En
el tiempo que el glorioso patriarca san Benito resplandecía en el mundo y le
alumbraba con su santísima vida y milagros, y con la institución de su religión,
vivía, en Roma Tértulo, caballero y señor ilustrísimo y riquísimo, y después de
los emperadores de muy alta dignidad. Tuvo este caballero
por hijos a Plácido, Eutiquio, Victorino y Flavia; y como era no menos piadoso
que poderoso, entendiendo las grandezas y obras maravillosas que Dios obraba
por san Benito, y deseando que su hijo Plácido (que era el mayor) se criase en
toda virtud y en el santo temor del Señor, le ofreció, siendo de siete años, a
san Benito, suplicándole que le instituyese de su mano y le enseñase el camino
derecho de la bienaventuranza. Quedó Plácido con su santo maestro; y era
tan dócil y tan bien inclinado, que comenzó luego en aquella tierna edad a
aprovechar mucho en la virtud.
Amaba la abstinencia,
abrazaba las vigilias, los ayunos y asperezas; era muy humilde y muy puntual en
la obediencia, modesto, callado, vergonzoso, y en el seso y compostura parecía
viejo.
Le tomó particular amor san Benito por su nobleza
y buena condición, y mucho más porque en tan pocos años se aventajaba tanto en
toda perfección. No se contentó Tértulo de haber ofrecido su hijo al santo; mas
habiendo entendido que fundaba un monasterio en Monte Casino, le hizo donación
de muchas tierras, pagos y heredades que allí cerca tenía, y demás de éstos le
dio diez y ocho villas o cortijos en Sicilia, con puertos, bosques, ríos, pesquerías
y molinos. Tanta fué la piedad de este caballero, y tan persuadido estaba que aquella
donación tan liberal, hecha para fundar monasterios y sustentar a los siervos
de Dios, era acepta al Señor, que le había dado a él aquellos bienes. Como en
Sicilia se supo lo que Tértulo había dado a los monjes, no faltó quien por
codicia procuró apoderarse de aquellas heredades, y de tiranizarlas con fuerza
y violencia, como si por haberse dado a la religión fueran mal dadas, o Dios,
nuestro Señor, no tuviese cuenta con los agravios que se hacen a sus siervos. Cuando tuvo noticia el padre san Benito de lo que pasaba
en Sicilia determinó de enviar a ella a Plácido, porque, aunque era mozo de
veintiún años, por su gran religión y cordura, y por ser hijo de Tértulo, juzgó
que podría mejor que otro amparar aquellos bienes y sacarlos de las uñas de los
que ya se habían entregado en ellos. El santo mozo, como hijo de
obediencia, aceptó la ida, y acompañado de dos familiares, Gordiano y Donato,
salió de Monte Casino en 20 días de mayo, año del Señor de 536. Llegó a Capua,
donde fué recibido con mucha caridad de san Germán, obispo de la misma ciudad,
y de allí siguió camino por Canosa (que es en la provincia de Apulla), y por
Rijoles, hasta llegar a Sicilia. Por todo el camino hizo grandes milagros: sanó
a un sacerdote de la iglesia de Capua, llamado Zofas, que estaba muy enfermo de
la cabeza, y a un ciego, haciendo la señal de la cruz sobre sus ojos, y a un
niño que estaba a punto de expirar, y a una doncella, ciega, sorda y muda.
Lanzó muchos demonios de los cuerpos, y á otros muchos que estaban dolientes de
varias enfermedades y sin esperanza de salud se la restituyó el santo mozo con
sus oraciones. De manera que la fama de san Plácido se divulgó por doquiera que
iba; y así cuando llegó a Sicilia fué recibido con
grande reverencia y admiración, y como un ángel venido del cielo; y en la misma
isla de Sicilia obró también muchos y grandes milagros en beneficio de los
moradores de aquella tierra.
Llegó a la ciudad de Mesina, y queriéndole
tener en su casa un caballero principal y muy grande amigo de su padre, que se
llamaba Mesalino, no quiso estar más de sólo un día en ella, diciendo que los monjes
no han de estar aposentados en casa de seglares, porque el trato de los unos y
de los otros es diferente. Se concertó con los que habían usurpado las villas y
tierras quo habían sido de su padre y eran ya de su orden, de manera que ellos
estuviesen con buena conciencia y su religión no fuese agraviada. Comenzó allí cerca del puerto de Mesina a edificar un
monasterio para sus religiosos y un oratorio a san Juan Bautista, el cual fué
consagrado por el obispo de Mesina, y la obra del monasterio se acabó al cuarto
año después de su venida a Sicilia. Fué tan perfecta la vida de Plácido y sus
palabras tan encendidas en el divino amor, que acompañadas con los milagros que
Dios obraba por él inflamaban los corazones de muchos para que, aborreciendo
los estados vanos del mundo y los deleites y regalos dañosos de la carne,
libremente se diesen a Dios.
Se empleaba san Plácido
en continua oración y meditación, y regalaba su espíritu en el Señor derramando
muchas lágrimas. En la cuaresma, los domingos, martes y jueves ayunaba a pan y
agua; los demás días no comía cosa alguna, y en todo el año no bebía vino.
Traía un cilicio a raíz de sus carnes. Su sueño era breve y ligero, y más
asentado que echado. Era manso, grave y benigno; y nunca se vio airado. No
hablaba sino cuando la necesidad lo pedía, o para consolar a los monjes, o los
pobres, o para negocio forzoso y de caridad. Con esta vida tan áspera y tan
perfecta trajo muchos a la religión, y en breve tiempo se juntaron con él otros
treinta religiosos que florecían con grande ejemplo de santidad, y la religión
del padre san Benito se iba propagando en el mundo.
PLÁCIDO Y SUS HERMANOS EUTIQUIO, VICTORINO Y FLAVIA.
Se publicó en Roma como estaba san Plácido
en Sicilia, la vida que hacía, el monasterio que había fundado y los milagros
que Dios obraba por él; y sus hermanos Eutiquio,
Victorino y Flavia su hermana con deseo de verle (porque no le habían
visto desde que su padre Tértulo le entregó á san Benito) navegaron a Sicilia, donde le hallaron y fueron de él
recibidos con singular gozo y alegría, alabando al Señor porque les había dado
tal hermano que tan de veras le servía. Se detuvieron en aquel monasterio
algunos días, y para que se entiendan los caminos que toma Dios para llevar los
hombres al cielo y coronarlos de gloria, permitió que un moro, capitán de
Abdala, rey africano, que se llamaba Mamucha, saliese a este tiempo a infestar
la costa de Sicilia y hacer guerra a los cristianos. Traía una armada de cien navíos,
y en ellos diez y seis mil y ochocientos hombres de pelea. Llegaron al puerto
de Mesina, y como el monasterio de San Juan Bautista estaba cerca de la marina,
dieron de repente en él, y con ímpetu de bárbaros quebraron las puertas y pusieron
prisioneros a cuantos en él estaban. San Plácido,
con sus hermanos Eutiquio, Victorino y Flavia, con Donato, Fausto y Firmato,
diácono, y con los treinta monjes, fueron llevados en cadenas delante de
Mamucha, hombre feroz y bárbaro, y más fiero que un tigre. El cual, después que
con amenazas y espantos no pudo persuadirles que renegasen de nuestro Señor
Jesucristo, los mandó crudamente azotar y encerrarlos en una cárcel, y que allí
no les diesen de comer, y les diesen de palos y azotes, y los colgasen en alto
de los pies, y les diesen humo en los rostros Después de este tormento mandó
dar a cada uno un poco de cebada y agua para que se sustentasen, y no muriendo
durase más el tormento. Todos estaban con grande paciencia, constancia y
alegría en sus penas, confesando y alabando al Señor por ver que padecían por
su amor y por la confesión de su fe, siendo san Plácido el que, como capitán esforzado,
iba delante y con su ejemplo los animaba. También la santa doncella Flavia, su hermana,
entre los otros mostró gran fortaleza y valor del cielo, porque teniéndola
desnuda y levantada en alto, y despedazando sus carnes, y preguntándole el bárbaro
tirano cómo siendo persona tan ilustre y romana podía sufrir aquella ignominia
y desnudez, ella le respondió que por amor de Jesucristo todos los tormentos le
serían dulces y la muerte vida. Y visto que con tormentos no la podían vencer,
pretendió que algunos de sus sayones más desvergonzados y atrevidos la forzasen
y la diesen el mayor tormento que la santa virgen podía recibir. Pero ella hizo
oración a Dios, y el Señor, que es tan amigo de la castidad, la defendió de
manera que todos los que querían llegarse a ella quedaron mancos y tullidos, y
con esto la dejaron. Cada día mandaba Mamucha traer a los santos delante de sí
y darles nuevos tormentos; y porque una vez vio que san Plácido estaba muy
regocijado en las penas y alababa a Dios, le mandó dar muchos golpes en la boca
con una piedra, y viendo que no bastaba esto para que el santo cesase en las
alabanzas de Dios, le hizo cortar la lengua; mas después de cortada hablaba
mejor y proseguía los loores del Señor, haciéndole gracias por lo que en su
nombre padecía. Los tuvo toda una noche colgados y atados, cargando sobre sus
piernas áncoras y piedras de grande peso, y finalmente los mandó degollar, declarando
en la sentencia que los hacía morir porque adoraban y tenían por Dios a Cristo
crucificado. Los llevaron a la marina, e hizo san Plácido oración al Señor, suplicándole
por los méritos é intercesión de san Benito, su maestro, que les diese
constancia para pasar aquel trago de muerte y llegar al puerto de la
bienaventuranza; y respondiendo todos sus compañeros amén, rindieron el cuello
al cuchillo y fueron descabezados, y sus cuerpos estuvieron allí cuatro días
sin que se les diese sepultura.
Destruyeron los bárbaros el monasterio sin
dejar piedra sobre piedra, aunque no tocaron a la iglesia de San Juan Bautista,
y entrando en sus navíos se partieron para seguir su viaje. Pero el Señor envió
luego una tormenta tan brava y horrible, que allí en el faro y estrecho que hay
entre Mesina y Calabria se hundieron los cien navíos, y se ahogaron las diez y seis
mil y ochocientas personas que en ellos venían. Después Gordiano, que fué uno de los dos compañeros que habían venido con san
Plácido del Monte Casino, y solo (por ser mozo y estar cerca de un
postigo cuando vinieron los bárbaros) se había
escapado, sepultó el cuerpo de san Plácido en la iglesia de San Juan Bautista,
y los cuerpos de los otros treinta y tres mártires en el lugar donde fueron
degollados. En la una parte y en la otra hizo Dios muchos milagros,
sanando a los enfermos que de todas partes venían a pedir salud por intercesión
de san Plácido y de sus benditos compañeros.
Fué su martirio el 5 de
octubre, a los trece años del imperio de Justiniano, y el año del Señor de 541,
según Gordiano, que fué el autor de la historia, y según el cardenal Baronio en
las Anotaciones enmendadas de la postrera impresión el año de 1598. Era san
Plácido de veintiséis años cuando murió; y cuando el glorioso padre san Benito
supo el martirio de su hijo querido y de sus santos compañeros, se alegró por
extremo e hizo gracias al Señor, que le había dado tal hijo, y a él le había
coronado con la corona del martirio, y puéstole por ejemplo y dechado en su
religión y en toda la Iglesia.
De san Plácido escriben todos los
martirologios, y León Ostiense, Casiano, Tritemio y el cardenal Baronio en las
Anotaciones del Martirologio y en el tomo VII de sus Anales. Y el sumo pontífice
Sixto V el año del Señor de 1588, que fué el cuarto de su pontificado, mandó
que se celebrase su fiesta en toda la Iglesia católica con oficio simple, y en
la iglesia de Mesina de san Juan Bautista, donde están sus sagradas reliquias,
con oficio doble.
LA
LEYENDA DE ORO. (Tomo IV)
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