero detesto y detestaré
siempre su falsa religión, pues les enseña a adorar a los demonios y a
ofrecerles sacrificios.
Se mostró Máximo extrañamente irritado con esta última respuesta de nuestro
Santo, y mandó a los verdugos que le surcasen los costados con uñas o con
garfios de acero; que le echasen sal en las llagas, y que después se las
frotasen con cascotes de hierro viejo, amenazándole que cada día le haría
padecer nuevos tormentos. Mostró entonces Andrónico más valor y más constancia
que nunca, protestando que lejos de acobardarle los tormentos, le alentaban y
le fortalecían más y más; y que teniendo colocada toda su confianza en solo
Dios, con igual desprecio trataba sus amenazas que sus suplicios. Era ya todo
su cuerpo una sola llaga; y en este estado mandó el juez que le echasen una
gruesa cadena al pescuezo y a los pies, y que le encerrasen en un oscuro calabozo,
con orden expresa de que ninguno entrase a verle ni a curarle, para que enconadas
y encanceradas las llagas se viniese a podrir vivo.
Pasó Máximo de la ciudad de Tarso a la de
Mopsuestia, adonde mandó le siguiesen los tres ilustres prisioneros con
resolución de tentarlos en otro segundo interrogatorio, y no sin esperanza de
que el tiempo los habría hecho más dóciles, y los hallaría menos constantes.
Fue presentado el primero san Taraco, a
quien le dijo el Gobernador, que habiéndole dado aquel tiempo para que pensase
mejor lo que le tenía cuenta, no dudaba encontrarle ahora más arrimado a la
razón que en la primera audiencia. —Acuérdate
que soy cristiano, —le
respondió Taraco, —y los Cristianos
cuanto más lo piensan más cristianos son, más firmes se mantienen, y con mayor intrepidez
desprecian los suplicios. Mandó
el tirano que le hiciesen pedazos los dientes y las mandíbulas a crueles golpes
de una dura piedra, y que tendido en el potro le despedazasen a azotes. —Haz de mi cuerpo lo que quisieres, —dijo el santo Mártir
mientras duró este suplicio. —Dios es mi fortaleza,
y en él espero burlarme de tus tormentos. Le
abrasaron las manos sin que se observase en él ni el más leve movimiento de
impaciencia. Le colgaron pies arriba y cabeza abajo, cayendo esta
perpendicularmente sobre un humo tan espeso como hediondo. —Si me burlé de tu fuego, —dijo
entonces Taraco al Gobernador, —¿qué caso he de hacer
de tu humo? Derramaron
sal y vinagre sobre sus llagas; y cansando ya a Máximo la heroica constancia
del invicto Mártir, mandó que le restituyesen a la cárcel, diciéndole que le
quedaba preparando nuevos y más atroces suplicios.
Se presentó Probo
a la segunda audiencia con mayor despejo y aun con mayor resolución en sus
respuestas que había salido a la primera. Le aplicaron planchas de hierro
ardiendo a todo el cuerpo, y sin embargo de que tenía ya tostada toda la piel,
dijo que no era cosa lo que calentaba. Despedazaron sus carnes hasta que se
descubrieron los huesos: cansó el generoso Mártir a los verdugos, y dijo al
juez, que si no tenía más tormentos que aquellos, era poquita cosa para derribar
la constancia de los Cristianos; y que si quería experimentar hasta dónde
llegaba el poder de Dios que estos adoraban, era menester que inventase nuevos
suplicios. Reventaba Máximo de cólera ni ver la burla que hacían los santos Mártires
tanto de sus dioses como de sus tormentos; y no sabiendo ya de qué tormento echar
mano, ordenó que le rasasen el pelo a navaja, y le echasen carbones encendidos
sobre la cabeza; suplicio que no alteró un punto la paciencia ni la serenidad
de Probo, y con esto le restituyeron a la cárcel.
Salió al tribunal Andrónico,
y el juez le quiso persuadir que ya en fin sus compañeros se hablan reducido a
sacrificar a los dioses, y que ahora solo atendía a curarles las heridas. Se
sonrió el Santo, y le respondió: Pues las mías
ya están curadas; y así no tengo necesidad de ofrecerles sacrificio. Aquí me tienes pronto a sufrir nuevos tormentos por amor de aquel
Señor que me curó, y por cuya gloria combatieron generosamente mis amados compañeros. Quedó Máximo extrañamente
sorprendido cuando le vio del todo sano, jurándole el carcelero que ningún
hombre mortal había llegado a él; y pareciéndole preciso al Santo publicar el verdadero autor de aquella
maravilla, le dijo: —No te admires, señor, de
verme sano y robusto; esta ha sido obra de mi Dios, aquel médico celestial y
todopoderoso que con sola su palabra nos cura de todos los males cuando es su
voluntad. No
se detuvo el Gobernador en profundizar más la materia, y dijo al Santo que á
Táraco y Probo les había salido cara la terquedad en negar el culto a los
dioses inmortales, y la debida obediencia a los Emperadores, y que esperaba que
Andrónico sería más cuerdo, escarmentando encabeza ajena; y concluyó: Ello de grado o fuerza es preciso obedecer; y si lo hicieres de
tu buena gracia, te ahorrarás muchos tormentos. —En tus manos me tienes, —respondió
el Santo, —como víctima dispuesta a
ser sacrificada en holocausto del Dios vivo; acaba el sacrificio cuando le padeciere.
Ya no
guardó medidas el tirano a vista de la magnanimidad del santo Mártir. Mandó que
le amarrasen a cuatro palos o estacas, y que en esta postura, entre colgado y
tendido, despedazasen su cuerpo con crueles azotes de nervios duros de buey y
de ramales armados con unas bolas de plomo. Se mostró Andrónico con inalterable
tranquilidad; y cansado Máximo de atormentarle, ordenó que le restituyesen a la
cárcel, y le encerrasen en el más profundo calabozo, sin que a nadie se le
permitiese hablarle ni verle.
De Mopsuestia se transfirió el Gobernador a Anazarbo,
adonde mandó que le siguiesen también los santos prisioneros, y cuando llegó el
día de la audiencia pública los hizo comparecer. Preguntó a Taraco si se mantenía tan fiero y tan indiferente
en Anazarbo, como lo había estado en Tarso y en Mopsuestia. —Los Cristianos, —le
respondió el Santo, no conocemos la
fiereza; mas por lo que toca a la indiferencia, te equivocas mucho: lejos de
mirar yo con ella los tormentos, ninguna cosa deseo con mayor ansia que padecer
muchos por el amor de Dios y por la gloria de su nombre. — Ya te entiendo, —replicó
el tirano, sin duda querrías tú
que te mandase cortar la cabeza. —Nada menos, respondió Táraco,
—todo lo contrario; antes bien me darás el mayor gusto en prolongar
el combate para que sea más gloriosa la corona. —Serás servido, repuso
Máximo, —porque no creas que te he de condenar a morir de golpe; irás
muriendo a pausas y por partes, de modo que regalaré a las fieras con lo poco
que quedare de tu cuerpo.
Sin duda esperarás que después de muerto vendrán más buenas
mujeres y le embalsamarán; pero yo daré providencia. — Vivo y muerto, —replicó
el Santo, podrás hacer de él lo
que quisieres; ese es negocio que me da muy poca pena. Mandó el tirano que le
corlasen los labios y le sajasen la cara; hecho esto, que con una navaja le
levantasen el pellejo de la cabeza, y que debajo le echasen carbones
encendidos; que después le aplicasen una barra de hierro
ardiendo debajo de los sobacos, y le metiesen otra igualmente penetrada
de fuego por el estómago; sin que, en toda esta bárbara carnicería,
que causaba horror a todos los circunstantes, se le escapase al santo Mártir ni
el más leve indeliberado movimiento de impaciencia.
Entraron también los santos Probo y Andrónico al tercer interrogatorio, y poco
más o menos sufrieron los mismos tormentos, triunfando en ellos la fe con nueva
intrepidez y con nueva generosa constancia. Hizo el tirano colgar a san Probo pies
arriba y cabeza abajo; mandó aplicarles a los costados barras de hierro
ardiendo, y taladrarle manos y pies con agujas encendidas, rindiendo el santo
Mártir mil gracias al Señor porque aquellas sangrientas llagas le traían a la memoria
las que Jesucristo había padecido por él. No fue atormentado Andrónico con
inferior crueldad; y porque en todos los tormentos no cesaba de bendecir al
Señor, mandó Máximo que le taraceasen los labios, que le arrancasen los
dientes, y que le cortasen la lengua. Dio después orden de que así los dientes
como la lengua fuesen arrojados en el fuego hasta que se hiciesen ceniza, y que
esta ceniza se esparciese por el viento, para que no vengan después los supersticiosos
Cristianos, añadió, a recoger estos infames despojos para conservarlos después
como preciosas reliquias. Tan común era ya entonces la persuasión de que los
fieles veneraban a los santos Mártires, honrando con devoto respeto todo cuanto
les había pertenecido.
Al salir de la audiencia mandó el Gobernador
publicar que el día siguiente había combate de fieras y de gladiadores, cuya
voz atrajo el gentío de todo el contorno. Como los santos Mártires no se podían
mover por sí mismos, fueron conducidos en hombros ajenos y colocados en medio
del circo. Luego que entró Máximo en el anfiteatro, mandó que soltasen de una
vez muchas fieras contra ellos, pero ni una sola los tocó. Bramando de rabia y
de furor el tirano, dio orden de que les echasen las más feroces y las más
hambrientas. Abrieron la jaula a una ferocísima osa, que salió al circo
respirando saña, y parecía que iba a hacerlos pedazos a todos; pero cuando
estuvo a distancia de dos pasos de los Mártires, se paró de repente, dio dos o
tres vueltas alrededor de ellos bajando como por respeto la cabeza, se encaminó
a donde estaba Andrónico, y echándose a sus pies, comenzó a lamerle blandamente
las heridas. Resonaron en todo el anfiteatro estruendosos gritos de aplauso y
de admiración; tanto, que no pudiendo Máximo disimular ni su confusión ni su
enojo, mandó que matasen a la fiera a los pies del mismo Santo. Salió, en fin,
una leona, que con sus espantosos rugidos llenó de miedo y de terror á todos
los circunstantes; les pareció a todos que veían ya el instante en que los
Mártires iban a ser sangriento y menudo destrozo de sus garras; pero quedaron
atónitos y embargada la voz con el asombro cuando vieron que la fiera, olvidada
de su ferocidad y de su hambre, después de pararse un rato a mirar a los tres
campeones con apacibilidad y con sosiego, se fué a postrar blandamente a los pies
de san Táraco, bajando la cabeza como en señal de lo mucho que le respetaba. Ya
no pudo el circo reprimir los alaridos en que le hizo prorrumpir la admiración
de aquel prodigio; pero el tirano, más fiero que la fiera misma, la mandó irritar
para que entrase en furor. Lo consiguió, pero fue para hacer pedazos a los que
la irritaban: lo que, visto por el Gobernador, dio
orden para que prontamente la encerrasen en la jaula; y recelando algún motín
popular, ordenó a los gladiadores que matasen a los Santos; los cuales, levantando
los ojos al cielo, y suplicando al Señor se dignase aceptar el sacrificio de su
vida, consumaron por la espada su glorioso martirio el día 11 de octubre.
Se retiró Máximo, dejando un cuerpo de guardia de diez soldados para que los Cristianos no se apoderasen de los santos cuerpos; pero estos, que habían sido testigos de todo desde el lugar donde estaban escondidos, pidieron fervorosamente al Señor les facilitase medio para lograr la posesión de aquellas santas reliquias, inmediatamente fue oída su oración; porque en el mismo punto se levantó una horrible tempestad, acompañada de un furioso terremoto, que puso a los guardas en precipitada fuga. Pero como era de noche, y muy de intento habían dejado mezclados y confundidos los cuerpos de los tres Mártires entre los gladiadores y gentiles que fueron despedazados, se hallaron los fieles con este nuevo embarazo, y para salir de él recurrieron segunda vez a la oración. Fue tan eficaz como la primera; porque de repente vieron desprenderse del cielo un brillante globo de luz en figura de estrella, que sucesivamente se fué colocando, y como descansando sobre ¡los tres santos cuerpos! dé lo que dan testimonio los mismos Cristianos en las actas que inmediatamente dispusieron; y guiados de la misma luz, los condujeron a un monte, donde los enterraron en la concavidad de un peñasco, oportunamente abierto para servirles de sepultura, y cerraron bien la entrada, muy persuadidos de las diligencias y pesquisas que haría el Gobernador para descubrir los santos cuerpos. Con efecto, por tres días enteros los hizo buscar con exquisitas diligencias, y condenó a muerte a los guardias por haberlos dejado robar. Luego que el tirano se ausentó comenzaron los Cristianos a tributar pública veneración a su memoria; y fue tanta su destreza, que lograron sacar de la secretaría del Gobierno los autos originales de sus tres interrogatorios, a los que añadieron todo lo sucedido después del último, y estas actas las comunicaron a los cristianos de Iconia, de Pisidia, de Panfilia, y a toda la Iglesia de Oriente
AÑO CRISTIANO
POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).
Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.
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